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"EVOCACIÓN" (Eugenio Vegas Latapié sobre Ramiro de Maeztu)

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Evocación. 'La obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es un fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla.' Así escribía Maeztu en las primeras páginas de su Acción Española, que sirven de 'preludio' al libro que hoy se reedita. La vida y la obra de Maeztu, por el contrario, son de una perfección clásica y de una verdad exacta. Profetizó su muerte asesinado por los sicarios de la anti-España y anunció la resurrección del Imperio superado en la Hispanidad, y hoy vislumbramos un amanecer imperial y lloramos su santa y ejemplar muerte de mártir a manos de la bestia roja. '¡Me matarán! ¡Me matarán! ¡Me doy por muerto! ¡Me pegarán cuatro tiros en una esquina! ¡Sí! ¡Sí! ¡Me matarán! ¡Me aplastarán como una chinche contra mi biblioteca!', oíamos repetir constantemente a don Ramiro sus amigos íntimos, y no una ni dos veces, sino constantemente, al correr [vi] los meses y los años de ese lustro apocalíptico, que se inicia con las torpes y sucias bacanales del 14 de abril de 1931 y remata y concluye con las matanzas y asesinatos en masa de la España roja, desenmascarada, por fin, en 1936. Tan convencido estaba Maeztu de que el odio de los marxistas y demás enemigos de Dios y de España no descansarían hasta haberle asesinado que, con la mente fija en el trance de su muerte tal y como lo presentía, nos repetía a sus íntimos: 'Yo temo ser cobarde y por eso todos los días pido a Dios que me dé alientos para morir, al menos, con dignidad.'

En enero de 1934, en una de aquellos banquetes de Acción Española, en los que se comía durante una hora y se hablaba o se oía hablar durante tres o cuatro, don Ramiro, con aquella oratoria tan suya de poseído, de iluminado, después de explicar sus esfuerzos prodigados en vano durante la Dictadura para convencer a los gobernantes de que la revolución se venía encima y que se aprestaran a vencerla dijo, textualmente: 'Esta fué mi lucha durante quince meses, hasta que un día la revolución se echó encima de nosotros. Mis compañeros prefirieron el destierro; yo, no; porque prefiero que me den cuatro tiros contra una pared, pero aquí he de morir. Mis espaldas no las han de ver nunca mis enemigos. Y entonces, un día, oímos aquello de uno, dos, tres, y las gentes en el Retiro y las multitudes soeces. Se nos ha dicho que esta ha sido una revolución pacífica: pacífica porque no se ha vertido sangre. ¡Pero si la sangre no vale lo que la hiel, lo que la injuria soez, lo que el sarcasmo, lo [vii] que el griterío de la masa desmandada! ¿No os habéis encontrado con un tropel de doscientas, trescientas o cuatrocientas personas insultando a vuestro jefe hereditario, y no habéis sentido la impotencia de ser uno solo y no poder arremeter con las doscientas, trescientas o cuatrocientas personas, y no habéis experimentado el deseo de que todo aquéllo os arrollara, porque es preferible que los cerdos pasen por encima de uno, por encima de su cadáver, que no seguir tolerando tantas bajezas, tantas ruindades, tantas cosas soeces, tanta barbarie?' 

Un día de marzo o de abril de 1936, otro glorioso mártir de la Nueva España, don Víctor Pradera, al regresar a su hogar, después de presidir una conferencia de la Sociedad cultural Acción Española, refiere a su esposa, que al encontrarse con Maeztu, éste le había dicho: 'Don Víctor, ¿cuándo nos asesinan a usted y a mí?' Hoy dos mujeres ceñidas con tocas de viudas, que en el silencio y el retiro lloran la muerte de estos precursores y maestros de la Nueva España, al encontrarse no podrán por menos de sentir un estremecimiento, al recordar el terrible vaticinio. 

La machaconería con que Maeztu repetía que moriría asesinado, llegaba, a veces, a ser tomada en broma por los más asiduos de aquella tertulia de la redacción de Acción Española, de la que don Ramiro fué uno de los pilares fundamentales desde su fundación. Era tal su cariño a la tertulia que, si algún rarísimo día había de faltar, se excusaba de antemano o telefoneaba. Su ingreso en las [viii] Academias de Ciencias Morales y de la Lengua, motivó que los martes y jueves, días en que celebraban sesión dichas Academias, llegase a nuestra tertulia a última hora, vestido con chaqueta ribeteada y comentando los temas y noticias de que allí se habían hecho eco. Pradera, era otro de los asiduos. Al evocar hoy el recuerdo de aquellas reuniones, de aquellas gentes y de aquellos sueños y temas que nos apasionaban, siento remordimientos por no haber sabido gozar, en su día, de tantos tesoros espirituales allí acumulados y de la compañía de aquellos hombres que, con su vida ejemplar, han conseguido incorporar sus nombres a la Historia. 

