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MUSEO DE REPRODUCCIONES (Ramón Gómez de la Serna)

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I


Sabía que iba a hacer una experiencia tremenda, pero quise apoderarme mejor de su alma en el Museo de Reproduc­ciones.

Avanzamos por la antesala llena de yesos como si entrásemos a amarnos en un cementerio, a saber si era verdad nuestra pasión en contraste con los mausoleos.

Tenían las estatuas un recuerdo oído -porque salieron de la oreja de molde, que recogió en su tímpano el recuerdo de la auténtica estatua- de las mañanas que presenció la estatua original en su lejano alcor.

¿Eran hijas de las otras? Y por ley de herencia entran en un fondo todos los misterios de la antigüedad, la misma sonri­sa, la misma idea de sus antepasados tal día de verano cuando todos son bañistas en el museo y tal día de invierno en que tienen la tristeza de lo esquelético, con esquele­to moldeado mórbidamente, esqueleto que es cuerpo y plástica de sus figuras. Resumiendo mi pensamiento, y para desconcertar a Olga, dije:

- Estas estatuas se hicieron con corsés de otras estatuas.

- ¿Con qué corsés? - me preguntó ella volviéndose a mí.

- Los moldes son como corsés en que están encerrados los relieves que después se juntaron.

- Por lo menos has podido decir peplos.

Las esculturas nos encubrían con sus gestos sonámbulos.

- Tienen algo de abuelos nuestros en la casa solariega.

Se hizo una pausa de yeso.

- De estas estatuas nacen muchos de esos niños que juegan al aro en los jardines.

- Son las amas de cría de los desilusiona­dos, tienen la leche condensada del mundo ido.

- Mira mi suegra.

- Menuda suegra... Nada menos que Agripina.

- Alguna me recuerda jardines en que jugué de niña.

- A mí, laberintos en que no me atrevía a entrar.

Se hizo otra pausa de nalgas blancas.

- Este es el único Sitio en que estamos como fuimos en las generaciones y reen­carnaciones pasadas.

- Se siente una gran tranquilidad, por­que parece que se entra en un pasado irreal... Todos esos torsos pueden ser o no ser verdad... ¿Resucitarán las estatuas?

- En ti están ya resucitadas.

Un carro triunfal con caballos quiso atropellarnos.

- La Pudicicia.

- Mírate en ella.

- Venus Esquilina... «Se encontraba en el lugar que en Esquilmo ocupaban los jardines de Mecenas.»

- Siempre abandonadas de ricos...

- Las estatuas dan ejemplo de grandes frentes...

- Frentes para la jaqueca... Nos refres­caría enmascararnos con ellas.

- Piensan en mausoleos.

- Y en modas que no podrán usar.

- Tienen la ropa tendida en la eternidad.

- Se han empolvado demasiado.

- Salen del baño de la muerte.

- Tienen alma de botijos.

Me la quedé mirando. Tenía el cinismo moderno, pero se había excedido con aquello del alma de botijos.

Polichinelas de nuestras almas, las esta­tuas imitaban un connubio en otro tiempo y con otros cuerpos. ¿Cómo nos metíamos en ellas? No era el brazo sino todo nuestro ser el que las levantaba en alto. Nuestro ectoplasma se introducía en un vacío y nos devolvía nuestros gritos a la orilla de un río lejano.

- ¡Eres tú!

- ¡Sí, soy yo!

Gritábamos como en ecos blancos y se nos hacían ojeras de decalados.

- Lo más curioso es que no se les resbale la falda.

- El médico de las termas les dejó parali­zados en este balneario para los que tienen el más terrible reúma articular.

- Murieron bicarbonatados.

- Se les pegó el mármol del baño.

- Siento el frío de las más frías sábanas.

- Se ve que no tiene objeto la inmorta­lidad.

Después de nuestras acostumbradas in­congruencias nos acercamos como resuci­tados y nos sentimos más blandos.

- Mira Sófocles.

Sófocles con sus papiros enrollados en un cubo, intentaba discurseamos.

- Antes, en vez de la carpeta intelectual, llevaban un cubo.

La amazona muerta se interpuso entre noSotros.

La llevé hasta Mausolo.

- Mira qué monumento hizo una viuda a su marido muerto... Eso es amor... y el original fue de mármol y tenía los brazos que le faltan y además un pedestal con relieves.

- Pero para eso era más alto que tú.

- No te creas eso... Lo agrandó su viuda hasta lo sobrenatural. El, probablemente, era pequeñito... Por él, por Mausolo, to­dos los monumentos fúnebres se llaman mausoleos.

- Mira, y además fue el inventor de los bigotes de cine.

El barco de nuestra visita sorteaba las sirtes escultóricas.

- Mira... De esta estatua no queda más que una sandalia y, sin embargo, se yergue entera...

Un sátiro blanco pasó saltando por en­tre nosotros.

- Sólo envidio sus senos.

- Son lo más falso de ellas... Ya sabes que los hacían con una copa... Los esculto­res siempre sedujeron a las mujeres mol­deando senos perfectos, su mayor envi­dia... Cuenta la Duncan que Rodín quiso sobornaría haciendo ante sus ojos un seno solitario, como una petición, como una anticipación...

Se había encendido el color de Olga y por eso no le conté que la Duncan es­tuvo arrepentida toda la vida de no ha­berse entregado al escultor en aquel mo­mento.

- Hypnos, el sueño... ¿Por qué tiene los ojos abiertos?

- Porque como más se sueña es así... ¿No sueño yo que te tengo y eres como la estatua que aún no es estatua siquiera?

- ¿Preferirías que fuese estatua?

- No es eso... Es que así me pertenece­rías parada... No te podrías desvanecer en cualquier momento.

- ¿Y no crees que lo mejor de estas figuras es lo que se desvaneció?

- Sí... Pero que no se sabe dónde está... Y ellas, están.

Una cabeza se interpuso.

- Rómulo parece un pobre de pedir limosna.

- Eso era, sino que canturreaba poemas mientras extendía la mano.

Triscando como dos chicos en una calle aparecieron Centauro y Eros.

- Debían limpiar las estatuas de yeso con una crema especial.

- Tienen la suciedad de haber retozado en el suelo... No les va mal eso.

- Ellos parecen boxeadores solos en el ring.

A veces aparecía la sombra de un bedel del museo, de esos bedeles que miran mucho el reloj para ver si ya se aproxima la hora de cerrar, bedeles que parecen guar­dar escondida la ropa interior de tantas estatuas, camisas y pantalones, en el antro de los pedestales.

