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NUEVAS REFLEXIONES SOBRE EL AUTO SACRAMENTAL (Mercedes Blanco)






Resumen. En su libro titulado Psyché und Allégorie. Studien zum spanischen «auto sacramental» von den Anfángen bis zu Calderón (München, Wilhelm Fink Verlag, 2003), Gerhard Poppenberg propone una interpretación novedosa del género auto sacramental apoyada en el estudio detallado y completo de una treintena de autos de Calderón y de algunos autos sueltos de autores anteriores, examinados en los contextos de la literatura espiritual, las controversias teológicas y los debates en materia poética de su tiempo. El libro trata de demostrar la profunda y necesaria correlación entre tres rasgos constantes del auto: la doctrina católica de la Eucaristía, que constituye su asunto, el conflicto del Bien y el Mal, de Dios y del diablo, núcleo de sus variados argumentos dramáticos, y por último, la alegoría, fundamento de su forma poética. (Ver el presente artículo/reseña debidamente anotado y con bibliografía pinchando aquí)

 
Gerhard Poppenberg ha realizado un estudio importante, fruto de un prolongado trabajo de investigación, cuya ambición es construir un modelo de interpretación del auto sacramental, más satisfactorio que los que se han propuesto hasta hoy. Dejemos claro enseguida que, si el hermoso título Psique y alegoría se ajusta perfectamente al libro, el subtítulo Estudios sobre el auto sacramental español desde sus comienzos hasta Calderón puede dar ocasión a malentendidos. Deja pensar en efecto que el libro trata de la evolución del auto sacramental a lo largo de su período de existencia de casi dos siglos. De hecho, aunque pueden espigarse en él observaciones sueltas sobre la diferencia entre las obras de la vejez de Calderón y las de su juventud, o entre ciertos autos de Calderón y otros de argumento parecido y autor distinto, su propósito no es analizar el devenir del auto en diferentes coyunturas históricas y en manos de poetas de distinta personalidad, sino construir una interpretación sincrónica y global del género.

Poppenberg estima, haciendo suyo un viejo lugar común de la crítica, que con la obra de Calderón culmina el auto sacramental, y que todo lo que se da en otros autores de modo todavía vacilante o confuso se despliega en ella de forma coherente y acabada. Le interesa pues la obra de los demás poetas sólo como preludio o ensayo de lo que puede verse en Calderón con la mayor intensidad, claridad y variedad de matices.

El método de exposición del libro es a la vez sintético y analítico. En cada una de sus partes y subpartes, reflexiones de carácter general preceden al análisis detallado y completo de dos o tres autos afines entre sí. Dentro de estas series de comentarios de autos, las obras de Calderón suelen ir precedidas por alguna pieza de autor distinto.

Las consideraciones generales en torno a los autos sacramentales se apoyan en una lectura minuciosa de vastos corpus literarios y doctrinales coetáneos. Poppenberg ha recorrido un crecido número de obras ascéticas y espirituales, con especial atención a la obra de Juan de la Cruz. Ha examinado las controversias sobre la Eucaristía a través de escritos de Lutero, Zwíngli, Calvino y Bellarmino, controversias que, de modo agudo y convincente, entiende como discusiones sobre la naturaleza del signo y del tropo, y por consiguiente como objetos de inmediato interés semiótico y literario. Ha explorado la homilética española sobre el sacramento, en obras latinas y castellanas; la exégesis de la liturgia de la misa, desde la Edad Media europea al Siglo de oro hispano; la poesía religiosa en castellano, a través de una decena de libros prácticamente desconocidos; los escritos que condenan el teatro en la España del XVII y sus antecedentes en Tertuliano, San Agustín y otros autores eclesiásticos; y por último, dentro de la teoría poética coetánea, la doctrina de estirpe platónica que considera la poesía como lenguaje divino y apto para tratar de cosas sagradas. Atención especial, en este último apartado, dedica al Cisne de Apolo de Carvallo, y a la controversia sobre Góngora, en especial a través de la obra polémica y teórica de Juan de Jáuregui. El penetrante análisis del Orfeo de Jáuregui, uno de los poemas del Barroco español cuyo carácter docto y metapoético resalta con mayor claridad, ofrece un oportuno término de comparación para la lectura del auto sacramental El divino Orfeo de Calderón.

 



Estas lecturas de imponente profundidad y variedad, siempre muy personales, pero apoyadas en un conocimiento amplio, aunque naturalmente no exhaustivo, de la bibliografía histórico-crítica, están perfectamente integradas a la perspectiva del autor, que se muestra versado en cuestiones de patrística, de teología sacramental y de teodicea, y que sabe sacar partido de los aportes de la antropología, la historia y la filosofía de las religiones, con brillantez pero sobre todo con notable precisión y honradez intelectual.

Los comentarios de autos sacramentales abarcan una treintena de autos de Calderón, más un auto anónimo, otro de Valdivielso, y cuatro de Lope de Vega. Gerhard Poppenberg pretende soslayar gracias a este modo de proceder los inconvenientes de una lectura fragmentaria de las obras y evitar su reducción a meros representantes de una abstracción incorporal e inmaterial, el género. La treintena y pico  de autos estudiados le parecen ofrecer base suficiente para fundamentar su teoría acerca  del significado e importancia del género, y al mismo tiempo alcanzan el máximo número de obras que era factible examinar por separado y con cierto detalle en el espacio de un libro. La obra, ya imponente por su densidad y extensión, se hubiera vuelto abrumadora si el análisis se hubiera aplicado a la totalidad de la ingente producción calderoniana.

