[...] Desde que estoy en
América, esta luna eterna que desde niño ha sido tanto para mí (la novia, la
hermana, la madre, de mi romántica adolescencia, la mujer desnuda de mi
juventud, el desierto de yeso que la astronomía luego me definió) me trae en su
superficie la vista de España. Veo la luna como nuestra tierra, nuestro planeta
visto desde fuera, desde el saliente a la nada del desterrado para quien su
patria lejana hace lejano todo el mundo. Y en ella (la luna, la tierra, el
mundo, la bola del mundo) perfectamente definida en gris rojizo sobre blanco, la
hermosa figura de España. Ahora la luna no es la luna de otros tiempos de mi
vida, sino el espejo alto de mi España lejana. Ya no es más que un espejo. Ahora
la luna, al fin, me es de veras consoladora. Cuántas presencias muertas, vivas y
muertas me trae. No, ¿ya no se unirán nunca esos pedazos tuyos para ser tú, ya
el sol no te dará nunca en tu cara escueta, ya no se alzará tu mano fina y
fuerte a tu cabeza? Y tú, España, ahí siempre, allí enmedio de la tierra, el
planeta, con todo el mar, enmedio del mundo, exacta de lugar y forma, piel del
toro de Europa, locura y razón de Europa; España única, España para mí. Mi madre
viva, de quien yo lo aprendí todo, hablaba como toda España. Y España toda me
habla ahora a mí, desde lejos, como mi madre lejana. Mi madre muerta, desde
dentro de España, enterrada, es abono de la vida eterna e interna de España. Su
muerte viva. España, cómo te oigo al dormirme, despierto, desvelado, en sueños.
Los malos pies, estraños que te pisan la vida y la muerte, mi vida y mi muerte,
pasarán pisándote, España. Y entonces te incorporarás tú en la flor y el fruto
nuevos del futuro paraíso donde yo, vivo o muerto, viviré y moriré sin destierro
voluntario...
Qué bello el heroísmo del
hombre cultivado y sereno, qué feo el del hombre bruto y revuelto. [...] Bruto
revuelto que deja morir de cárcel a Julián Besteiro, el ecuánime, que caza al
hombre honrado y sensitivo que se refujia por necesidad en otro país y lo ahorca
o lo fusila, como los dictadores de España, los vengativos, a este bueno y
honrado Cipriano Rivas Cherif, entre otros que no conocí personalmente. Qué bien
se portó Rivas con nosotros en aquel agosto de l936. Gracias a su buen ánimo
jeneroso y a la libre comprensión y noble dilijencia de Manuel Azaña, pudimos
salir al aire más libre, entonces, del mundo, ya que en el de España, [...], nos
ahogábamos. No olvidaré nunca aquel salón amarillo con vistas a Guadarrama
humeante donde Azaña, sereno y sonriente, no parecía un preso; y con qué pena
dejé a algunos de los que dejé en Madrid, que hubiera querido llevarme conmigo.
Aquí tenéis, casticistas, la tan cacareada «reciedumbre» de España; Azaña muerto
de tristeza, Besteiro de ingratitud, Rivas de venganza, en nombre de lo
castizo.
Qué diferencia entre estos
hombres de alma pequeña y oscura que hoy pisan fuerte y hueco a España y el
General Mannerheim de los finlandeses [...]
Juan Ramón Jiménez
Tiempo (1941)
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