Saben que nada se puede robar, que no hay rapto posible de las imágenes de yeso, que a lo más puede haber tentación de lápices que pinten pelos a las estatuas blancas, y por eso dejan solos a los visi­tantes.

- Son viudos ellos y viudas ellas.

- Pero casados en segundas nupcias unos con otros.

- Parece una sesión de espiritismo.

- Ya que no tenemos museo de figuras de cera tenemos museo de figuras de yeso...

Como un forero de penetraciones la llevé frente a la Psiquis, para que su alma humillase la cabeza.

- Ésta es la Psiquis y procede nada menos que de las ruinas del anfiteatro de Capua.

- Tiene el gesto del pudor del alma... Ante muchas preguntas tuyas he hecho yo ese gesto.

La Venus Capitolina se presentaba co­mo premio de belleza del pasado.

- Vuelve a ser el tipo ideal de hoy.

- Pues era el tipo al gusto del siglo tercero antes de Jesucristo.

Olga andaba desenvuelta frente a las estatuas, pero aún no había llegado el momento de las preguntas que me revela­sen su resistencia para el idilio a prueba de absurdos, esa prueba que si no pro­duce efecto es que no hay amor dura­dero ni seguridad del alma en la otra alma.

La llevé hacia el rincón del hermafrodi­ta, donde está vuelta de espaldas la más inquietante de las obras escultóricas.

El granuja del escultor hizo una mujer y sólo en un rincón de su cuerpo lo dotó de los atributos del hombre.

Olga, cuando la hube mostrado el jero­glífico, se volvió hacia mí como si la hubiese engañado y la hubiese hecho caer en la peor trampa de la vida.

Quedaron tambaleándose las estatuas y vi cómo ella salía del cepo arrastrando una imagen llena de contagio mortal.

La falsa mujer acostada en el almohadón teratológico ya no la engañaría más, pero había pasado como Eva por el haber mor­dido una nueva manzana.

Callada y como hostil varió de sala.

Estábamos en la sala de los fantasmas egipcios y de la entrada en el Nirvana.

- Aquí tienes a Sakya Muni, el funda­dor del Budismo, entrando en el Nirva­na.

- Me gusta esta manera de desaparecer en el sueño... Ni castigo, ni promesas... Sólo el Nirvana.

- Se parece a la galvana.

- No seas cafre, el Nirvana es lo más serio que existe... Es la palabra que más me ha conmovido siempre.

Sakya Muni, en el rincón de la pared, era como un ser que se difuminase en la nada, conforme con su muerte y sin ambiciones con el dormir eterno.

- Todos los bajorrelieves parecen entrar en el Nirvana.

- Y en los divanes también se entra en el Nirvana.

En aquella sala se podía estar poco, porque se iba uno por el hueco de la chimenea nirvanática.

Volvimos a la sala cuyo ventanal daba a la calle y donde se veía el contraste entre la realidad y el fondo de panteón del museo.

Daba aquel gran balcón a una escalera cegada a la que iban a parar los caballetes abandonados y parecía la fosa común de la desilusión de copiar del yeso.

- ¿Qué hay ahí?

- No te asomes que eso da mala pata... No lo podrías olvidar.

Olga, excitada por la curiosidad y cre­yendo que aquél era el rincón del herma­froditismo monstruoso, se asomó al vano con esqueletos de caballetes...

- No veo por qué no me podía asomar.

- Es que no sabes qué de renuncias al arte hay en todo eso y cómo esos chicos que abandonaron sus bártulos sufrieron el desengaño de las diosas pensando en la mujer...

- ¿Y esas cajas cerradas?

- Esos son los niños que vienen de París... Estatuas aún no embalsamadas... No miremos más, vámonos a las salas grandes...

Se nos interpuso un escriba. Le sor­teamos.

De nuevo un corredor largo en que poder hablar y esconderse.

Uno de los adolescentes que aún no se había desengañado del horror del carbon­cillo sobre el papel, dibujaba una Venus.

Miró a Olga como si copiase de ella la curva de las caderas y yo la empujé hacia otro sitio, porque como copista que fui en tiempos de recordatorios de la belleza del pasado, sabía que donde más corta el aire la belleza viva es en un Museo de Reproduc­ciones. ¡Que luchase el joven con el crimen de la carne y que supiese vencer a su víctima! ¡Víctimas prestadas no! ¡Que ca­da cual asesine a quien pueda y que sepa hacer que no grite la asesinada pidiendo auxilio!

Yo había llevado allí a Olga para luchar con los hombres desnudos y gallardos que eran la selección del pasado, para enfren­tarme con ella y que ella se enfrentase conmigo, para exigirle respuestas que lo mismo me daba que fuesen afirmativas o negativas, con tal de conocerla mejor, de saber si podía fiarme de ella en el mismo naufragio.

¿Tenía el tatuaje mío que mi ausencia podría volver venenoso? Sólo quería saber eso para yo ahondar el tatuaje de ella, que sólo con su ausencia se tornaría en morado veneno.

Así es la dedicación. ¿Estaba dedicada a mí?

Ante aquella revelación de la cama lu­nar, todas las estatuas, con el escalofrío de levantarse a orinar, esperaban que ella sintiese más el sí o el no.

- ¿Me vas queriendo más en medio de todo eso o me vas queriendo menos?

- Todo esto es cero en mi vida. No sé por qué le das tanta importancia.

- Porque esto es estar en una sala de operaciones.

- Una operación difícil en un instituto de belleza, pero yo me estaría operando siempre para ti.

- Algo de eso quería que me dijeses.

- Pues ya lo has oído... ¿Así es que me has querido probar entre tentaciones?

- No... Entre vaciados que es peor.

Quería vaciar tu alma y ver si dudabas...

- ¡Valiente experiencia!

Nos curaban de sentirnos morir como si pasásemos por salas de hospital en que los enfermos levantados a medio vestir, vivían la palidez postoperatoria de la que ya estaban muertos, aunque disfrutaban del ponerse en pie después de la postrer orina­ción.

Mascarillas de lo que fuimos, eran como un desprendimiento que dejábamos detrás de nosotros, como costra de un escayolado que sufrimos en el pasado para poder llevar ahora la espina dorsal bastante tiesa.

Cogí la mano de Olga para sentir la palma de fiebre que no engaña.

- Eres más bella que todas las estatuas del museo y eso es decirte algo... En un museo de pinturas eso no significaría nada porque hay muchas mujeres pintadas por el compromiso de su categoría, pero aquí no hay más que mujeres bellas.