Sin embargo, este modus operandi tiene el inconveniente de hacernos pasar constantemente de un contexto variable, ajeno al género auto, como por ejemplo la literatura espiritual, los tratados sobre la Eucaristía, etc., a tal o cual auto particular, sin pasar por el contexto que forman los autos consigo mismos, o sólo de manera muy parcial. Sin que ello suponga negarle sus muchos méritos, hipótesis rigurosas, vasta erudición, detenidos análisis y originales conclusiones, el estudio se presta al reproche de no haber operado ninguna clara generalización a partir de la consideración analítica de su corpus. Los enunciados del libro o bien entran en la categoría del comentario de textos o bien explican fenómenos generales y abstractos, y cuya importancia en el auto no necesita de análisis previo ni de discusión, la alegoría, el protagonismo del diablo y el «teatro en el teatro». Se echa de menos en cambio el análisis y la explicación de datos menos obvios y sin embargo generalizables, que podrían extraerse del examen de la estructura y de la escritura de las obras.

Ciertamente, Gerhard Poppenberg se mueve con la máxima soltura en el mundo de los autos sacramentales, tan extraño para la inmensa mayoría de los lectores de hoy, de modo que en ningún momento da la impresión de malentender los textos o de plegarlos abusivamente a su punto de vista. Pero sus lúcidos comentarios se presentan más bien como ilustraciones que como fundamento de las tesis del libro, tesis que versan sobre las relaciones de religión y literatura, desde una perspectiva abismalmente profunda que atañe a la estética y a la filosofía del arte. Desde el punto de vista del autor, que no se revela con plena claridad hasta las últimas páginas del libro, los autos sacramentales nos importan hoy en la medida en que la «teología poética» que en ellos se construye anticipa la literatura moderna, presidida por la alegoría como modalidad literaria de la ironía. En lo mejor o más característico de la literatura moderna se articulan la opacidad y materialidad de la letra con lo que George Steiner denomina «presencia real». Esta literatura tiene pues carácter sacramental, aunque sin dogma y sin institución eclesiástica. El pensamiento de George Steiner y el de Walter Benjamin, aunque rara vez se citen directamente, forman el sustrato intelectual de esta empresa crítica.

Dado que el libro contempla el auto sacramental como fenómeno unitario, y defiende la tesis de que su «teología poética», todavía anclada en el dogma y la institución católicas, es el antecedente directo de la teología poética romántica y postromántica, no extraña que el contexto histórico en que lo sitúa no tenga en cuenta las variaciones de la coyuntura. Considerado a ese nivel de generalidad, el auto sacramental pertenece al vasto período o era, al que los alemanes llaman frühe Neuzeit, o temprana Edad Moderna, y que en España suele conocerse como simplemente Edad Moderna, Edad de Oro, o Renacimiento y Barroco. Este período, que culmina para la tradición historiografía alemana en los tratados de Westfalia, se caracteriza políticamente por la emergencia de unos Estados «premodernos» condicionados por el conflicto religioso que divide a Europa, o, dicho de otro modo, por la aparición de Estados confesionales. España, desde este punto de vista, es evidentemente el país contrarreformista por excelencia, el país en el que se forja un Estado y se elabora una cultura acordes con las posiciones católicas. El auto sacramental interesa pues históricamente como producción cultural típica del catolicismo español en la edad de los conflictos confesionales, sin paralelos en otras épocas y países.

Poppenberg recuerda (p. 115 y ss.) el debate crítico a que ha dado lugar la interpretación de los autos como propaganda contrarreformista. Propuesta en fecha tan temprana como 1864, en el prólogo de Eduardo González Pedroso a su colección de autos sacramentales, fue rebatida por Marcel Bataillon en un influyente artículo publicado por primera vez en 1940. Bataillon afirmaba que en los autos no hay que ver una forma de reacción a la Reforma protestante, sino el fruto de una actitud típica de la llamada Reforma católica, enrolar a los poetas y artistas en la tarea de catequizar a las masas iletradas e imperfectamente cristianizadas, encargándoles la expresión accesible y atractiva del dogma. Desde entonces, se ha atribuido al auto sacramental un significado histórico que vacila entre estos dos polos: la propaganda antiprotestante por un lado, y por otro lado la pedagogía animada por un espíritu de reforma surgido y mantenido, en el seno de la Iglesia católica, con independencia de la ruptura de la unidad cristiana. Como tal pedagogía, su cometido sería dar un contenido más auténtico y más firme a la fe de todos, sin dejar por ello de exigir una docilidad incondicional al magisterio eclesiástico. 

