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"Jugaron hasta la madrugada y lo perdió todo -todo lo que había traído consigo- a excepción de la impaciencia y una moneda que parecía de oro y que, al filo de la mañana, se puso a contemplar tumbado en la litera. No parecía disgustado ni extrañado de su mala suerte. A la noche siguiente desapareció de nuevo, enfundado en el mismo traje de confección de color claro, y no volvió al barracón sino al cabo de una semana, con el mismo aspecto fatigado, sucio y hosco, los bolsillos repletos de monedas y billetes arrugados, papeles escritos y doblados que leía con parsimonia y rompía en pedazos muy pequeños con un gesto de desdén, paquetes de chocolatinas que se derretían debajo de su litera, cadenetas y sortijas y relojes que vaciaba en la maleta con la ostensible negligencia de ese viajante que abre un fardo repleto de navajas, peines y maquinillas de afeitar ante un corro de cohibidos e indecisos paisanos. Volvió a perderlo todo en el curso de una noche, sin alterarse ni mudar el talante por ello; en cambio frenó su impaciencia y ganó en compostura. No parecía interrogarse sobre el cariz inmutable de su fortuna que le llevaba a perder, en una noche y sin una compensación, todo lo que traía de la casa de juego. Sin duda consideraba que ello entraba en el orden de las cosas del que él no tenía por qué ser beneficiario sino mero agente. Nunca levantó la menor protesta ni mencionó su mala suerte ni -lo que era más notable- trató jamás de retirarse del juego si le quedaba una moneda que perder. Solamente conservaba aquella hermosa moneda de oro, del tamaño de un reloj de bolsillo, que todas las noches, cuando se retiraba a su litera, contemplaba fascinado y le sacaba lustre con el pañuelo, tras echarle el aliento..."
Juan Benet
Volverás a Región, 1967
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