Ella sonrió incrédula y nos apresuramos a salir a la calle, ansiosos de vida como si el idilio hubiera ganado su premio entre las escayolas.




II


Nos aficionamos a ir al Museo de Re­producciones como a un sitio que cocaini­zase nuestros huesos.

Sentíamos que en un Museo de Repro­ducciones se pueden decir palabras que no se pueden decir en las alcobas estu­cadas.

- A mí no me digas que a todas estas mujeres no se les ha hinchado la nariz en el entrecejo.

- Eso es lo griego.

- ¡Vaya una depilación que debían ha­cerse de mañanita!

- Están como después de un baño de siglos.

- Y no encuentran el albornoz.

- Mira a Artemisa...

- Tenía ganas de conocer a Artemisa, la lavandera de los dioses.

- No seas blasfema... Artemisa fue la hermana gemela de Apolo y la llamaban Feba la brillante, porque así como Apolo era el dios solar, Artemisa era la diosa lunar.

- A mí no me abrumes con mitologías... Odio la mitología como odio la muerte... Para mí ellos son futbolistas sin calzonci­llos y ellas bañistas en maillot blanco.

Estaba feliz y dicharachera.

- ¡Perlótida!

- ¿Por qué me llamas eso?

- Por lo bien que te van las perlas. El día era friolento.

- ¿Tiene esto calefacción?

- Sale de las propias entrañas... Aún les queda calor de la Hélade...

Nos detuvimos ante Livia, la mujer de Augusto.

- Quiero un traje como el de Livia.

- No seas liviana.

- Entonces seré libidinosa.

La miré enfurecido y seguimos la burla de las estatuas.

- Me gusta la mano de Septimio Se­vero...

La apreté el brazo.

- Algunos parecen estar leyendo un pe­riódico de la antigua Grecia.

Tuvimos una sorpresa ante una estatua que no habíamos visto otras veces, como una paseante del barrio de El Cerámico que hubiese recalado en el museo.

Nos acercamos al bedel y le pregun­tamos:

- ¿Esta estatua estaba ahí antes?

- Siempre ha estado en ese sitio.

- ¿Está usted seguro? -preguntó ella sin quererlo creer.

- La conoce mi plumero desde hace muchos años.

- ¿Pero tenía la misma cabeza? -volvió a preguntar ella.

- ¿Pero usted cree que aquí cambiamos la cabeza de las estatuas los días de muda?

Ante esas palabras ya un poco indigna­das del hombre, nos dirigimos a otros rincones.

- ¿En qué quedamos, crees en todo esto o no crees en ello?

- Soy iconoclasta a ratos y a ratos tiem­blo ante sus taburetes de madera como si fueran aras… Te traigo aquí porque sólo aquí quiero que me jures tu amor y de pronto me entra un delirio blasfemo...

Las mujeres egipcias aparecieron ante nosotros como encamisadas con una funda de almohada. El Nirvana nos amenazaba con tragarnos por su agujero.

- ¿Sabes también lo que aprendo aquí? Que tu alma alguna vez no ha sido mía... Te vendieron.

La satiriasis deambula por las salas de las reproducciones y es capaz de hacer parir gatos blancos a las estatuas.

También surgía el temor a veces de cosas desconmesuradas y extrañas como que se envenenase alguien con la aspirina mode­lada de las estatuas o con el luminal de la que representa el sueño.

A veces el bedel de la pipa buscaba detrás de las estatuas de nieve a alguien desmayado del dolor vano del yeso, a algu­na mendiga del pasado a los pies de un dios pagano.

- Patinando sobre todas las estatuas he llegado a ti... Pero ahora ten la seguri­dad de que estoy completamente a tu lado.

- ¿A mi lado? Mira cómo se burlan las estatuas.

- A ti te pone frenético este museo... No vamos a volver.

- No me digas eso... Yo no soy un cobarde y sé que aquí tiene que haber una revelación... Tenemos que hacer aquí pe­nitencia de tanto cine y tanta casa de té y de café como visitamos.

- Esto es cansado.

- Siempre se copia una postura distinta y dicen algo de la inutilidad del pasado...

Parecían enjabonados de arcaísmos, co­mo si brochas de otro tiempo les hubiesen dado mucha laca a todas y hubieran queda­do así.

- Son fantasmas de la peluquería del tiempo.

- ¿Pero tú estás loco?

- La loca eres tú que crees que todo esto es verdad, belleza griega, algo que no sea broma del yeso y jabón.

- Cada vez me acuerdo aquí más de cuando me dieron los baños fríos cuando el tifus... Me veo envuelta en una sábana a perpetuidad... Estos seres es que se que­daron ensabanados después del tifus que acabó con su vida...

La Musa escribiendo parecía apuntar las palabras de Olga.

- ¡Vámonos! ¡Vámonos! -exclamó co­mo sintiéndose mordida por el chucho.

- Quiero descifrar si me puedes aban­donar... Si me has de abandonar, abandó­name cuanto antes.

- Vamos a descifrar eso fuera, en la calle, frente a una tetera de panza caliente.

En realidad me sentía sobreexcitado y me daba cuenta que allí se descifraba el destino más que en casa de una echadora de cartas.

Salimos a la vida como si nos hubiesen dado de alta en un hospital y nos hubie­ran quitado los apósitos de escayola que nos habrían hecho parecer estatuas entre las estatuas...

  


III


La tormenta tempranera abatió el jardín y entonces se me ocurrió que nos refugiásemos en el Museo de Reproducciones.

Disputamos agriamente en el camino, porque ella no quería entrar.

Regañados se ven mejor las esculturas.

La primera parte sucedió en silencio y entramos de nuevo en el diálogo gracias a que ella dijo:

- Quisiera vivir en la época de Fidias.

- Pero conmigo.

- Sin ti...

Había sido dura su contestación. Se me había ido muy lejos en el tiempo, pero sus palabras significaban la paz.

La tormenta de fuera emblanquecía las figuras de dentro y las ponía nerviosas como si se acordasen de otra tormenta en los patios pompeyanos o atenienses.

Un relámpago podía ponerlas a todas en movimiento y el Discóbolo arrojaría su disco contra los cristales del ventanal.

Íbamos a verlas iluminarse como esas lámparas que viven una vez más después de fundidas.

Entre hacer vivir el amor en contraste con las alcahueterías de la vida, prefería aquel contraste con las reproducciones.

Lo verde, el deseo de mascar tranvías, el afán de hospedarse en pisos bajos, la locura de ser recién licenciados, la persistencia en hacer primeras comuniones y tomar el primer chocolate de novios, todo se hacía posible y se exaltaba en la crispadu­ra ortopédica del Museo de Reproduc­ciones.