Sin embargo, si consideramos la Reforma católica como un movimiento espontáneo y concretamente los autos como catequesis popular, resulta inexplicable que el género se haya desarrollado al compás de las guerras de religión, y que a menudo el antagonista del drama sea la Herejía entendida como protestantismo. Considerarlos a la inversa como propaganda de la Contrarreforma entendida como reacción secundaria y defensiva resulta difícil a la vista de los sólidos argumentos de Bataillon. El más obvio de estos argumentos hace observar que el género no se desarrolló allí donde había protestantes o podía haberlos, en Francia, por ejemplo, o en los Países Bajos, sino en España, donde casi no los había y donde se aseguraba la eliminación de eventuales brotes protestantes con métodos represivos drásticos e incompatibles con empresas de persuasión. 
Nos parece vano negar, sin embargo, que los autos no sólo contribuyen a la pompa y brillantez de la fiesta del Corpus Christi, para mejor celebrar el dogma de transubstanciación, sino que lo hacen con plena conciencia de que este dogma es rechazado unánimemente por todas las Iglesias reformadas. En esta fiesta, la adoración del Sacramento como sustancialmente idéntico al Cristo encarnado, repugnante idolatría a ojos de los protestantes de cualquier afiliación o tendencia, se ostenta triunfalmente con el máximo apoyo oficial de la Iglesia y del Estado, como si se quisiera hacer de esta adoración el cimiento de la comunidad de los españoles y de los fieles católicos, y el fuerte o «custodia» en que se atrincheran frente a la Europa protestante. En los autos, y en el conjunto de los aparatosos festejos españoles del Corpus, se expresa pues el desafío de la doctrina católica frente a sus adversarios, acentuando con énfasis militante e hiperbólico su incompatibilidad con la interpretación protestante del Evangelio. Además, muchos autos insisten de modo tajante y conminatorio en que cualquier formulación acerca del significado del sacramento que se aparte de la católica es el núcleo mismo de la llamada Apostasía, personaje que en los autos calderonianos representa el protestantismo. Según se repite incansablemente en ellos, cualquier tergiversación acerca del pan transubstanciado en Cuerpo de Cristo real y sacramentado viene a ser una perversión diabólica de la fe, y un criminal atentado contra el mismo Dios. Parece pues que, si los autos no son propaganda en el sentido en que un partido hace propaganda para traerse nuevos afiliados, sí lo son en el sentido en que un país en guerra hace propaganda contra sus enemigos, para proclamar su empuje solidario contra ellos, y asegurar la identificación de la multitud con sus líderes políticos y espirituales.

Tampoco es fácil negar, por otra parte, que los autos contienen prolijos enclaves de índole retórica, que exponen la subordinación de la alegoría a las formulaciones literales del dogma católico y, concretamente, de la doctrina eucarística, de modo que ésta difícilmente puede ser comunicada de modo más rotundo, más explícito o más inteligible. La dimensión catequética y edificante de los autos resulta por lo tanto patente, por mucho que le objetemos, como lo hace Poppenberg, que los autos como catequesis «no pueden aportar nada nuevo a los doctos, puesto que son sólo duplicaciones ilustrativas del dogma», y que en cambio en los ignorantes laicos pueden alentar pensamientos confusos y hasta heréticos, «ya que no son, como los fuegos de artificio, semánticamente neutros».

Y es que las dos tesis que hemos expuesto son en opinión de Poppenberg igualmente desafortunadas y reductoras. Ni la explicación de los autos como propaganda, ni su explicación como pedagogía, le parecen aptas para dar cuenta de su significado como obras literarias. Y es cierto desde luego que no explican el superior aprecio que les tenía Calderón, ni tampoco el efecto extraordinario que su lectura y, más aún, su inteligente puesta en escena, pueden tener hoy en día, en públicos normalmente indiferentes u hostiles a su propósito catequético o militante.

Poppenberg reprocha a una tradición crítica que arranca de Bataillon y llega hasta Vincent Martin (El concepto de «representación» en los autos sacramentales de Calderón, 2002), el reducir las obras a una cadena de proposiciones y argumentos escolásticos adornada con una correspondiente guirlanda de bonitas imágenes. Haciendo suyas las palabras de Enrique Rull, sostiene que «mal se le podía al pueblo enseñar teología y filosofía escolástica desde un escenario». Ver en el drama eucarístico una ilustración de la doctrina escolástica implicaría «que el drama como tal carece de figura propia e aún más de contenido propio». Creencia que conduce a tesis como las de Ignacio Arellano y Ángel Cilveti, para quienes el protagonismo del diablo, una constante del auto sacramental, tan marcada que la doctrina del género parece lindar con el maniqueísmo, supone no un maniqueísmo propiamente dicho, y por lo tanto heterodoxo, sino un «maniqueísmo dramático». De creer a estos críticos, los buenos católicos pueden dormir tranquilos en cuanto a la ortodoxia de Calderón, porque su exaltación de la figura satánica obedece a una necesidad escénica, o sea, es simplemente una consecuencia doctrinalmente neutra de la necesidad de armar el drama como conflicto, y de resaltar elementos pintorescos o sensacionales.