Aquel saloncito en que nos reuníamos, toma ante mi mente la categoría de lugar santo, nueva Covadonga de la España que amanece. Aquel salón viene a presentárseme como una catacumba del siglo XX, en que los futuros mártires se confortaban entre sí para afrontar, fieles a Dios y a España, el trance final; y también como tienda de campaña, en la que reunidos los jefes de la Cruzada en las vísperas de su iniciación, cambiaban consignas y forjaban planes y arengas. Los supervivientes de aquellos conjurados, recordarán la sonrisa enigmática de 'el Técnico' –nombre que dábamos a un jefe de Estado Mayor, principal enlace entre los generales Sanjurjo, Mola, Goded y Franco– cuando alguien se impacientaba por el retraso del Alzamiento. Y de las visitas rápidas y misteriosas de 'don Aníbal', pseudónimo con que, para evitar indiscreciones, se hacía anunciar Ramiro Ledesma Ramos, y los frecuentes telefonazos de 'don Paco', [ix] tras cuyo apacible nombre se ocultaba uno de los más prestigiosos jefes de la Dirección General de Seguridad, en relación constante con Jorge Vigón y otros conspiradores. 

En torno a don Ramiro y a don Víctor veíamos desfilar reiteradamente al general García de la Herrán, ex presidiario de San Miguel de los Reyes por el delito de haber, previsora y valientemente, intentado impedir, con el gloriosamente fracasado Movimiento del 10 de agosto, que se consumara la tragedia de España y que, fiel a sus ideales, había de morir heroicamente en los primeros días del Alzamiento Nacional, en la puerta de un cuartel por él sublevado, en Madrid; y a Paco Campillo, muerto hace un mes en el frente de Aragón; y a Barja de Quiroga, comandante de Estado Mayor retirado y abogado en ejercicio en la Coruña, asiduo concurrente cuando sus deberes le llevaban a Madrid, muerto el día 1.º del pasado enero en Teruel; y a Pepe Bertrán Güell, uno de los mejores paladines de la causa de España en Barcelona, muerto en el frente de Vizcaya; y a Francisco Valdés, el exquisito escritor extremeño, asesinado en Don Benito; y a Carlos Miralles, que a precio de vida había de defender Somosierra; y a José Vegas Latapie, teniente de Ingenieros, muerto en julio de 1936 defendiendo el Alto de León, siempre en busca de invitaciones para las conferencias más sonadas con destino a los oficiales del Regimiento de El Pardo, único Regimiento de Madrid que ha podido incorporarse a la Cruzada salvadora; y a Augusto Aguirre, capitán de Ingenieros, que en sus idas a Madrid [x] nos hablaba de fundar una filial de Acción Española en su apacible retiro de Villagarcía de Arosa, muerto al ser alcanzado por una bala, cuando volaba sobre la Ciudad Universitaria, luchando por el triunfo de nuestros comunes ideales; y al duque de Fernán Núñez, protector de la Revista, que de cuando en cuando iba a departir con nosotros y a brindarnos alguna iniciativa sobre propaganda, muerto el día de la Purísima, de 1936, en la Casa de Campo, donde se encontraba, a petición propia, como teniente de complemento; y al sabio benedictino P. Alcocer, y al académico jesuita P. García Villada, asesinados en Madrid, y a tantos y tantos otros; y, entre ellos, a esos estudiantes que permanecían silenciosamente absortos, oyendo a los maestros, para al poco tiempo convertirse ellos en maestros del supremo arte de ganar el Cielo con las armas en la mano en el Cuartel de la Montaña o asesinados por confesar a Cristo y a España. 