Éramos como colegiales del primer co­legio escapados para amarnos al internado vigilante de la vida.

- Necesito una combinación.

- Pero con zócalo para que no se te trasparenten las piernas ahora que viene el verano.

- Eso que creas que son mis piernas las únicas que se ven en la ciudad...

- No, pero tú tienes unas rodillas que sacan la lengua al transeúnte.

La tormenta nos iba a teñir con sus aguas cárdenas que traían hojas de acacia en su riada.

Estábamos como dentro de un libro de esculturas, resguardados con el túnel del lomo de un gran tomo de enciclopedia, sintiendo en el alma el satinado de las estampas.

Olga estaba asustada de aquel contraste entre la tormenta y el mundo escondido en que vivíamos.

Se veían más que nunca las estatuas descabezadas y estábamos como ante los restos operatorios del pasado.

Estábamos solos en el museo con la responsabilidad de aquellos mutilados gloriosos, en una especie de colegio de sordomudos ciegos y a veces troncos sin más que tronco, los únicos troncos aún vivos sin tener cabeza.

La tormenta nos tenía metidos debajo de sus nubes como dentro de una red metálica.

Las estatuas nos enviaban efluvios, gases del más allá, síntomas arrasadores de muerte.

- Siempre se está muriendo de estatuas -dije yo para ver qué cara ponía.

- Por eso hay que huir de las estatuas y tú te empeñas en que acabemos aquí nuestros paseos... Me conviertes en una enfermera que no sabe qué hacer en este hospital de enyesados que esperan así la eternidad o la guerra.

- Quiero que tú las vivifiques a ellas o que ellas te vivifiquen a ti.

Aprovechando su miedo le dije:

- ¿Sabes un secreto? Las estatuas están locas... Viven en la muerte y en la vida y no saben nada ni de la muerte ni de la vida...

- Eso es un lío.

Olga pareció sonreír, pero en el fondo miró como a un manicomio aquel conjun­to de seres sin sangre que hacían gestos incongruentes y miraban a distinto lado y uno se creía Hermes y el otro Dionisios.

Un busto bifronte nos distrajo. Olga dijo:

- Me gustan estas cabezas en que dos amigos se reúnen o dos condiscípulos.

- Pero mejor sería -dije yo- que fue­sen dos amantes... De un lado tú y de otro yo.

- No ves que dos amantes no pueden estar de espaldas para siempre... Sólo la amistad permite esa postura. A nosotros nos tendrían que hacer como los fotógra­fos cuando reúnen por la sien a los enamo­rados.

- Mira, parece que oyen por una sola oreja... Pero no pueden dejar de ver la una la comedia y el otro la tragedia.

Se veía cómo las telas escultóricas busca­ban su moda en los pliegues y se veían las vírgulas que jamás se enderezarían.

- ¿Por qué no eres más pálida?

No me contestó. Sacó su borla de polvos y se embadurno sin sacudir el polvo.

- ¿Te parezco ahora bien?

Se había puesto blanca como la de Médicis.

Lo que tenía ella también de griego apareció súbitamente.

Sentí subir montes y saltar horizontes y cruzar mares en viaje a Grecia.

Entonces surgió súbitamente en mí la idea que había de hacer girar la realidad hacia lo irreal, toda la realidad movida como esa hornilla giratoria sobre la que se levantan las estatuas más copiadas por los dibujantes y que moviendo una palanca giran presentando al atleta o a la Venus en todas las posturas.

¿La cabeza de Olga no era la cabeza de una de las estatuas decapitadas?

Indudablemente lo que yo había ron­dado en aquellas confrontaciones del museo era apoderarme de esa certidum­bre.

Rumbosamente empolvada tomó el as­pecto de una cabeza de mujer eterna, que venía con sus sonrisas y sus zalemas de otra época.

Las cabezas perdidas de las estatuas no quedan hundidas en la tierra, sino que son cabezas de repuesto que van buscando sobre el tapial de las estatuas reunidas el sitio en que quedarse enclavadas.

Muchas veces ya, ante la mujer desnuda, había encontrado que la cabeza no perte­necía a su cuerpo.

¿Será que yo siempre he buscado muje­res con rostro de estatuas y lo que me atrajo en ellas fue lo que tenían de eter­nidad?

- ¿Pero por qué te has quedado tan callado?

- Olga, ¿no sientes la maternidad de las estatuas?

- ¡Yo qué tengo que ver con ellas!

- ¿No sientes que alguna podría ser tu madre?

- ¿Mi madre?

- Más... tú misma...

Olga se me quedó mirando desde su pa­sado, desde ese montículo al que se suben las mujeres para ver las cometas de la supo­sición delirante que lanzan los hombres.

Para horrorizarla y para ver qué cara ponía le dije:

- A una de las que no tienen cabeza pertenece la tuya.

Echó hacia atrás su melena y me miró como pudiera haber mirado al verdugo una guillotinada, a la que en un trastrueque instantáneo la hubiesen cortado y cambia­do la cabeza.

Después dirigió una mirada delirante alrededor y se detuvo en la imagen sentada en visita de siglos, con las manos sobre las piernas, pero sin cabeza.

Me volvió a mirar y con la boca seca me preguntó:

- ¿Por qué se te ha ocurrido pensar eso? Yo, viéndome precisado a disculparme de algo que la había enloquecido, fríamente dije:

- Te has empolvado tanto que ha pasa­do por mi imaginación esa absurda idea.

- ¿Y si queda en mí por casualidad? Siento en las sienes el frío de la neuralgia... Hay suposiciones que no se pueden hacer.

Volvió a mirar al mismo candelabro de pliegues sin cabeza y me dijo, cogiéndose a mi brazo:

- Vámonos... Ya ha pasado la tormenta. Pasamos por las salas de las momias de yeso, como saliendo de un temblor, lívido el rostro de ella y yo como aquejado de haber descubierto un engaño posible, la posible verdad del eterno femenino.

- La tormenta que pasa sin descargar se lleva una promesa incumplida.

Ella callaba como si en su cabeza de yeso vivo no hubiera contestaciones.

- Olga... no es para tanto...

Olga, con la cara hostil de los grandes enfados, miró el cielo como si la última nube rezagada se llevase su cabeza viva...

Para distraerla dije:

- Parecía que la tormenta se iba a comer la escarola de las acacias y todas están como si tal cosa.

Volviendo al tema de su enfado me dijo:

- No ves que si una estatua se mirase en una polvera quedaría convertida en mu­jer... Pues también una mujer que se mira en el espejo que es una estatua sin cabeza se queda convertida en estatua...