Para Poppenberg, al contrario, la prominente presencia del diablo en la escena del auto, de la que se escandalizaba Quevedo en un divertido pasaje del Sueño de la muerte es un elemento crucial de su significado, un factor estructural decisivo, inseparable de la escritura alegórica, y vinculado a lo que Friedrich Schlegel, citado en las primeras líneas del libro, intuía como «carácter posiblemente muy moderno» de estas obras. Los autos no son una escolástica adornada con perifollos poéticos, sino una teología poética, son obras en las que la teología, como tal, se construye como poesía, es decir, como mito y alegoría. Dicho de otro modo, no se pueden separar en ellos por un lado la racionalidad de la argumentación de tipo escolástico, en la que consistiría la doctrina a transmitir al pueblo, y por otro lado la poeticidad de las figuras alegóricas, bellas y conmovedoras, pero sin meollo doctrinal.

El libro entero de Gerhard Poppenberg se dedica a defender e ilustrar esta tesis, y el núcleo de esta argumentación está ya presente en su introducción. Partiendo de una consideración del Libro de Job, como texto canónico acerca del diablo y el origen y sentido del mal, esta argumentación prosigue con una lectura del De principiis de Orígenes y se remata con un resumen de la teodicea de Leibniz, en que se recoge «un siglo de discusiones, desarrolladas sobre todo entre jesuítas españoles» (p. 19).

El De principiis de Orígenes, piedra angular de las técnicas exegéticas que permitieron inferir la doctrina cristiana del corpus heterogéneo de la Sagrada Escritura, trata de la alegoría en cuanto modalidad de escritura y lectura, y hace de ella el estigma del mal y del pecado. Según Orígenes, el «hombre vestido de pieles» (figura a la que Calderón es tan aficionado), después del pecado original, es la primera alegoría del texto sagrado, primera en el orden de la existencia pero también en el orden de la esencia. El «hombre vestido de pieles» es la alegoría del cuerpo, de la animalidad humana. La resistencia del cuerpo, su materialidad, es el principio del mal (según una doctrina de coloración platónica) y es también lo propio de la alegoría: «El cuerpo opaco como velo del alma luminosa —escribe Poppenberg— ofrece la alegoría originaria, la alegoría de lo alegórico». Por ello, la reflexión de Orígenes sobre la alegoría gira constantemente en torno al combate del bien y el mal, la lid de Dios y del diablo. Este combate tiene lugar en el terreno de la alegoría, no sólo porque tiende a representarse alegóricamente como psicomaquia, combate de Luz y Tinieblas, Virtud y Vicio, sino porque en la alegoría misma se enfrentan como antagonistas el cuerpo oscuro del sentido literal, la muerte que la letra lleva consigo, con el espíritu luminoso del «otro sentido», del suprasentido (Übersinn). El sentido literal suele implicar una negación del sentido espiritual, y lo que en él se nos comunica es precisamente lo que tenemos que sobrepasar y negar para acceder a la verdad.

Sin embargo, el cuerpo de la letra, que vela al espíritu e implica su negación, es también el lugar en que el espíritu se manifiesta, y, si la letra mata, esta mortificación tiene valor sacrificial y penitencial. Hay que pasar por esta letra que mata para llegar al espíritu que vivifica, como la vía purgativa, en la literatura espiritual, debe preceder a la iluminativa y unitiva. Los dos sentidos, literal y alegórico, enfrentados y contrarios, no son pues excluyentes, sino que el uno es la condición del otro: como en la Encarnación, como en la Eucaristía, como en la experiencia mística, el cuerpo, la carne, la materia son a un tiempo el origen del mal y la condición del mayor bien, la deficiencia y el exceso, la culpa y la gracia. 

Que esta concepción de la alegoría como combate del Bien y el Mal no conlleva un maniqueísmo herético se explica recurriendo a la teodicea de Leibniz. Como en las especulaciones católicas que recoge y a las que dota de la formulación más ingeniosa y rigurosa, la solución del problema del mal en Leibniz no es en absoluto sospechosa de maniqueísmo o dualismo gnóstico. La Creación es el momento de lo no divino en Dios, porque la idea de Creación implica limitación y la criatura limitada está expuesta al error. La razón formal del mal es lo amorfo, lo que no tiene figura o carece de forma. Pero su causa final es la armonía de lo mejor. Dios libera la Creación como su Otro, no a pesar de que es limitada e idealmente dispuesta al mal, sino precisamente por ello, porque la disposición al mal y su ejecución impulsan al bien hacia lo que es mejor que el mismo bien. La voluntad antecedente de Dios, guiada por las razones del entendimiento, no quiere sino lo bueno; la voluntad consecuente, espoleada por las razones suprarracionales del espíritu de sabiduría, quiere lo mejor, que trasciende lo simplemente bueno gracias a la mediación del mal. La división interna de Dios es articulación de voluntad racional y espiritual y su principio no es la verdad de la razón sino la voluntad de justicia que se traduce por l'amour du meilleur.