Recuerdo que a finales de diciembre de 1935, procedente de Berlín, donde a la sazón era corresponsal de ABC, llegó a Madrid Eugenio Montes. Su primera visita fué a la redacción de Acción Española, donde se encontró empeñados en doctas disquisiciones, en torno a Pradera y Maeztu, a Ernesto Giménez Caballero, Pedro Sáinz Rodríguez, Juan Antonio Ansaldo, José M.ª Pemán, el marqués de Quintanar, Alfonso García Valdecasas, Jorge Vigón, el marqués de la Eliseda, don Agustín González Amezúa y otras personas, algunas que no puedo mencionar por encontrarse aún [xi] en la zona roja, que sin concierto previo figuraban aquella noche en la tertulia. Y a la vista de aquel senado de figuras intelectuales de primera magnitud, perfectamente avenidas y hermanadas en comunes ideales, Eugenio Montes, que precisamente se reveló en la plenitud de su cultura y talento ante el gran público, en un banquete a Maeztu, en marzo de 1932, con ocasión de haberle sido conferido el premio Luca de Tena por el editorial de presentación de Acción Española, se felicitó públicamente de este hecho, que calificó de acontecimiento desconocido en los últimos ciento cincuenta años, en los que no había existido colectividad o agrupación con prestigio científico en condiciones de combatir y vencer a las que rendían pleito homenaje a los principios liberales y democráticos de la Revolución francesa. Balmes, Donoso Cortés, Menéndez y Pelayo, Nocedal, y Vázquez Mella habían vivido aislados, sin formar escuela ni encontrar en su torno un grupo de catedráticos, escritores, pensadores y poetas, que completasen sus estudios y continuasen sus campañas, cosa que con ritmo creciente estaba logrando Acción Española.

Contracorriente había nacido Acción Española; contracorriente, crecían las adhesiones a sus principios y con esta palabra agresiva y heroica de Contracorriente, tituló genéricamente Maeztu los artículos que, en colaboración regular, publicaba en la prensa de provincias. Y al marchar contracorriente Maeztu, y tras de él el grupo de escritores e intelectuales que le consideraban como su profeta y su Maestro, no se les ocultaba, en nada, lo [xii] terrible de la misión a cumplir y el riesgo probabilísimo de muerte a que se exponían. Fué en los primeros años de su siembra, dos meses antes del histórico 10 de agosto, cuando en el memorable banquete de la Cuesta de las Perdices, pronunció don Ramiro las siguientes austeras palabras, ayer objeto de retóricos aplausos y que hoy podrían esculpirse en las rocas graníticas de ese Escorial, por Maeztu aquel día evocado con el gotear no interrumpido de lágrimas de madres españolas que lloran desde hace dos años la ausencia de sus hijos, heroicamente caídos, en el reír de su juventud, por haber seguido el camino de espinas que el Maestro les señalara: 'Pero ahora –clamaba Maeztu– yo digo a los jóvenes de veinte años: venid con nosotros, porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor y del sacrificio; nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz.' Y en efecto, tras de cinco años de trabajar contracorriente, al coronar la cuesta arriba, sin tiempo para otear la tierra de promisión por él descrita, la prisión primero y la muerte después, consumaron la realización de sus enseñanzas y profecías y el estruendo de las balas asesinas fué el postrer bélico clamor de aprobación a una vida perfecta de apostolado y amor.

¡Hombre, de cualquier país que seas, que sientas correr por tus venas sangre española o que a España debas la integridad de tu fe religiosa! ¡Español de la Península, de América, de Filipinas o de cualquier otra región del mundo!: al adentrarte en la lectura de este libro, amor de los amores [xiii] de su autor, concede a cada frase y cada línea el valor y el sentido que a su verdad confiere la autoridad suprema de estar confirmado con sangre de mártir. Con emoción recuerdo la fe, la pasión y el amor que Maeztu puso en la obra que hoy se reimprime y que, capítulo a capítulo, fué escribiendo y corrigiendo a nuestra vista. La Defensa de la Hispanidad no es un mero producto de la erudición y del talento de su autor; es algo muy superior a todo eso; es una obra de amor ardiente, apasionado, que consigue suplir y superar a las frías abstracciones de la inteligencia. Yo he visto llorar a Maeztu leyendo la Salutación al Optimista, de su amigo Rubén. Nunca olvidaré aquellas lágrimas que comenzaron a brotar de los ojos de Maeztu al repetir las palabras proféticas: 
'...La alta virtud resucita
que a la hispana progenie hizo dueña de siglos.' 


lágrimas que habían de trocarse en cataratas y sollozos, que le obligaron a suspender la lectura al llegar a la invectiva:


'¿Quién será el pusilánime
que al vigor español niegue músculo
o que al alma española
juzgase áptera y ciega y tullida?'