- Ya ha quedado eso atrás. No pienses más...

- ¡Y has sido ensañado!... Pues venías pensando eso hace tiempo y no te habías atrevido a decírmelo... Hay cosas que sólo se atreve uno a decir los días de tor­menta.

- No seas tonta... Se me ha ocurrido de pronto y ha sido un piropo, porque esas cabezas desaparecidas tenían toda la belle­za clásica...

- Y toda la muerte clásica.

- Vives porque te adoro...

- También se adora la belleza muerta.

- Vamos a un cinematógrafo. Una esta­tua no podría ver películas nunca.

- Las hijas de Loth se convirtieron en sal no porque hubiera en ellas más sal que en ningún otro ser humano, sino porque se lo dijo su padre...

La apreté la cintura aún estando en la calle y siendo ése un gesto que detiene toda la circulación, como el gesto del brazo del guardia cuando para el tráfico.

Su cabeza, con palideces de una tisis latente, su rostro eventual, habían adquiri­do la posibilidad de sonreír siempre y de traer la sonrisa de la caja de huesos del pasado. Exaltada por su idea fija me inte­rrogó con los ojos muy abiertos:

- ¿No te ha hecho temblar la suposición de que todo rostro y toda cabeza sean heredados? ¿No seremos nosotros seres de un Museo de Reproducciones que se pasean?

- Olvídate de lo que te he dicho.

- No puedo... No sé si he olvidado allí mi cabeza o si traigo otra que no es la mía.

- Vamos a tomarnos dos Amer Picon en el camino del cine.

- No, que me salen granos con el alcohol.

- Lo ves... Si te salen granos no eres estatua.

Entramos en el bar y al calor de las yerbas en alcohol remitió en Olga la fiebre blanca de la cabeza superpuesta.




IV


En el día atosigante de calor volvimos al museo como si todas las estatuas fuesen de helado y sintiésemos la necesidad de ba­ñarnos en los baños de mármol del tiempo enfriado en la remotidad.

El fenómeno de reencarnación se verifi­caba repentino al sonar el timbre de la puerta de entrada y dejando el calor y som­bras nos identificábamos con los seres blancos. No nos equivocábamos. Ella mu­jer y yo hombre.

- Las estatuas son fantasmas en conser­va -dijo ella como para envalentonarse al llegar a la sala en que la estatua desca­bezada esperaba su cabeza para ponér­sela.

Yo andaba con cuidado con ella, pues tenía un aire osado de venganza.

No se había resistido demasiado, pero había entrado a vengarse de aquel día, de aquella suposición que indudablemente volvió a ella muchos días al mirarse a los espejos, pero a la que no había vuelto a aludir.

Era más dueña del sitio y yo debía resignarme porque la había incitado a ser la dueña.

Yo no tenía que ver nada con aquellos seres, pero yo había tenido la indiscreción de revelarle a ella que por la ley de la belleza estaba cerca de aquellas creaciones del arte.

Andábamos por parejas de inmortali­dad, en las termas del verano.

- ¡Olga, no corras! -tuve que gritarle al ver cómo buscaba a sus parientes.

Su pelo castaño me consolaba de encon­trarla no estatua entre las estatuas.

Aristóteles meditaba.

Fidias se paseaba con la túnica inconsú­til del escultor muerto, sin representación entre sus estatuas, porque si bien al pintor le está permitido el autorretrato, al escul­tor no le está permitido ni su autobusto.

Estaba en la sombra de sus creaciones y temía yo que cogiese a Olga por su cuenta y restaurase con ella la estatua quebrada.

El copista, loco de copiar en vano muje­res desnudas, sacó la cabeza por su biombo y miró a Olga como si fuese lo que faltaba a la mujer sin cabeza que estaba co­piando...

Vi sus ojos de iluminado y para que Olga no viese aquella mirada que compro­baba mis augurios, la llamé con angustia:

- ¡Olga! ¡Olga!

Ella se volvió a mí como si me viese sobrecogido de arrepentimiento y me mi­ró como desde una columnata, con un desdén que no había conocido antes.

Lo que más ha impresionado siempre en las historias de coquetería de las mujeres y del transformismo que operan en ellas los afeites y los institutos de belleza, es la historia del estucado.

Nunca he sabido bien lo que es el estu­cado, pero Olga estaba como estucada entre aquellas matronas que habían trope­zado hasta con el complejo de Edipo.

- Mira, el amigo de Delfos. Guía un carro hacia el templo de la muerte... Para ver mejor el camino tiene los ojos va­ciados...

Olga le miró como si supiese su nombre y como si pudiese ir detrás de su pescante cogida a un hombro y flotando las puntas de su vestido al aire removido por la carrera. Tuvo tal familiaridad su mirada como la que sorprendemos en la mujer cuando saluda al chófer que ya la llevó otra vez por el mismo camino.

- ¡Si no hablas eres estatua! -le dije sin poderme contener.

Entornó los ojos como si los hubiese rayado en la comisura con el lápiz de la ira y siguió callando.

La bella Herculanesa pasó por encima de nosotros como siguiendo su rumbo de noble campesina.

- Mira la Venus de Milo, pide limosna en su rincón.

Ni la gracia la congraciaba conmigo.

Así como a la que es rusa le sale lo que tiene de rusa alguna vez, a Olga que aun con su nombre ruso no era rusa, le salía lo que tenía de griega que dejó que otro amante envenenase a su primer amante.

La conduje a la sala central donde la Victoria de Samotracia, no era más que un barco roto y encallado frente a la roca de los siglos.

En la sala central se pierden los mie­dos íntimos y se ve lo que de silo de de­tritus y de teatro sin vida tienen estos museos.

Al pie de la Victoria de Samotracia parecíamos náufragos que se hubiesen sal­vado en su bote salvavidas.

Por distraerla dije, apelando a la medici­na de las grandes anécdotas:

- La Victoria era la diosa más apreciada del pasado... Por eso una vez que cayó un rayo en el Templo de la Victoria y la rompió las alas, todo el pueblo salió despa­vorido creyendo que aquello significaba los peores augurios... Entonces Augusto, desde las gradas del templo, para salvar la situación, se dirigió al pueblo y le dijo:

«Conciudadanos, los dioses han cortado las alas a la Victoria para que ésta no pueda abandonarnos jamás».

Olga comentó mi historia diciendo des­pectivamente:

- Ya lo sabía.

Aquello me indigno:

- ¿De dónde lo sabías?