¿Por qué surge lo mejor a través de lo malo? El mal es el incitamentum del amor, la pica que lo espolea; el amor recibe su dinámica del mal. En la apologética cristiana y en la literatura espiritual, como lo muestra la primera parte del libro de Poppenberg, titulada «El auto sacramental en el contexto de la espiritualidad española de los siglos XVI y XVII», la negatividad del mal es condición de lo óptimo: donde abundó la culpa, sobreabundó la gracia. Sin pecado original, no habría lugar para la Encarnación, obra máxima de la omnipotencia y del amor de Dios, ni para el Cuerpo de Dios sacramentado, cuya presencia real entre nosotros hace que los ángeles envidien a los hombres y los cielos a la tierra. La espiritualidad española moderna concibió esta economía «homeopática» de la gracia derivada del pecado en la figura de pensamiento de la antiperistasis. La antiperistasis es el fenómeno, imaginado por Aristóteles, en virtud del cual la calidad de un elemento crece en intensidad, aunque no en extensión, cuando está enteramente cercada por un medio en que domina la calidad contraria, como se creía que sucedía con los manantiales calientes, que lo eran más en invierno que en verano. Gómez de Tejada, en su Epítome claro y curioso (1650), citado por Poppenberg (p. 77) traduce el término griego por «circunobsistencia» («Que el contrario cercado de su enemigo, crezca en intensión para resistirle»). 

En la economía de Dios, el mal tiene buen fin y buen fundamento. No sucede así en el hombre, porque la criatura finita no percibe la infinita cadena de causas y efectos; pero desde el punto de vista de Dios, el mal se justifica como relación a un bien absoluto: lo óptimo. Un pacto vincula pues a Dios con el diablo, como se verifica en Job. 

Poppenberg observa que la aparición y generalización del tema del pacto con el diablo es un rasgo típico de la Edad moderna. A menudo —advierte— se ha diagnosticado la secularización como el fenómeno más específico de la primera modernidad. Las ideas y temas que surgen entonces son contrafacta profanos de conceptos teológicos: Satán es el príncipe de este mundo y los pactos humanos con el diablo son una mundanización, es decir una satanización del pacto divino con el adversario del que deriva toda la historia universal como historia sagrada, articulación de caída y redención.

La forma dramática y alegórica de los autos no es pues, intenta demostrar Poppenberg, una vestidura inerte o un adorno arbitrario de su «asunto», la doctrina católica de la Eucaristía. La Eucaristía es en sí misma asunto dramático, en cuanto que implica una relación compleja entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Diablo, compleja porque el Mal no es un enemigo que viene de fuera, sino algo que tiene su fundamento en Dios, que es necesario para la realización del plan divino y que sin embargo debe ser vencido y finalmente expulsado. Ahora bien: el enemigo doméstico, el enemigo que es otro yo, es el agente dramático por excelencia, como se hace patente en la tragedia griega y en su comentario aristotélico. La Eucaristía, como tal —y no a consecuencia de un revestimiento poético que le sería ajeno y arbitrariamente superpuesto— es un acto de índole dramática, en ella combate y triunfa Jesucristo disimulándose bajo las armas del adversario, haciéndose serpiente para destruir a la serpiente (en ello consiste el argumento del auto La serpiente de metal), mortal para vencer a la muerte. Esta dimensión «agonal» de la Eucaristía, que se deduce de la literatura espiritual y homilética que examina Poppenberg, estaba predestinada a un tratamiento poéticoteatral. Dicho de otro modo, no hay exposición más propia o ajustada del misterio eucarístico que la de la teología poética, la del drama alegórico.

Este drama tiene también una dimensión política, a cuya exploración se dedica la segunda parte del trabajo, titulada «El auto sacramental en el contexto de las controversias eucarísticas de los siglos XVI y XVII». Las luchas de religión de la primera Edad Moderna son ejemplares del carácter militante de la iglesia, y su figura particular es la disputa teológica sobre la Eucaristía, que trasciende y renueva el carácter «agonal» de la Cristiandad, y el combate como momento central de la Eucaristía. Por ello, en el argumento del drama eucarístico asoma con toda naturalidad la actualidad del conflicto bélico, como lo ilustra el análisis de obras como La iglesia sitiada (1636), que gira en torno a un episodio de la guerra hispano-francesa, el asalto de Terlimón en que se supone que los ejércitos franceses cometieron toda clase de vejaciones y excesos, y, peor que todos ellos, profanaron la hostia; o El socorro general (1644), obra en la que los catalanes rebeldes, con su defensa de los fueros, representan la ciega defensa judaica de la letra de la ley; o La protestación de la fe (1656), un auto que celebra la conversión al catolicismo de Cristina de Suecia como victoria de España y de la Eucaristía.

Poppenberg recuerda que tras el concepto general de sacramento está el latín sacramentum, una palabra de la jerga militar romana que designa el juramento de fidelidad de los soldados a sus oficiales. Sacramentum pertenece también al vocabulario jurídico y designa el dinero que los litigantes en un pleito debían depositar en el Sacrum bajo la tutela del Pontífice, y mediante el cual aseguraban su intención de declarar la verdad antes los jueces. En los dos casos, sacramentum es un acto verbal con correlato objetivo, por el que el locutor, en situación de antagonismo, se obliga a obedecer a una ley o regla. Tertuliano refirió sacramentum a la tradición militar romana y lo explicó como juramento de militar bajo la bandera de Cristo. En la España posterior al Concilio de Trento, los escritos en castellano acerca de la Eucaristía siempre la interpretan como acción belicosa de Cristo contra los demonios, y el tema está también presente, aunque de modo más discreto, en los tratados teológicos en latín.