El amor, la pasión, la decisión, el ímpetu, fueron las cualidades más destacadas en Maeztu. En su juventud amó y sostuvo algunos principios falsos, [xiv] aunque nunca sufrió extravío en su amor entrañable a España. Quizá durante algún tiempo fuera frío en alguna de sus convicciones, pero ese frío circunstancial se trocó, cuando recorrió su camino de Damasco, en una pasión y un fuego inextinguibles. En sus amores e ideales jamás fué tibio, que son a los que el Señor, en frase del Apocalipsis, vomitará de su boca. Un día del bienio Lerroux-Gil Robles, se presentó Maeztu en la habitual tertulia de Acción Española visiblemente excitado, refiriéndonos que, en el portal de su casa, se había encontrado con su antiguo amigo Pérez de Ayala, el perpetuo embajador de la República en Londres, y al saludarle éste y decirle que a ver si se veían para recordar tiempos pasados, él le había contestado: 'Mire usted, Pérez de Ayala, mientras usted crea que los que rezamos el Padre Nuestro somos unos idiotas, yo no tengo nada que decirle.'

Durante su etapa de diputado en las Cortes de 1933-1935, era seguro verle exasperado cuando algún diputado de significación nacional –monárquico o indiferentista– saludaba o departía con Indalecio Prieto u otros prohombres del marxismo. 'No se dan cuenta –decía– de que nos van a matar.' Un día interrumpe un discurso de Prieto, gritándole: 'Me doy por muerto.' 

Otro de los temas preferidos por don Ramiro era hacernos la apología de Hitler, considerándole como uno de los más grandes políticos que ha conocido la Historia por haber impedido, juntamente con Mussolini, que el comunismo destruyera todo [xv] lo que en el mundo existe de Cultura. Su entusiasmo por el Führer es muy anterior a la llegada del nacional-socialismo al Poder, siendo dignas de recordación, las violentas e interminables discusiones sostenidas por Maeztu, secundado por el general García de la Herrán, principalmente con Eugenio Montes, en los tiempos en que este eximio pensador aún no se había rendido a la evidencia de la grandeza del Führer. 

Quede para otros escritores la tarea ilustre de hacer una biografía de Maeztu desde su nacimiento en Vitoria, de madre inglesa, hasta su asesinato, en noviembre de 1936, pasando por su ida a Cuba, como soldado, a impedir la pérdida del último florón de nuestra corona imperial; sus quince años de estancia en Inglaterra, su matrimonio con inglesa, su regreso a la Patria para impedir el horror de que su hijo pronunciara el español con acento inglés; su embajada en Buenos Aires durante la Dictadura del general Primo de Rivera; su encarcelamiento en Madrid con ocasión del 10 de agosto, como presidente de Acción Española, y su detención y prisión en julio de 1936, con la referencia de las gestiones hechas inútilmente por las embajadas inglesa y argentina para arrancarle de las garras asesinas. Maeztu, como Calvo Sotelo, como Pradera, eran demasiado buenas presas para que los enemigos de Dios y de España las dejaran escapar.

Uno de los últimos recuerdos que conservo de Maeztu, es la felicitación calurosa que me expresó con ocasión del prólogo que, en junio de 1936, puse a la novela, de ambiente mejicano, titulada Hector, [xvi] en cuyo prólogo hacía un llamamiento a la guerra civil y una apología, en determinadas circunstancias, del atentado personal. 'Juan Manuel lo ha leído –me dijo don Ramiro– y le ha entusiasmado.' Y este Juan Manuel, que por primera y única vez sale citado como autoridad de labios de Maeztu, era su propio hijo único, de dieciocho años. Y es que en materias de honor, de virilidad y de dignidad nacional tenían, muy acertadamente, a los ojos de Maeztu, más autoridad los mozos que aún no contaban veinte años, que los miembros de las Academias por él frecuentadas. 