Sonrió con una sonrisa de contemporá­nea de la anécdota, como si la hubiese leído en la croniquilla de los periódicos de su tiempo.

Más encolerizado y ya un poco temblón de presagio, repetí mi pregunta:

- ¿De dónde lo sabías?

Olga volvió a sonreír flemáticamente y me preguntó a su vez:

- ¿Tanto interés tienes en saber dónde he sabido eso?

- Sí.

- Pues porque te lo he oído a ti otra vez...

Vencido por ella partí en menudos pe­dazos mi cólera, como una carta inútil y metí la cabeza tranquila entre las espu­mas de las túnicas caídas sobre las sanda­lias...

- Buena playa de veraneo -la dije.

- Sólo faltan sillones de tijera y lona -me repuso ella ya dentro de la frivolidad de nuestro tiempo.

- ¿Cómo pudo perder los dos y tan a cercén?

- Yo creo que a la Venus de Milo le cortaron los brazos para que los siglos pudieran tocarla sin resistencia.

- ¡Salaz! No puede abusarse así de las estatuas mancas.

Lo que se ve mirando tanto las estatuas, es que el modelo de seducción que es la mujer ha sido pensado mucho por el Crea­dor. No es una langosta que haya resultado seductora por casualidad...

- Lo que te digo es que las actrices cinematográficas tienen ya párpados de estatua.

- Se los pone la luz.

Quietos en aquel pozal del tiempo, esta­mos como peces fósiles mientras las esta­tuas eran las supervivientes, las vivas, las que estaban en pie sobre las rocas de la orilla.

Como huyendo de aquel estuario triste, buscamos los otros rincones, los ventila­dores de los senos redondos que se hicie­ron con las copas de champán del preté­rito.

Olga estaba en un día en que la mujer dice la sospecha que menos merecemos y que nos deja sobrecogidos y de mal talante para toda la vida.

Se le había quedado en la cara el agua de la toilette y su nariz tenía fuerza de nariz superpuesta.

Era ese momento iracundo en que pode­mos pensar: «Si nos hemos de quedar alguna vez sin esta mujer, ¿por qué no nos quedamos ya sin ella?».

Tenía algo de intrusa y parecía que habían tenido trato de celestinaje con ella aquellas compañeras. Dijeron que la acompañaban hasta el Templo de Apolo aquella mañana y ella torció sola por detrás del templo, hasta donde está la sombra erótica de la vida.

La irritación sorda que me impresiona­ba tenía que prorrumpir en disputa.

Yo dije «aquello» llevado por la fantasía, quizá dando con un secreto fatal de los atavismos, pero no merecía por eso tanta venganza.

Olga se había parado frente a Antinoo y lo miraba como con impertinentes.

Antinoo se dejaba mirar complacido, con esa cosa de rebeco puesto de manos que tienen los hombres representados des­nudos por la estatuaria.

- Parece que te gusta Antinoo. Antinoo, erguido, como fuente de amo­res, estaba ajeno a la escena de celos.

- Eres celoso hasta en un Museo de Reproducciones.

Sin embargo, aun después de mi obser­vación, volvió los ojos a Antinoo.

- Si te gusta te entregaría en holocausto al dios... No debía haber cosa más cómoda que dejar una mujer en holocausto a los dioses.

- Puedes dejarme cuando quieras, pero no a los dioses de yeso.

Irritaban las estatuas con la vida y la vida con las estatuas.

Yo quería armar la camorra de los yesos, gritar en aquellas alcobas esculpidas, for­zar un alma a la declaración.

- Tu Antinoo no lleva nada... Te espera solícito.

No seas majadero... Es un pastor que está ya en una estrella.

Antinoo vestido de pechera de frac de arriba abajo, tenía en grande la desfachatez disimulada de las reproducciones en pe­queño que hay sobre los ábacos de las chimeneas. Siempre me fueron indeseables -y se lo dije al pasajero- las mujeres que faltaban a todos con sus estatuas blancas y desnudas, como perritos complacientes para señoras muy caseras.

El que Olga estuviese con traje blanco me irritaba más, pues Antinoo parecía solazarse en su blanco.

- El verano acalora las estatuas... No mires tanto a tu Antinoo.

- Le miro porque puedo. ¿No me dijiste que tenía cabeza de estatua?

- ¿Entonces por qué me miras a mí?

- ¿Pero no has notado que las mujeres lo miramos todo?

- Estás demasiado sincera... Eres la mu­jer que no miente y por eso te odio en medio de todo lo que te amo.

- ¿Quieres que te diga entonces una sospecha? Que te indignas con mi predi­lección a Antinoo porque Antinoo te gus­ta... Eso es lo que hay en el fondo de tus celos...

Aquello me encolerizó sobremanera.

Nadie más indiferente que yo a todas las presencias y si alguna afición había sentido entre las estatuas había sido a la Venus Calipigia.

- Olga, eres una hetaira... Si no, no se te hubiera ocurrido nunca decirme eso... Sa­bes que no tengo el alma llena más que de indiferencia por todo el género humano y que no venero sino el amor porque es una sospecha de lo eterno...

Olga, como si se hubiese puesto de verdad su cabeza de estatua, indiferente a un solo hombre, emparentada con todos los engaños, con otra moral que yo pobre hombrecillo de los tranvías, me miró de arriba a abajo y me dijo:

- Permíteme que no te conteste.

Antinoo quedaba victorioso en la con­tienda y como esperanzado de poder aupar sobre su pedestal a la mujer con la cara dura de las estatuas, pobre en cariño para un solo hombre, pero rica en saludos y promesas para todos.

Olga pálida, como cuando salía del baño en que no se mojaba la cabeza, esperaba fija ante Antinoo la invitación a las orgías.

Cansado ya de la escena me agarré a la manivela que mueve la plataforma de las estatuas y como si fuese un guardagujas del destino, varié la vía de aquel desvío y Anti­noo quedó de espaldas.

Olga sonrió como si hubiera visto mi debilidad de rival y se burlase de mi co­bardía.

Yo le dije:

- No me importa tu desprecio... Lo que me importa es tu desamor.

Las esculturas reconocían en mí al mis­mo encolerizado de sus tiempos ante esa actitud de lunas muertas que tienen las mujeres, sabias en encontrar la insinuación que más duele, que menos verdad es.

- Te podías quedar aquí con las manos cruzadas sobre la mentira, haciendo re­des para cazar hombres, que es la labor que hacen vuestras manos cuando están quietas.

Olga se fue al salón del Nirvana por no oírme.

