—¡Eh, mira, Cissy!
Y todos miraron era un relámpago de calor pero Tommy lo vio
también detrás de los árboles junto a la iglesia, azul y luego verde y violeta.
—Son fuegos artificiales —dijo Cissy Caffrey.
Y todos bajaron corriendo por la playa para ver más allá de las
casas y la iglesia, haciendo jaleo, Edy con el cochecito con el nene Boardman
dentro y Cissy sujetando de la mano a Tommy y Jacky para que no se cayeran al
correr.
—Vamos allá, Gerty —gritó Cissy—. Son los fuegos artificiales de
la tómbola.
Pero Gerty permaneció inexorable. No tenía intenciones de estar a
su disposición. Si ellas querían correr como locas, ella podía seguir sentada
así que dijo que veía muy bien desde donde estaba. Los ojos que estaban
clavados en ella le hacían hormiguear las venas. Le miró un momento,
encontrando su mirada, y una luz la invadió. En aquel rostro había pasión al
rojo blanco, una pasión silenciosa como la tumba, que la había hecho suya. Al
fin quedaban solos sin las otras que cotillearan y comentaran y ella sabía que
podía confiar en él hasta la —muerte, constante, un hombre de ley, un hombre de
honor inflexible hasta la punta de los dedos. A él le vibraban las manos y la
cara: un temblor la invadió a ella. Gerty se echó muy atrás para mirar a lo
alto los fuegos artificiales y se cogió la rodilla entre las manos para no
caerse atrás al mirar y no había nadie que lo viera sino sólo él y cuando
reveló así del todo sus graciosas piernas, tan hermosamente formadas, tan
flexibles y delicadamente redondeadas, le pareció oír el jadeo de su corazón,
el ronco respirar de él, porque conocía la pasión de hombres así, de sangre
caliente, porque Bertha Supple se lo había contado una vez con mucho secreto y
le había hecho jurar que nunca lo diría de aquel caballero el huésped que
tenían en casa de la
Dirección de Zonas Superpobladas que tenía ilustraciones
recortadas de revistas con esas bailarinas de falditas cortas y patas por el
aire y dijo que a veces hacía en la cama algo no muy bonito que ya se puede
imaginar. Pero eso era completamente diferente de una cosa así porque había una
completa diferencia porque ella casi sentía como él le atraía la cara a la de
él y el primer contacto caliente de sus bellos labios. Además había absolución
con tal de que no se hiciera lo otro antes de estar casados y debería haber
mujeres curas que comprenderían sin que una lo dijera claro y Cissy Caffrey también
a veces tenía en los ojos ese aire soñador de sueños así, así que ella también,
vamos, y Winny Rippingham tan loca por las fotos de actores y además era por
culpa de esa otra cosa que venía de esa manera.
Y Jacky Caffrey gritó que miraran, que había otro y ella se echó
para atrás y las ligas eran azules haciendo juego por lo de la transparencia y
todos lo vieron y gritaron mira, mira ahí está y ella se echó atrás todavía más
para ver los fuegos artificiales y algo raro volaba por el aire, una cosa suave
de acá para allá, oscura. Y ella vio una larga bengala que subía por encima de
los árboles, arriba, arriba, y en el tenso silencio, todos estaban sin aliento
de la emoción mientras subía más y más y ella tuvo que echarse todavía más y
más atrás para seguirla con la mirada, arriba, arriba, casi perdiéndose de
vista, y tenía la cara invadida de un divino sofoco arrebatador de esforzarse
echándose atrás y él le vio también las otras cosas, bragas de batista, el
tejido que acaricia la piel, mejor que esas otras de pantalón, las verdes,
cuatro con once, porque eran blancas y ella le dejaba y vio que veía y luego
subía tan alto que se perdió de vista por un momento y ella temblaba por todo
el cuerpo de echarse tan atrás y él lo veía todo bien arriba por encima de la
rodilla que nadie jamás ni siquiera en el columpio ni vadeando con los pies en
el agua y a ella no le daba vergüenza y a él tampoco de mirar de ese modo sin
modestia porque él no podía resistir la visión de la prodigiosa revelación
ofrecida a medias como esas bailarinas de falditas cortas que se portaban tan
sin modestia delante de los caballeros qué miraban y él seguía mirando,
mirando. Ella habría deseado gritar hacia él con voz sofocada, extender sus
brazos níveos para que viniera, sentir sus labios en la blanca frente, el
clamar de un amor de muchacha, un gritito ahogado, arrancado de ella, ese grito
que corre a través de los siglos. Y entonces subió un cohete y pam un estallido
cegador y ¡Ah! luego estalló la bengala y hubo como un suspiro de ¡Ah! y todo
el mundo gritó ¡Ah! ¡Ah! en arrebatos y se desbordó de ella un torrente de
cabellos de oro en lluvia y se dispersaron y ¡Ah! eran todos como estrellas de
rocío verdoso cayendo con doradas ¡Ah qué bonito! ¡Ah qué tierno, dulce,
tierno!
Luego se disolvieron todos como rocío en el aire gris: todo quedó
en silencio. ¡Ah! Ella le lanzó una ojeada al echarse adelante rápidamente, una
pequeña ojeada patética de protesta lastimosa, de tímido reproche, bajo la cual
él se ruborizó como una muchacha. Él estaba recostado contra la roca de detrás.
Leopold Bloom (pues de él se trata) está quieto en silencio, con la cabeza
inclinada ante esos jóvenes ojos sin malicia. ¡Qué bruto había sido! ¿Otra vez
en eso? Le había llamado una hermosa alma inmaculada, a él, miserable, y ¿cómo
había respondido? Había sido un verdadero infame. ¡Él, él precisamente! Pero
había una infinita reserva de misericordia en aquellos ojos, una palabra de
perdón también para él aunque había errado y pecado y se había extraviado. ¿Lo
contaría eso una muchacha? No, mil veces no. Ese era el secreto entre los dos,
sólo de ellos, solos en la media luz que se escondía y no había quien lo
supiera ni lo contara sino el pequeño murciélago que volaba tan suavemente de
acá para allá, y los pequeños murciélagos no hablan.
James Joyce
Ulises, Capt. XIII
Versión de José María Valverde (1976)
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