Archivo Barricada |
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I
Desde
el día en que me expulsaron del club padezco insomnios. La poca costumbre de
leer durante las altas horas de la noche hace que la compañía de los libros me
sea inoportuna. La mujer resulta un consuelo mediocre para los ambiciosos y más
si son, como yo, poco aficionados a los rodeos y circunloquios del placer. El
vino hace más desierta mi soledad, y la calle o los espectáculos me producen
una jaqueca de varios días. Me quedo solo en casa.
Desde mis ventanas - que dan al descampado -
suelo entretenerme en contar los farolillos de gas, en adivinar sus secretos,
alegría y dolores. Hay unos que palpitan como una mariposa que abre y cierra
las alas. Otros se quejan con un grito largo, inalterable. Otros se extinguen
de súbito, sin decir por qué y tienden entre las acacias una hamaca de sombra.
Desde el mirador logro un ver un palacio
blanco, que parece desierto. Cerrado y mudo, sus vidrieras devuelven
equivocadamente los reflejos de las estrellas.
Las palmas del trasnochador que llama al
sereno me sobresaltan, no sin darme cierta emoción de compañía que me alivia un
poco. El ruido de los cerrojos, el rechinar de las puertas, ocupan
completamente mi alma. Es hora en que se oye hasta el paso de los insectos, el
desperezarse de un élitro en la sombra, el crujido de una de esas diminutas
alas de cebolla, el diálogo entre la burbuja y la brizna.
Y mes a mes la frente pegada a los cristales,
casi pendiente de un hilo, como una araña - porque a un hilo siente reducida mi
vida -, miro saltar, sobre el tapete del horizonte, el as de oros de la luna.
II
No sabes jugar, como yo, a las constelaciones. El juego de las constelaciones
no requiere compañero ninguno, ni mozos de frac y calzón corto, ni candelero de
luz, que multiplican los espejos; ni tapices, ni nada; una pupila abierta en la
tierra y algunos millones en el cielo.
Y apostáis:
-
Apuesto diez duros a que ahora sale Aldebarán.
Y
no sale Aldaberán, porque lo que sale es la constelación del Boyero.
Y
apostáis:
-
¡Quinientas pesetas a las Siete Cabrillas! ¡Mil por los ojos de Santa Lucía! ¡A
Casiopea pongo cuatro mil!
Yo he llegado a deberle al cielo un buen pico;
me pareció que la luna barría y borraba todas las oncitas de oro del cielo en
medio segundo. Pero otro día gané la osa Mayor, Escorpión, Orión y muchas
estrellas de primera magnitud. Entre ellas el lucero del alba. Había luna nueva
y la mano opaca corría, subrepticia, por el firmamento, como una mano de
ladrón. El gallo nos avisó a tiempo y todos nos pusimos en salvo.
III
Pero ¡y la reina, aquella reina perdida! ¿Quién me la quitó de las manos? No de
ser yo quien proponga excusas, eso no. Pero - lo saben tal vez los espejos - yo
no fui quien la escabulló.
La llevo pintada sobre el corazón como una
afrenta.
Había
dos juegos e cartas completos: uno francés, otro español, estoy enteramente
seguro, puedo apostar mi vida. Yo, agotados los recursos, puse sobre la mesa el
reloj de oro y los valiosos gemelos. Y, con mi superstición habitual, me
dedique a escoger los palos, por razones que yo me entiendo: los oros, me dije
son los capitalistas; los bastos, los villanos; las copas, los industriales;
las espadas, los militares. Y ahora, a los reyes: David, Salomón, Alejandro,
Carlomagno... Y ahora, a las reinas: Nimo, Cleopatra...
Y me detuve, extático: frente a mí, a espaldas
de Urquijo, - que acababa de pedir otra botella más de champaña -, cubierto de
arreos resplandecientes y ferradas mallas resonantes, con mi espadón en forma
de cruz y calzado de guantelete guerrero: noble y encanecido; las barbas
velludas, el ademán entre altivo e irónico, el rey de Espadas - os lo aseguro -
apareció. Y alargó la mano, decidida, y nos arrebató una reina francesa...
¡Una reina que era mi novia! ¡La reina que yo
más quería!
Y
todas las estrellas del cielo me acecharán en vano y en vano me perseguirán los
trasgos de la noche. Porque yo nunca he de confesar el nombre de mi novia, ¡el
nombre de la reina Perdida!
Alfonso Reyes
de El plano oblicuo, 1920
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