Se veía que no nos sentaba el clima del Museo de Reproducciones y no sé por qué chulería especial volvíamos allí. Todos aquellos seres blancos eran unos sinvergüenzas.

Como el amor, el verdadero amor presi­día mis disputas me inquietó de pronto que por esa afición a suicidarse que tienen las mujeres, para volverse al pasado o pos­tular puesto nuevo en el porvenir, se me­tiese en la ventana apaisada del Nirvana.

- ¡Olga! ¡Olga!

No estaba allí.

- ¡Olga! ¡Olga!

Me di cuenta de lo que de laberinto tenían los Museos de Reproducciones y cómo están hechos y preparados para ocultar a la mujer con quien se iba.

Como un idiota miré a las estatuas sentadas sin cabeza como si su cabeza pudiera sonreírme en el cuello guillotina­do, como si estuviera en una verbena y buscase esa superposición sobre las si­luetas preparadas para eso en las barracas de los fotógrafos de lo grotesco.

- ¡Olga! ¡Olga!

El silencio de las tumbas respondía a mi llamada. Se veía que todo podía ser silen­cioso y ausencia o sueño de Ariadna.

Si desaparecía para siempre me quedaría tranquilo sin su rostro de piedra, pero lo que me desesperaba era que iba a volver a aparecer aunque por de pronto estuviera desaparecida.

- ¡Olga! ¡Olga!

Sonreía demasiado cerca de mí. ¡Ya se podía haber ido a la Vía Appia de las peripatéticas!

- ¿Sabes el susto que me has dado?

- Por eso te perdono -me contestó ella.

Parece que la paz provisional vale más que el odio eterno y cogiéndola del brazo salimos una vez más del museo como después de otra experiencia letal. ¿Por qué habíamos vuelto otra vez a aquella casa de prostitución de las estatuas?




V


Después de esa tarde con Olga en el Museo de Reproducciones tuve una noche de mal sueño.

Se me apareció la Venus de Milo en sueños y tuvimos un diálogo largo en el que quise dilucidar muchas cosas en esa atmósfera incongruente de los sueños y de la vida.

La Venus de Milo erguida a los pies de mi cama, como el recuerdo de un crimen que no cometí, contestó mi largo cuestio­nario:

YO. - ¿Fue usted manca siempre?

ELLA. - No... Peinaba mis cabellos con mis propias manos y colocaba la fíbula en mi pecho para sostener la túnica...

YO. - Pero cómo la fijó el escultor.

ELLA. - En un gesto de naturalidad es­pontánea que no le podría explicar más que imitándolo con las manos que me faltan.

YO. - ¿Se miraba en un espejo de mano como han querido imitar algunos de los escultores que se atrevieron a restau­rarla?

ELLA. - Nada de eso... Hubiese corrom­pido la serenidad mañanera de mi apostura ese rasgo sobrante de coquetería.

YO. - Serenidad mañanera para todas las mañanas del mundo mientras no se trituren todas las cosas... ¿Y su pelo? ¿De qué color era su pelo? Es una cosa que les interesa ahora a las revistas cinematográ­ficas.

ELLA. - Pues diga usted que era castaño... Es el verdadero color pelo del pelo... Castaño claro... En Grecia eran muy raras las rubias... Es un color que aparece en las ciudades de después y sobre todo en las ciudades de ahora.

YO. - Usted comprenderá que era difícil apreciar eso en la blancura de su mármol.

ELLA. - En el mármol encanecemos para pasar con la ancianidad suficiente de un tiempo a otro... Empolvadas de siglos.

YO. - ¿Y cómo la sorprendió el artista en esa actitud?

ELLA. - Entonces no se había inventado el maillot de baño y el escultor quiso esculpirme saliendo del baño.

YO. - Señorita Milo era usted mujer de sandalias.

ELLA. - Por entre el cuero de las sanda­lias sonreían los dedos de los pies.

YO. - Ahora se vuelve al zapato casi abierto, pero sonríen sólo las medias de seda.

ELLA. - A todo se ha de volver... Noso­tras inventamos la moda ideal. Cada una era modista de su túnica... Según nos envolvíamos en nuestras sábanas azules. Así marcábamos la moda como el mejor sastre.

YO. - Señorita Milo... ¿Era usted actriz del anfiteatro?

ELLA. - No, era espectadora... Fui pre­mio de belleza en un concurso y entonces fue cuando el escultor quiso represen­tarme.

YO. - Señorita Milo...

ELLA. - ¿Por qué me llama señorita?

YO. - Porque es como ahora se llama a las muchachas solteras.

ELLA. - Pues no es así como me debe llamar. Yo fui casada con un marino que naufragó y muy joven resulté viuda... Llá­meme matrona.

YO. - Señora Milo, usted perdone, pero aun con su tipo matronil no me hubiera atrevido a llamarla señora... ¿Está usted satisfecha de bailar la jota de la inmortali­dad con sus muñones cortados en todos los pedestales posibles?

ELLA. - Me agrada... Pero lo único que no me ha gustado es que me hayan utili­zado algunos comerciantes para exhi­bir mis ortopedias de caucho. ¡Eso me indigna!

YO. - Quisiera aprovechar los momen­tos para preguntarle las cosas más difíci­les... No se encuentra a la esfinge muchas veces en la vida... ¿Resucitarán las esta­tuas?

ELLA. - Todas se bañaron en el mismo mar de que salieron.

YO. - Bien, Venus esfíngica, ahora dime algo por tu cuenta, que no obedezca a nin­guna pregunta.

ELLA. -Que las rosas color de carne mueren como sueños... Que las estrellas se esconden en los árboles durante el día... Que los domingos son el catafalco de las máquinas de escribir. Que la firma del viento decreta los días futuros.

YO. - Así había yo supuesto que habla­ban las esfinges. ¿Pero qué hay detrás de la puerta que da al misterio?

ELLA. - Otros que llaman para que la abran también.

YO. - Me deja confuso... ¿Eso quiere decir que el misterio no es más que una puerta, por un lado y por otro?

ELLA. - No puedo contestar a segun­das preguntas... Doy mi respuesta y basta.

YO. - Dime cosas inauditas. ¿Qué quie­ren los cisnes?

ELLA. - Morir estrangulados de amor.

YO. - ¿Qué hay en el más allá de los espejos?

ELLA. - Cipreses.

YO. - ¿Y no desea aparecer en la vi­da? ¿Ir a los cabarets y a los cinematógra­fos?

ELLA. - Me aburro mucho en mi sala solitaria del Louvre, pero me resarce estar en tantos sitios diferentes... Presencio his­torias de familia interesantes... Hasta me tiene en reproducción de yeso el presta­mista usurario.

