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OFICIO DE DIFUNTOS (Artura Uslar Pietri)

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Cuando murió el viejo y él vino a quedar jefe de la familia, no cambió la actitud ante los acontecimientos nacionales.  No tomaba partido, no opinaba.  Hacía sus negocios y callaba.

Sin embargo, las luchas del país tenían su vivo eco en aquella provincia aislada.  Como también se reflejaban los combates y las protestas de las facciones del Nuevo Reino.

Cuando no había guerra en un lado la había en el otro.  Se estaba en el borde de los dos países, como en una encrucijada.  Iban y venían fugitivos  e invasores en una danza sin término.  Se sacaban las armas o se escondían.  Salían por las madrugadas las montoneras de la aventura hacia el otro lado o regresaban por las tardes los refugiados, los heridos y los que venían en busca de asilo.  Hasta la próxima ocasión. Él estaba como en la roca de una confluencia sintiendo pasar a su lado las turbias aguas de las dos corrientes.

En la provincia se levantaban jefes locales que se proclamaban seguidores de algún caudillo de la capital o de algún movimiento de fuerza que había debido ocurrir en el lejano centro.  Asaltaban las autoridades del pueblo y lanzaban una proclama anunciando una nueva situación política y llamando a las armas.  Nunca quiso seguirlos.  Los veía pasar taimadamente.  Le hacían ofrecimientos y promesas pero él se esquivaba.

Hasta que apareció aquel Carmelo Prato que tanto iba a tener que ver con su destino.

Tenía fama de temerario y leído.  A golpes de audacia en plena juventud se había destacado como un nuevo jefe.  Andaba con los viejos liberales, pero hablaba con un lenguaje encendido y violento de libertad y derechos.

Peláez lo conoció en un dramático día de duelo y aflición.  Uno de sus oficiales, Entrena, había caído en combate.  Era un mozo fornido, valiente y seguro.  Peláez lo había conocido desde niño.  Conversaba con él en sus frecuentes visitas a Abejero. Alguna vez le había aconsejado: “Déjese de esas cosas y póngase a trabajar su tierra”.  Entrena sonreía: “Eso es lo que hago hasta que el jefe Prato me llama”.  Cada vez que se metía en una aventura, Prato llamaba a Entrena y éste se presentaba prontamente, con su puñado de hombres, a recibir las órdenes. Asaltando una aldea ocupada por el enemigo, cayó con el pecho atravesado por un grueso plomo de fusil.

Lo enterraron en el cementerio de Abejero.  Una cerca de piedra entre todas las demás cercas que rodeaban siembras de cuesta de colina en cuesta de colina.  Entre aquellos montones de guijarros coronados por una cruz de madera estaba abierta la fosa.  Peláez hizo el viaje para estar presente.  Era un pequeño grupo de gente silenciosa vestida de viejos trajes oscuros.  Cuando el cura terminó su oficio e iban a bajar el cajón al hueco, alguien dijo: “Esperemos un poco, que el general dijo que vendría”.  Aguardaron.  Todo el paisaje era de paz y calma hasta los lejanos montes azules que se metían en las nubes.  Al rato llegó al trote un caballo, seguido de otro jinete, un hombre menudo, de cerrada barba negra, ojos pequeños e inquietos y gestos nerviosos.  Era Prato.  Saltó a la tierra, saludó con un gesto de la cabeza, se quitó el sombrero, se paró al borde de la fosa.  Peláez estaba a su lado y lo observaba de reojo.  Rápidamente se desarrolló el breve acto.  Sobre la tierra fresca el cura salpicó su agua bendita.  En medio del silencio Prato dijo: "Lo vengaremos”. Los asistentes se fueron acercando a saludarlo.  Fue entonces cuando le presentaron a Peláez.  Parecía examinarlo a fondo.  Luego dijo: “He oído hablar de usted.  Me gusta conocerlo Sepa que aquí tiene un amigo”. Montó de nuevo y se fue con su acompañante por una vereda que bajaba hacia el valle.

Peláez regresó a La Boyera.  Por el camino, al paso mecido de la mula, pensaba en aquel hombre.  En sus gestos, su mirada, sus sonoras palabras.  Tan distinto a todos los que él conocía.  En la casa de Natalia por la tarde, hizo un breve comentario: “Conocí al general Prato”. Natalia tuvo un gesto de extrañez: “¿Y usted no lo conocía?” Tardó en responder: “Pues no, no lo conocía.  Hasta hoy”.  Mientras jugaba con el niño mayor veía y reveía el rostro barbudo de Prato.  Algo tenía aquel hombre.



Arturo Uslar Pietri
Oficio de difuntos, 1976





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