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NADA (Carmen Laforet)

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¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada mepesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la universidad. Me pesaban como unacuadrada piedra gris en el cerebro.
 
El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados... Las hojaslacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad,como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredadaen las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo, me envolvía la tristeza.Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo ycerrar los ojos.

¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias incompletas,apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuraspara mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea... Y sin embargo,habían llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mispropios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía enel piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Ibadejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquellainesperada tristeza.

Cuando entré en la casa empezó a llover detrás de mí y la portera me lanzó un gran grito de avisopara que me limpiara los pies en el felpudo.

Todo el día había transcurrido como un sueño. Después de comer me senté, encogida, metidos lospies en unas grandes zapatillas de fieltro, junto al brasero de la abuela. Escuchaba el ruido de la lluvia. Los hilos del agua iban limpiando con su fuerza el polvo de los cristales del balcón. Primerohabían formado una capa pegajosa de cieno, ahora las gotas resbalaban libremente por la superficiebrillante y gris.

No tenía ganas de moverme ni de hacer nada, y por primera vez eché de menos uno de aquelloscigarrillos de Román. La abuelita vino a hacerme compañía. Vi que trataba de coser con sus torpes ytemblonas manos un trajecito del niño. Gloria llegó un rato después y empezó a charlar, con lasmanos cruzadas bajo la nuca. La abuelita hablaba también, como siempre, de los mismos temas. Eran hechos recientes, de la pasada guerra, y antiguos, de muchos años atrás, cuando sus hijos eran niños. En mi cabeza, un poco dolorida, se mezclaban las dos voces en una cantinela con fondo delluvia y me adormecían.


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Carmen Laforet
Nada,  1944


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