No sólo la Eucaristía se identifica como el combate de Cristo contra el Mal, en que vuelve del revés las armas del mismo adversario para burlarlo, sino que en ella entraña conflicto la coordinación de lo interior y lo exterior. El conflicto del alma y del sacramento, de la fe y del altar, es el núcleo de la controversia eucarística a comienzos de la Edad Moderna, como lo ilustra un episodio de los primeros debates sobre los alumbrados. Cuando, en 1524, Francisco Ortiz defendió la opinión de que Cristo está más perfectamente presente en el alma del justo que en el sacramento del altar, estaba trazando la frontera de la heterodoxia. La frase fue condenada un año más tarde en el Edicto de Toledo. La doctrina católica hace lugar a lo sagrado en el espacio público y conoce el sacrificio como una institución política. Lo espiritual tiene un sustrato material; el pneuma tiene carácter dramático y la experiencia de lo sagrado es un asunto de liturgia. Secreto y manifestación se vinculan en la Eucaristía, porque en ella el encuentro con la divinidad se convierte en acto público, y la divinidad se revela en su misma ocultación, como sacramentum absconditum in Deo.

Los autos llevan a la escena pública el psicodrama de la espiritualidad, con fines menos didácticos que políticos. Las cuestiones del bien y del mal, de la relación de Dios y del hombre al mal, la cuestión de la culpa, son el núcleo constante de sus variopintos argumentos. El llamado por Poppenberg «complejo psicomáquico» (p. 85) consiste en que el mal y el pecado son condición previa de la redención, y a la vez están condicionados por ella. Como se explica reiteradamente en los autos, el pecado diabólico (origen de todo pecado) procede de la envidia anticipada del ángel por el alma humana, cuya suprema dignidad reside en la humanidad de Cristo y de su Madre. Dicho de otro modo, sin pecado no habría Encarnación y Redención, pero sin Encarnación y Redención tampoco habría pecado. La función de los autos es encontrar un compromiso o transacción con el complejo psicomáquico, paralelo a los que propone la espiritualidad del recogimiento, en una forma públicamente obligatoria y mediatizada. El auto sacramental, concluye Poppenberg, es la figura política de la experiencia interior, del combate de almas y de voluntades que trata de promover y encauzar la literatura espiritual.

En cuanto a la alegoría, hay que ver en ella el preciso correlato literario de la la Eucaristía. La alegoría, en expresión de Calderón en El verdadero dios Pan (1670), «no es más que un espejo que tralada / lo que es con lo que no es; / y está toda su elegancia / en que salga parecida / tanto la copia en la tabla / que el que está mirando a una / piense que está viendo a entrambas». El debate sobre el Sacramento entre las distintas confesiones tiene por objeto la posibilidad del carácter "semiúrgico" (semiurgisch) de la palabra y la concepción (ligada a esta posibilidad) de la conversión, término en que se cifra la expresión, por el canon tridentino, del dogma eucarístico: conversión integral de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo. Si las palabras de la consagración como acto verbal humano tienen, como piensa Lutero, el carácter de un tropo, y designan el cuerpo sacramental de una manera específica, escriturísticocristiana, asegurada sólo por el acto divino, entonces la contribución humana, si así quiere llamársela, se limita a la fe. En cambio, según la concepción católica, la acción sacramental no es sólo un acto de fe sino que es una acción en sentido pleno, un proceso eficaz, y con sentido enfático, un actus sacrantentalis. En la palabra, se oponen así significado y eficacia, fe y obra. Del lado de Lutero, la presencia real, por él reafirmada frente a Zwingli y otros, es la identidad del signo y del significado en la palabra, cuyo sentido es único, a la vez espiritual y literal. Del lado católico, la presencia real es la realidad obrada por las palabras de la consagración. Por ello, el debate versa sobre la concepción de la palabra como vehículo de sentido o como operativa, y acerca de la concepción de la lengua como semeion o como organon. En este contexto, el pensamiento alegórico en general, y la cultura del auto sacramental en particular, tienen por finalidad cultivar la palabra como organon y concebir la literatura como obra y no como sentido. La alegoría aporta el método literario, una figura cuya realidad no consiste como la del tropo en establecer otro significado, tan equívoco como el primero, sino en obrar la conversión del sentido, «trasladando lo que es con lo que no es». La diferencia del sentido espiritual y del sentido literal instaurada por la alegoría es decisiva para dotar a la lengua de su dimensión ergonal, operativa. La concepción litúrgico-ritual del sacramento eucarístico como acto sacramental y la concepción alegórica de la palabra, asegura Poppenberg, son por lo tanto complementarias y correlativas.

