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LA MUJER HABITADA (Gioconda Belli)


  

La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y vital donde la resistencia ancestral del indígena al español se vincula a la rebelión femenina y a la insurgencia política de hoy.

Lavinia abandona la casa de sus padres para iniciar una vida de mujer independiente. Piensa que por fin empezará a escribir su historia.
Pero ignora que, junto con el amor, llegará la oportunidad de escribir La Historia. Una voz íntima que habita en su sangre la incita a unirse a los cazadores de utopías...

Gioconda Belli narra con poesía e inteligencia una historia tan antigua y apasionante como el mundo: el amor entre un hombre y una mujer, y la lucha de un pueblo por la libertad.

Nos introduce en una especia de realismo mágico, cuando descubrimos que Lavinia, mujer moderna, acomodada y cosmopolita es habitada por el espíritu de una indígena previamente reencarnada en un naranjo de su jardín.






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HEMOS LLEGADO AL DÍA. La fecha favorable para el combate, marcado por el signo "ce itzcuintli" "uno perro", consagrada al dios del fuego y del sol.

Antes de la llegada de los invasores, nosotros nunca íbamos a la guerra por sorpresa. Muchas embajadas enviaban nuestros calachunis a las tierras en disputa, para tratar de lograr acuerdos amigables. No sólo le dábamos al adversario tiempo suficiente para preparar la defensa, sino que incluso les proporcionábamos rodelas, macanas, arcos y flechas. Nuestras guerras obedecían a la voluntad de los dioses desde el origen del mundo, desde que las cuatrocientas serpientes de nubes olvidaron su misión de dar de comer y beber al sol. Las guerras se decidían a "juicio de los dioses" y por eso, era menester que su juicio no fuese falseado con enfrentamientos desiguales o enemigos atacados sin aviso.

Fueron los invasores los que impusieron nuevos códigos de guerra. Ellos eran arteros, engañosos. Las guerras que nos hicieron estaban profanadas de principio a fin. No respetaban las reglas más elementales. Nos dimos cuenta que a ese enemigo debíamos enfrentarlo de noche, agazapados, con argucias de ratón, quimichtin —los guerreros disfrazados que mandábamos a investigar a tierras enemigas— o en terrenos que sólo nosotros conocíamos y a donde los conducíamos haciendo relucir el teguizte, el metal dorado que les fascinaba.

Pero mucho han cambiado las artes de la guerra en el mundo trastocado de este tiempo. Los guerreros que rodean a Lavinia guardan silencio. No tienen chimailis para defenderse del fuego enemigo; olvidados están ya el atlatl, el arco y las flechas, los tlacochtli envenenados. Ellos no se preparan el cuerpo con aceite antes de la batalla y me imagino que, cuando se encuentren frente a frente con el enemigo, no ulularán los caracoles, ni sonarán los pitos de hueso su agudo chillido ensordecedor.

¡Ah! Pero qué digo, ¡qué recuerdo! Mis recuerdos son viejos aun para mí. Los invasores quebraron todas nuestras leyes. Ellos no se conformaban como nosotros, con posesionarse del templo más importante de la tierra enemiga, marcando así la derrota de su dios blanco y español, y la victoria de Huitzilopochtli. Arrasaban todo lo que encontraban a su paso.

Ellos no guardaban guerreros, como nosotros soldados invasores, para ofrecerlos en sacrificio, darles la muerte sagrada. Ellos mataban sin piedad o herraban a los cautivos como animales, como reses, para luego servirlos de comida a los perros o usarlos como bestias de carga. Los invasores no hacían, como era la costumbre, tregua con los vencedores o los vencidos, para establecer en armonía, después del fallo de los dioses, los tributos que debían entregarse a los victoriosos. Ellos simplemente se posesionaban de todos los bienes. No dejaban piedra sobre piedra.

Su guerra era total.

Su único dios, más fiero que todos los nuestros, más sanguinario.

Su calachuni, que llamaban "rey" era insaciable de taguizte.

Sólo el coraje nos quedó. Al final sólo el ardor de la sangre teníamos para oponerles.

Con ardor venció Yarince a la muerte. Buscó caparazones, las duras conchas refugio de los caracoles y se vistió de cal y piedra para enfrentar la múltiple soledad de las noches.

Muchos días erró aún, mientras yo dormía en mi morada de tierra, sentía sus pasos, inconfundibles entre las pisadas de los jaguares y los venados.

Hasta que lo cercaron los invasores. Y todo esto lo vi yo en un sueño. Se encaramó, puma, sobre las rocas y desde allí, desde la altura del monte, miró una única última vez, las cabelleras de los ríos, el cuerpo extendido de las selvas, el horizonte azul del mar, aquella tierra que había llamado suya, a la que había poseído.

"No me poseerán —gritó, a los barbudos que lo miraban asustados—. No se adueñarán de una sola brizna de este cuerpo."

"Iltzá!" —gritó, sacándome para siempre de mi sueño, y se lanzó al espacio, sobre las rocas que se encargaron dulcemente de dispersarlo. Jamás pudieron los conquistadores recuperar ni siquiera un vestigio de su cuerpo: esa tierra de mis cantares, territorio amado negándose para siempre al invasor.




Gioconda Belli
La mujer habitada, 1988


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la complejidad de las propuestas éticas en
La mujer habitada de Gioconda Belli

de Silvia Lorente-Murphy.
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