Ariel, la parte noble y alada del espíritu (una
alusión tomada de La Tempestad, de Shakespeare) es utilizado por José
Enrique Rodó como una representación de las verdades objetivas de cualquier
época, una confianza en la prosperidad de la juventud de América Latina en "los
nuevos tiempos", es decir, aquellos que constantemente se avecinan. Asimismo es
la contraparte de Calibán (personaje también shakespeariano) que representa la
irracionalidad y la cercanía a las bajas pasiones de los hombres. Y es que José
Enrique Rodó tiene la convicción de que hablar a los jóvenes es una suerte de
“oratoria sagrada”, llena de un neoclasicismo idealizado, cuya máxima aspiración
radica en la orientación de la juventud hacia las sendas del bien. Un proyecto
de educación que se nutra principalmente del positivismo moderno y del
voluntarismo puesto en boga por Shopenhauer y Nietzsche.
Don Próspero, personaje que usa Rodó para dar
voz a sus meditaciones pedagógicas (y que asimismo es tomado del modelo del
hechicero sabio de la citada obra de Shakespeare), usa el término “juventud”
bañándolo con ciertos matices de abstracción, porque no se refiere solamente a
la juventud de un lugar específico, anclada en su patria del cono sur o
exclusivamente en su tiempo; sino a aquella juventud de América (latina, antes
que sajona) que en todo momento esté por traspasar los umbrales rumbo a la
madurez. Los induce a la unidad, a sortear las trampas de la excesiva
racionalidad o el abandono en el apasionamiento (males característicos de la
sociedad norteamericana, con su utilitarismo imparable), a buscar la libertad en
el día a día, y si acaso se carece de ella, insta a seguir las huellas de los
antiguos estoicos, quienes declaraban que aun en la esclavitud se puede
conservar la libertad del pensamiento.
El estilo de Rodó, inevitablemente recuerda la
manera en que se registraron los diálogos socráticos (aunque en este caso se
trate propiamente de un monólogo), cuya principal característica es la creación
de utopías sociales; es decir, la confianza en el porvenir sin descuidar el
pasado y el presente, tratando de conciliar antes que disolver nuestra
contradictoria identidad.
I
Aquella tarde, el viejo y venerado maestro, a quien solían llamar Próspero, por alusión al sabio mago de La Tempestad shakespeariana, se despedía de sus jóvenes discípulos, pasado un año de tareas, congregándolos una vez más a su alrededor.
Ya habían llegado a la amplia sala de estudio, en la que un gusto delicado y severo esmerábase por todas partes en honrar la noble presencia de los libros, fieles compañeros de Próspero. Dominaba en la sala —como numen de su ambiente sereno— un bronce primoroso, que figuraba al ARIEL de La Tempestad. Junto a este bronce, se sentaba habitualmente el maestro, y por ello le llamaban con el nombre del mago a quien sirve y favorece en el drama el fantástico personaje que había interpretado el escultor. Quizá en su enseñanza y su carácter había, para el nombre, una razón y un sentido más profundos.
Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, —el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida.
La estatua, de real arte, reproducía al genio aéreo en el instante en que, libertado por la magia de Próspero, va a lanzarse a los aires para desvanecerse en un lampo. Desplegadas las alas; suelta y flotante la leve vestidura, que la caricia de la luz en el bronce damasquinaba de oro; erguida la amplia frente; entreabiertos los labios por serena sonrisa, todo en la actitud de Ariel acusaba admirablemente el gracioso arranque del vuelo; y con inspiración dichosa, el arte que había dado firmeza escultural a su imagen había acertado a conservar en ella, al mismo tiempo, la apariencia seráfica y la levedad ideal.
Próspero acarició, meditando, la frente de la estatua; dispuso luego al grupo juvenil en torno suyo; y con su firme voz —voz magistral, que tenía para fijar la idea e insinuarse en las profundidades del espíritu, bien la esclarecedora penetración del rayo de luz, bien el golpe incisivo del cincel en el mármol, bien el toque impregnante del pincel en el lienzo o de la onda en la arena,—comenzó a decir, frente a una atención afectuosa:
II
Junto a la estatua que habéis visto presidir, cada tarde, nuestros coloquios de amigos, en los que he procurado despojar a la enseñanza de toda ingrata austeridad, voy a hablaros de nuevo, para que sea nuestra despedida como el sello estampado en un convenio de sentimientos y de ideas.