El proyecto de cotejar la representación eucarística y la representación literaria lleva al autor a interesarse por la alegoresis de la misa, interpretada como combate y como drama, en la tradición católica, y a examinar desde este punto de vista autos de Calderón (El orden de Melchisedech, Los misterios de la misa) y de Lope de Vega (El misacantano), cuyo argumento es precisamente la celebración-institución de la misa. Este estudio asegura la transición hacia la tercera de las cuatro partes del libro, titulada «Excurso sobre la liturgia: Sacrificio-Ritual-Drama», uno de los mejores momentos del trabajo. En una discusión que conjuga las fuentes de la literatura espiritual del Siglo de Oro y las teorías del sacrificio de helenistas como Walter Buckert, de antropólogos como Marcel Mauss, y de críticos como René Girard, Gerhard Poppenberg explica el sacrificio como la figura por la cual la voluntad aislada queda obligada o atada por la voluntad común. El cristianismo interiorizó este antagonismo como psicomaquia e hizo del combate la forma de la voluntad y el fundamento de la dinámica espiritual. La voluntad es la figura del sacrificio en el individuo, la transubstanciación de la misa su figura pública, cuyo carácter sobrenatural exige el sacrifico del intelecto en el altar de la fe. La voluntad es el agente de la espiritualización del complejo sacrificial, y la teoría cristiana del sacrificio es en el fondo una teoría de la voluntad, y también del espíritu, puesto que la voluntad —en la homología tradicional entre las potencias del alma y las Personas de la Trinidad— hace las veces de correlato psíquico del Espíritu Santo. El sacrificio eucarístico, por el que el pan se convierte en cuerpo de Cristo, lo que supone la aniquilación de la sustancia del pan, es homólogo al sacrificio del alma cristiana, por el que el hombre viejo muere y se convierte en el nuevo Adán. La conversión-sacrificio del acto sacramental es la figura litúrgica y pública de la conversión del alma a Dios, acto voluntario por el que queda anulada la voluntad propia y convertida en voluntad de Dios.

Utilizando un estudio de Rainer Warning, Poppenberg recuerda que los misterios de la tardía Edad Media renuevan, por sus pormenores feroces, el ritual del chivo expiatorio, y que invierten de este modo la orientación espiritualizante del progreso desde un sacrificio sangriento de la Cruz —cumplido una vez por todas— hacia un sacrificio eucarístico incruento. Los juegos de la Pasión supusieron una alternativa a la misa, porque repiten el ritual del chivo expiatorio divino no de manera conmemorativa sino literal. La repetición realista compite con el puro relato, pero la misa no es tampoco una pura conmemoración. La teología eucarística introduce una realidad espiritual con el concepto de la presencia real sacramental. La novedad de la ley nueva consiste en institucionalizar el cuerpo sacramental y hacer del sacramento como acción real el centro de la institución. En ello consiste el «progreso civilizador» de la teología eucarística. La misa como acción no es dramática en el sentido drástico de un rito arcaico, sino performativa y sacramental. Es lo que ponen en juego los autos a diferencia de los misterios medievales. Los autos se dejan entender como tentativa de no cejar en el progreso de civilización y de representar sin embargo realmente: desarrollar un drama mítico en una versión inseparable de su espiritualización ilustrada.

Después de analizar los grandes temas de la crítica coetánea del teatro como pompa diaboli, crítica apoyada por la autoridad de los Padres de la Iglesia, Poppenberg concluye que esta crítica fundamentalista, que quería excluir el teatro como impío, ignoraba el cambio de rumbo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. La santidad cristiana no es segregación; al igual que la Encarnación y la Eucaristía, produce la interferencia de las esferas opuestas: la interpenetración del cuerpo sacramental y de la figura material del pan, la pericoresis del Hijo de Dios y del Hijo del Hombre. La articulación paradójica de un Dios que muere abandonado por un Dios inmortal, la tensión contradictoria entre el bien y su antagonista, no son solamente base de la construcción dramática de los autos, son el espíritu de la Eucaristía y del Corpus Christi.

El auto sacramental llega a madurez en la obra de Calderón, en un momento histórico en que la escisión de la Cristiandad en los polos de la Reforma y la Contrarreforma queda definitivamente fijada. Por ello, cabe interpretarlo como un síntoma de crisis, junto con las Luces científicas y filosóficas que empiezan a emerger en los mismos años. Del mismo modo que la Eucaristía supone un culto que, sin repetir la realidad del sacrificio, tampoco se resigna a ser simulacro y espiritualidad pura y desencarnada, el auto obedece a la exigencia de no limitar el teatro a la superficie estética, de dar un correlato real a la literatura. Los debates sobre la licitud del teatro giran en torno a la realidad aparente del teatro y su capacidad de verdad. Contra la apariencia, Platón movilizó la filosofía y su discurso verdadero, sancionado por la muerte de Sócrates. El cristianismo plantea de modo similar la teología como discurso verdadero, refrendado por la muerte de Cristo y su presencia sacramental. Calderón, poeta moderno, acredita el valor de verdad de la poesía por el espíritu de la letra muerta, para salvar al teatro de ser pura fantasmagoría.