Un domingo de finales de junio de 1936 fuimos, el marqués de las Marismas, Jorge Vigón y yo, a acompañar al matrimonio Maeztu desde Madrid a La Granja, donde se proponían alquilar una casa en que pasar el verano. Apenas llegados al Real Sitio, don Ramiro encomendó a su señora la tarea de elegir casa y decidirse, mientras que él se iba con nosotros a dar un paseo por el magnífico parque. Fué el último día que paseé con él y nunca podré olvidar la interpretación revolucionaria que deducía de las fuentes, de las estatuas y de la ornamentación de los jardines. '¡No está aquí El Escorial! –decía–; esto es el siglo XVIII francés. Versailles. Ninfas. Pastores. Frutos. Naturalismo. Pero aquí nada habla de Dios. Esta ornamentación revela la mentalidad que se refleja en Rousseau y concluye en las matanzas de la Convención y el Terror.' Desde La Granja seguimos al secularizado monasterio cartujo de El Paular y después regresamos a la capital. Indecisiones providenciales de última hora, [xvii] hicieron que la familia Maeztu no tomase casa en La Granja y que el 19 de julio les sorprendiese en Madrid. 

La última impresión que respecto a mí tengo de Maeztu, consiste en un reproche agresivo e insistente que profería en la casa en que se encontraba oculto durante los primeros días del Movimiento y en la que fué detenido, diciendo que nunca me perdonaría el que yo no le hubiese avisado, pues su sitio no era estar escondido, sino en una trinchera, tirando tiros. No temía a la muerte, pero soñaba con tomar parte personal y directa en la Cruzada. No suspiraba por puestos, mercedes o prebendas, sino por el honor máximo de estar con un fusil en la trinchera. Maeztu daba al valor físico y personal un elevadísimo puesto en la jerarquía de los valores. Su desprecio a los cobardes, rayaba en lo superlativo. En el discurso del banquete de enero de 1934, dirigiéndose a las mujeres allí presentes, las dijo: 'Despreciad al hombre que no sea valiente; despreciad al hombre que no esté dispuesto a arriesgar su vida por la Santa Causa; despreciadlo, y ya veréis como los corderos se convierten en leones.' Tengo para mí la seguridad que, de haber estado don Ramiro en la zona nacional, no hubiera sido empresa fácil disuadirle de que con sus sesenta años cumplidos no tenía puesto en el frente. 

¿Cómo murió este atleta de la causa de Dios y de España? Se ignoran detalles; tan sólo se sabe que el día 7 de noviembre de 1936 salió de la cárcel en una de aquellas expediciones que jamás llegaron a su destino, y que en el momento de salir, [xviii] en pleno patio, delante de todo el mundo, se postró de rodillas a los pies de un sacerdote, compañero de cautiverio, y le dijo: 'Padre, absuélvame', recibiendo, viril y piadosamente, esa absolución que recuerda la de los antiguos cruzados antes de entrar en combate o la de los mártires, antes de salir a la arena del circo a ser destrozados por las fieras. Alguien dijo a sus familiares que habían visto en la Dirección de Seguridad la fotografía del cadáver de don Ramiro. La leyenda refiere que al ir a ser fusilado, encarándose con sus verdugos, les dijo: '¡Vosotros no sabéis por qué me matáis! ¡Yo sí sé por qué muero: porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!» El estilo de la frase es netamente del mártir. Si no la dijo físicamente, es bien seguro que la había pensado repetidas veces. 

La visión de Maeztu, profeta y maestro de la Nueva España, no puede borrársenos a los que cultivamos su intimidad. No hay ceremonia, desfile, victoria o sesión conmemorativa a que asistamos o en la que tomemos parte, en que no echemos de menos la presencia de Maeztu. 

Fué ese memorable 1.º de marzo de 1937 en que por vez primera llegaba a la España redimida un embajador del Rey Emperador de la Italia fascista, cuando José María Pemán, al describir, en inspirada poesía esa jornada de gloria, en la que volvió a haber Imperio en la Plaza Mayor de Salamanca, no pudo, en justicia, por menos de concluirla con los siguientes versos, que quiero utilizar [xix] como áureo broche y remate de estas páginas de evocación:

'Ramiro de Maeztu. 
Señor y Capitán de la Cruzada:
¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo,
que no pude encontrarte? ¿Dónde estabas?,
¡para haberte traído de la mano,
a las doce del día, bajo el cielo
de viento y nubes altas,
a ver, para reposo de tu eterna
inquietud, tu Verdad hecha ya Vida 
en la Plaza Mayor de Salamanca'»




Eugenio Vegas Latapié,
Evocación,
páginas v-xix
de la tercera edición de Ramiro de Maeztu,
Defensa de la Hispanidad, Valladolid 1938
 

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