Cuando
murió el viejo y él vino a quedar jefe de la familia, no cambió la actitud ante
los acontecimientos nacionales. No tomaba
partido, no opinaba. Hacía sus negocios
y callaba.
Sin
embargo, las luchas del país tenían su vivo eco en aquella provincia
aislada. Como también se reflejaban los
combates y las protestas de las facciones del Nuevo Reino.
Cuando
no había guerra en un lado la había en el otro.
Se estaba en el borde de los dos países, como en una encrucijada. Iban y venían fugitivos e invasores en una danza sin término. Se sacaban las armas o se escondían. Salían por las madrugadas las montoneras de
la aventura hacia el otro lado o regresaban por las tardes los refugiados, los
heridos y los que venían en busca de asilo.
Hasta la próxima ocasión. Él estaba como en la roca de una confluencia
sintiendo pasar a su lado las turbias aguas de las dos corrientes.
En
la provincia se levantaban jefes locales que se proclamaban seguidores de algún
caudillo de la capital o de algún movimiento de fuerza que había debido ocurrir
en el lejano centro. Asaltaban las
autoridades del pueblo y lanzaban una proclama anunciando una nueva situación política
y llamando a las armas. Nunca quiso
seguirlos. Los veía pasar
taimadamente. Le hacían ofrecimientos y
promesas pero él se esquivaba.
Hasta
que apareció aquel Carmelo Prato que tanto iba a tener que ver con su destino.
Tenía
fama de temerario y leído. A golpes de
audacia en plena juventud se había destacado como un nuevo jefe. Andaba con los viejos liberales, pero hablaba
con un lenguaje encendido y violento de libertad y derechos.
Peláez
lo conoció en un dramático día de duelo y aflición. Uno de sus oficiales, Entrena, había caído en
combate. Era un mozo fornido, valiente y
seguro. Peláez lo había conocido desde
niño. Conversaba con él en sus
frecuentes visitas a Abejero. Alguna vez le había aconsejado: “Déjese de esas
cosas y póngase a trabajar su tierra”.
Entrena sonreía: “Eso es lo que hago hasta que el jefe Prato me llama”. Cada vez que se metía en una aventura, Prato
llamaba a Entrena y éste se presentaba prontamente, con su puñado de hombres, a
recibir las órdenes. Asaltando una aldea ocupada por el enemigo, cayó con el
pecho atravesado por un grueso plomo de fusil.
Lo
enterraron en el cementerio de Abejero.
Una cerca de piedra entre todas las demás cercas que rodeaban siembras
de cuesta de colina en cuesta de colina.
Entre aquellos montones de guijarros coronados por una cruz de madera
estaba abierta la fosa. Peláez hizo el
viaje para estar presente. Era un
pequeño grupo de gente silenciosa vestida de viejos trajes oscuros. Cuando el cura terminó su oficio e iban a
bajar el cajón al hueco, alguien dijo: “Esperemos un poco, que el general dijo
que vendría”. Aguardaron. Todo el paisaje era de paz y calma hasta los
lejanos montes azules que se metían en las nubes. Al rato llegó al trote un caballo, seguido de
otro jinete, un hombre menudo, de cerrada barba negra, ojos pequeños e
inquietos y gestos nerviosos. Era
Prato. Saltó a la tierra, saludó con un
gesto de la cabeza, se quitó el sombrero, se paró al borde de la fosa. Peláez estaba a su lado y lo observaba de
reojo. Rápidamente se desarrolló el
breve acto. Sobre la tierra fresca el
cura salpicó su agua bendita. En medio
del silencio Prato dijo: "Lo vengaremos”. Los asistentes se fueron
acercando a saludarlo. Fue entonces
cuando le presentaron a Peláez. Parecía
examinarlo a fondo. Luego dijo: “He oído
hablar de usted. Me gusta conocerlo Sepa
que aquí tiene un amigo”. Montó de nuevo y se fue con su acompañante por una
vereda que bajaba hacia el valle.
Peláez
regresó a La Boyera. Por el camino, al
paso mecido de la mula, pensaba en aquel hombre. En sus gestos, su mirada, sus sonoras
palabras. Tan distinto a todos los que
él conocía. En la casa de Natalia por la
tarde, hizo un breve comentario: “Conocí al general Prato”. Natalia tuvo un
gesto de extrañez: “¿Y usted no lo conocía?” Tardó en responder: “Pues no, no
lo conocía. Hasta hoy”. Mientras jugaba con el niño mayor veía y
reveía el rostro barbudo de Prato. Algo
tenía aquel hombre.
Arturo Uslar Pietri
Oficio de difuntos, 1976
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