La idea, que queda así apuntada, de que lo que está en juego en los autos sacramentales es la verdad de la literatura, vertebra la cuarta y última parte del libro, «El auto sacramental en el contexto de los debates poetológicos del Siglo de Oro». Poppenberg estudia en este último apartado de su trabajo autos que desarrollan una problemática poetológica, como por ejemplo El sacro Parnaso, en que el argumento es una justa poética como figura de la disputa teológica; El divino Orfeo, construido sobre la figura de la Creación como poema y de Cristo como poeta y músico; el auto Sueños hay que verdad son, cuyo argumento es la historia bíblica de José, y en el que el sueño, «autor de representaciones» en las que coinciden ilusión y verdad, es asimilado al teatro; El verdadero dios Pan, que defiende la verdad de las «fábulas» paganas, comúnmente atribuidas a invenciones o ficciones poéticas y, por último, y con especial atención, El día mayor de los días, auto en que el protagonista es el personaje llamado Ingenio, representante alegórico del ingenio de mismo poeta creador de dramas eucarísticos, una obra cuyo contenido metapoético no deja lugar a dudas. 

En esta obra, el problema que atormenta al personaje llamado Ingenio, al que vemos forcejear con cuestiones y dudas a lo largo de gran parte del drama, es la estructura temporal del entero complejo de lucha y conversión. La «docta lección del Tiempo», segundo protagonista del auto, consiste para Ingenio, no en entender simplemente la conexión de figura y figurado, del grano de trigo —que tiene que morir para dar fruto— y de Cristo que debe morir para hacerse alimento de vida, sino en operar él mismo esta conexión, cuando por las palabras de la consagración el pan es convertido en cuerpo sacramental. El ingenio poético tiene su medida en la transubstanciación y en el sacrificio incruento, cuando con el tiempo se convierte en el agente de la conversión. El esquema del proceso de conversión en el tiempo es la alegoría, que corresponde en la lengua poética a la esperanza en la lengua teológica. El ingenio conoce mediante la duda que cuestiona; en ello consiste su naturaleza temporal, por la duda se aparta de sí mismo, y llega a convertirse en sí mismo. En el largo debate entre Ingenio y Noche, debate del ingenio con la sombra que proyecta su propia culpa, se enfrentan la interpretación literal del grano de trigo defendida por Noche, y la espiritual sostenida por Ingenio. Calderón hace de esta disputa el instrumento de la conexión alegórica de sentido y suprasentido, de modo que la culpa se revela como motor del conocimiento ingenioso y momento dinámico de la alegoría.

El análisis de El día mayor de los días (1678), una de las últimas obras de Calderón y la última analizada en el libro, desempeña pues un papel clave en la argumentación de Poppenberg porque este auto (una de las obras más enrevesadas y sutiles de su autor) pone en escena su estructura metateatral así como la constitución autorreferencial del ingenio. Autorreferencia (el día de los días) y metateatro se articulan mediante el personaje llamado Tiempo, que resulta ser a fin de cuentas la constitución del mundo como historia sagrada. El título de la obra se relaciona con la tautología implicada en la autorreferencia, que es lógicamente una articulación de lo mismo con lo mismo, pero que, al igual que esta tautología, engendra una plusvalía de sentido por medio de la operatividad alegórica. 

La dinámica autorreferencial aporta la energía o fuerza poética que da a la palabra su carácter de fundación como signum factitivum y al texto realidad y sustancia. Esta dinámica establece la función de verdad de la poesía como relación de lo alegórico a lo literal, del espíritu a su base material, de lo eterno a lo pasajero. El espíritu vivo adviene a sí mismo, haciendo su instrumento de la letra muerta, desde el momento en que se enfrenta con el mal y con la culpa. Por ello, la alegoría ingeniosa de Calderón tiene con frecuencia su punto de partida en lo satánico. La instancia del Mal se encarga de ofrecer un breve compendio de la historia sagrada, caracteriza de antemano el argumento de la obra, traza su propio boceto y se pone en escena a sí misma como teatro en el teatro. Con plena fe en la teodicea, o sea en la justicia divina, Calderón no pone obstáculos a lo diabólico, lo modera simplemente e intensifica por resistencia antiperistática la dramaturgia de la historia de la redención. El sistema de la antiperistasis mediante el cual la verdad se potencia con el error, y el bien con el mal, se escenifica mediante el teatro en el teatro que el diablo pone en marcha. El esquema recurrente de la autorreferencia es a fin de cuentas la relación de Dios y el diablo como autorreferencia de Dios a su fondo oscuro y el pacto diabólico figura la relación de la divinidad a sí misma.

Si Satán no es un segundo principio demiúrgico sino una cantidad derivada, desviada y deficiente, se vuelve la figura en la cual el principio único se relaciona consigo mismo como con su otro. De modo que la «mise en abyme» alegórica de los autos es una figura del antagonismo antiperistático, la relegación al abismo del diablo, abismo desde el cual inicia el proceso de la historia sagrada.

Gerhard Poppenberg concluye su libro afirmando que Calderón responde a la cuestión de la verdad de la poesía, denunciada como mentira por los censores eclesiásticos del teatro, exhibiendo el carácter poético de la verdad y su naturaleza alegórica. La vanidad y la devastación de lo diabólico son parte constitutiva de la verdad.



  Mercedes Blanco
de Criticón, Toulouse, 2004



 

1 comentario:

  1. La verdad que la idea que plantea Poppemberg es genial pero realmente debe haber sido muy dificil realizar un trabajo de investigacion tan minucioso como para poder recrear de manera veraz el auto sobre todo por la carta escrita a meriva que detalla tantas cosas en sus descripciones pero no se sabe si es autentica

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