Invoco a ARIEL como mi numen. Quisiera para mi palabra la más suave y persuasiva unción que ella haya tenido jamás. Pienso que hablar a la juventud sobre nobles y elevados motivos, cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada. Pienso también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación.
(...)
VII
Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres. El es el héroe epónimo en la epopeya de la especie; él es el inmortal protagonista; desde que con su presencia inspiró los débiles esfuerzos de racionalidad del hombre prehistórico, cuando por primera vez dobló la frente oscura para labrar el pedernal o dibujar una grosera imagen en los huesos de reno; desde que con sus alas avivó la hoguera sagrada que el ario primitivo, progenitor de los pueblos civilizadores, amigo de la luz, encendía en el misterio de las selvas del Ganges, para forjar con su fuego divino el centro de la majestad humana, — hasta que, dentro ya de las razas superiores, se cierne deslumbrante sobre las almas que han extralimitado las cimas naturales de la humanidad; lo mismo sobre los héroes del pensamiento y el ensueño que sobre los de la acción y el sacrificio; lo mismo sobre Platón en el promontorio de Súnium que sobre San Francisco de Asís en la soledad de Monte Albernia. Su fuerza incontrastable tiene por impulso todo el movimiento ascendente de la vida. Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Calibán, proscripto por la barbarie vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar el «eterno estercolero de Job», Ariel resurge inmortalmente. Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. Su benéfico imperio alcanza a veces, aun a los que le niegan y le desconocen. El dirige a menudo las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran, como las otras, a la obra del bien. El cruzará la historia humana, entonando, como en el drama de Shakespeare, su canción melodiosa, para animar a los que trabajan y a los que luchan, hasta que el cumplimiento del plan ignorado a que obedece le permita — cual se liberta, en el drama, del servicio de Próspero, — romper su lazos materiales y volver para siempre al centro de su lumbre divina.
Aún más que para mi palabra, yo exijo de vosotros un dulce e indeleble recuerdo para mi estatua de Ariel. Yo quiero que la imagen leve y graciosa de este bronce se imprima desde ahora en la más segura intimidad de vuestro espíritu. Recuerdo que una vez que observaba el monetario de un museo, provocó mi atención en la leyenda de una vieja moneda la palabra Esperanza, medio borrada sobre la palidez decrépita del oro. Considerando la apagada inscripción, yo meditaba en la posible realidad de su influencia. ¿Quién sabe qué activa y noble parte sería justo atribuir, en la formulación del carácter y en la vida de algunas generaciones humanas, a ese lema sencillo actuando sobre los ánimos como una insistente sugestión? ¿Quién sabe cuántas vacilantes alegrías persistieron, cuántas generosas empresas maduraron, cuántos fatales propósitos se desvanecieron, al chocar las miradas con la palabra alentadora, impresa, como un gráfico grito, sobre el disco metálico que circuló de mano en mano?... Pueda la imagen de este bronce — troquelados vuestros corazones con ella — desempeñar en vuestra vida el mismo inaparente pero decisivo papel. Pueda ella, en las horas sin luz del desaliento, reanimar en vuestra conciencia el entusiasmo por el ideal vacilante, devolver a vuestro corazón el calor de la esperanza perdida. Afirmado primero en el baluarte de vuestra vida interior, Ariel se lanzará desde allí a la conquista de las almas. Yo le veo, en el porvenir, sonriéndoos con gratitud, desde lo alto, al sumergirse en la sombra vuestro espíritu. Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún, en los de aquellos a quienes daréis la vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que ¡la Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración!
José Enrique Rodó
Ariel
(1900)
(1900)
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La Filosofía de la Liberación en Latinoamérica
al finalizar el siglo XX
de Hans Schelkshorn
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