YO. - Representa usted el arte levantán­dose sobre la cotidianidad de la vida... El alma blanca siempre incólume y erguida... No la contaminación ni las consultas tris­tes que hacen al doctor en medicina, ni la lectura de la escritura en casa del procu­rador...

ELLA. - La psiquis es más el espíritu que yo, pero es una escultura tímida... Yo afronto con más valentía las cosas.

YO. - Tiene algo de imagen de la Justi­cia, sin necesidad de tener la balanza en la mano... Es la sensatez que triunfa.

ELLA. - Basta de piropos... Tengo que volver a mi silencio... Una estatua se des­compondría si hablase demasiado... Ahora que nadie se entere de que he hablado.

YO. - Ya es tarde... Se ha enterado todo el mundo...

ELLA. - ¿Quiere alcanzarme mi bol­sillo?

YO. - Tome.

ELLA. - Un poco de rouge en los labios para poder pasar la calle sin desentonar... Ya esta... Adiós.

YO. - Adiós.

Después de eso desapareció de mi sueño de estatuas la Venus de Milo.






VI


Ya habían caído los yesos a los golpes del martillo del olvido.

Antinoo se me presentaba a veces cuan­do sacaba mi ropa interior del armario de luna y la Venus de Milo había vuelto a ser la diosa olvidada en la antesala de los usureros.

Un día se recibió por el correo interior una carta escrita a máquina que venía a nombre de Olga.

¿Quién había escrito aquella carta? ¿La había escrito yo y al venir por el correo, al serme devuelta por la vía postal, ya no era mía sino del firmante?

Olga la leyó sonriendo y me miró como si comprendiese la broma, pero con algo de soma en su sonrisa como si hubiese podido ser verdad la carta.

- ¿Quién te ha escrito?

- ¿Y a ti qué te importa? ¿Es que no voy a ser dueña ni de mi correspondencia?

- Quiero saber qué dice esa carta... Es demasiado larga para que yo deje de saber qué dice.

- ¡Pues no te la doy!

Con una artería indigna de mí salté sobre ella y le arrebaté la carta...

La leí en voz alta agravando más su envenenado texto:


«Mi adorada Olga: Estoy triste sin verte por el museo y más siendo otoño, que es cuando me podrías traer en tu sombrero la ofrenda de hojas caídas que es el encanto de nuestros plintos... ¿Tienes miedo de comprometer tu tranquilidad pequeño-burguesa viniendo a ver al que ya está por encima de todo, pero comprende el amor como un baile celestial?

Si una noche te quedases en el museo aprovechando la sombra en que se queda a la hora de cerrar, conocerías la molicie de las nubes.

Sentirías el frío de mi pecho pero te sentirás turbada por ese frío si mis brazos te aprietan contra mi frente y aprenderás tu blandura en mi dureza.

Te diré entre todas las estatuas sin cabeza a cuál pertenece la tuya y verás el cuerpo inmortal que echas de menos envuelto en guirnalda de flores que parecen conchas rotas.

Reconocerás así algo más que a tu her­mana o a tu madre, porque te reconocerás a ti misma tal como anduviste por los viñedos de hace siglos... Yo podré darte una uva de aquellas uvas y al paladearla lo recordarás todo, tus fíbulas y tu abanico.

Te enseñaré el secreto de la conversión en estatua y conocerás el escondite de lo aún no descubierto.

Tendrás la doble vista de las estatuas, que si bien ven el pasado pueden ver el porvenir.

Comprenderás nuestra dignidad y que somos los que nunca necesitamos para­guas.

Verás cómo se reanima lo que tenemos de fotografías de otros tiempos en playas enarenadas de un sol mejor.

Serás mía y de los otros dioses, porque no ha sido posible a ningún dios secunda­rio evitar la competencia de los grandes dioses. ¡Recurren a tales estratagemas!

Te divertirás con las transformaciones con que se disfrazan y un día será una planta, una liana amorosa la que te envol­verá y en ella palpitará Hércules o Mer­curio.

¿Y si le gustas a Júpiter? Podrás optar al cisne blanco y sabrás la postura de su pasión, la postura que ningún escultor ni ningún pintor acertó nunca.

Tendrás el oro de los dioses que cae en sus manos en forma de lluvia amonedada. Todo el oro que quieras para envolverte en todos los zorros azules que apetezcas.

Nuestro banco es el sol.

Sabrás hasta dónde puede subir una mujer y de dónde puede caer. Te dotare­mos de paracaídas y así lo mismo dará que sea desde muy alto de donde caigas.

Somos ya la pasión fría y si no recibirás besos, tampoco los sabrá dar tu cabeza de estatua restaurada. Lo único que no se descompondrá en ti el día que te descom­pongas toda. Porque servirá para que se encuentre al correr de los siglos lo que le faltó demasiado tiempo a las obras de Escopas que el día del juicio final de las estatuas deberá aparecer íntegra. ¡Ese día en que la Venus de Milo tendrá brazos!

Ven por aquí y conocerás el escalofrío de la estratosfera y la noche del jardín celestial. El yeso de tu cabeza te hará saber el ardor de tu carne.

No hagas caso a ese feligrés de museos que tienes a tu lado y te sorprenderá el ardor claro de las imágenes inmóviles.

El museo sin ti no tiene problemas. Ven. Tu cabeza es útil para todas las botellas de nuestro amor.

Adiós. Hasta pronto.

                                   Tu Antinoo. »

- ¡Vaya cartita! -exclamé después de haber acabado la lectura.

- ¿Te parece bien? -dijo ella con pro­funda tristeza y sus ojos se rasgaron como si una daga repentina los hubiera herido súbitamente de sien a sien.

- ¿Y si haciendo caso a Antinoo me quedase una noche en el museo? - me preguntó desafiadora.

- Te encontrarían... Vigila el museo el lebrel del yeso...

Pasó un temblor nervioso y blanco por su rostro, como si se hubiesen encendido en ella antiguas cicatrices.

Para consolarla le cogí una pierna y le dije acariciándola:

- Olvidemos las estatuas... A mi me gusta andar por los claros que quedan en los rotos de tus medias de gasa... ¡Las estatuas no tienen medias!

Como en venganza de lo que nos había hecho sufrir el Museo de Reproducciones nos abrazamos y al lanzar sobre el espejo esa mirada de reojo que teme testigos, vi a Antinoo ahorcado, colgando de esa triste cornisa de la Arquitectura hecha para el suicidio de la estatua.





Ramón Gómez de la Serna
Museo de reproducciones
(1940?)

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