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PROBLEMAS DE PUNTUACIÓN ESTILÍSTICA (José Martínez de Sousa)

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5.4.3. PROBLEMAS DE PUNTUACIÓN ESTILÍSTICA.


No se puntúa hoy como hace cinco siglos, por poner un ejemplo. La evolución de la lengua, inapreciable a lo largo de una generación, pero activa sin duda de ningún tipo, afecta también a la manera de puntuar, como una consecuencia del cambio en la forma de construir el discurso. Construimos el lenguaje de manera distinta, lo entonamos y pronunciamos asimismo de otro modo, y en consecuencia también la puntuación varía.


5.4.3.1. El experimentalismo puntuario.
Polo (1974, 115-116) mantiene la teoría, que comparto, de que «no existe, en principio, ninguna puntuación literaria especial: existe un sistema de puntuación que es aprovechado, solo en parte, en las situaciones que nos plantean los temas y la intención anexa en lo que escribimos normalmente; y que pueden presentarse situaciones semático-prosódicas tan complejas en cualquier continuo del hablar -sea literario o no-, que, al traducirlo al sistema gráfico, nos veamos obligados a salirnos de la norma -porque la conocemos-, a llevar el sistema de representación gráfica más allá de lo usual». Y un poco más adelante: «De ahí que nos opongamos a una división, artificial, entre puntuación normal y puntuación literaria».
Sin embargo, esto no significa que la puntuación presente un modelo uniforme, de tal manera que no sea posible salirse de sus cauces. Muy al contrario, como hemos citado antes (§ 1), «cada autor puntúa a su modo», en palabras de Azorín. Josep M. Espinàs (l. cit.) dice que cada autor puede escribir de más de una manera: «Hay diversas soluciones para puntuar correctamente un mismo texto, pero hemos de saber que cada cambio de puntuación supone un matiz diferente de expresión».
Habría, pues, que preguntarse: ¿a qué responden entonces las heterodoxias gráficas y puntuarías a que algunos autores —y no precisamente noveles— se dedican con tanto afán? Me atrevo a suponer tres causas principales:


a)      como trasunto de peculiaridades de los personajes descritos: es obvio que una criada sin formación escolar se expresará de forma muy distinta que una persona formada, y en consecuencia puntuará en consonancia con su falta de conocimientos del código gráfico;  


b)      como expresión de unos ritmos de lectura que resulten convenientes en función del contexto;  


c)      como forma de superar lo que en un momento dado pueda considerarse terreno trillado y prosaico o bien desprecio de lo normativo para adentrarse en el laboratorio de la experimentación más o menos revolucionaria.
De este último aspecto tenemos varios ejemplos, pero no todos obedecen a las mismas motivaciones. Ferrater Mora, en 1971 (cit. Polo, 1974, 121-122), decía que «Por desgracia, algunos escritores parecen más preocupados por la puntuación (o la antipuntuación) de lo que sería de desear. Parece como si creyeran que el servirse mecánica y automáticamente de esos trucos basta para la creación literaria -un aspecto de la demasiado arraigada creencia de que con salirse de las normas, sin más, ya se consigue algo, un beneficio sustancial, es decir, algo “nuevo”, y de que la novedad, además, consiste en la “anormalidad”». Y dice más adelante: «Consideremos brevemente la segunda operación que algunos escritores ejecutan. Los aludidos se frotan las manos de gusto (“¡Qué bueno!, ¿no?”, “Miren (admiren) lo que hago”, “¡Cómo van a rabiar los maestros de escuela (y otros)!”) cuando juguetean con los tipógrafos: imprímase la página 39 al revés; la nota al pie de la página 101 se pondrá a la cabeza; no se busque la nota anunciada en la página 125 porque se ha omitido deliberadamente; desde las páginas 130 a la 138 se imprimirá el texto a dos columnas (no importa el orden); [...]». 
Carlos Barral, en un artículo publicado en Cuadernos para el Diálogo, titulado «Punto alto» (núm. 247, 21-27.1.1978), muestra su irritación tras la lectura de una novela solo puntuada con un punto seguido de minúscula en cada caso. «El joven autor candidato a editor -dice- hubiera forzado mucho menos la paciencia del lector editorial si se hubiera atenido a una convención innegablemente útil y francamente difícil de sustituir. [...] Me confieso [...] muy conservador y desconfiado de las revoluciones tipográficas que en lugar de acercar a una correcta lectura establecen la ambigüedad semántica como ley. Es cierto que en poesía el sistema de pausa no siempre corresponde al sintáctico y que a veces conviene señalar pausas no convencionales, no gramaticales, pero en esos casos es mejor coma de más que coma de menos. Incluso en buena prosa a veces es conveniente introducir comas de refuerzo, por ejemplo, antes de copulativa y después de una enumeración. El exceso de signos de puntuación no es necesariamente molesto al lector. La escasez o la utilización arbitraria, más bien sí». Barral se refiere seguidamente a que experimentos semejantes los ha visto en Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún, en la que en ciertos excursos solo aparecen los dos puntos como signo de puntuación, y atribuye este experimento a la influencia de las últimas novelas de Juan Goytisolo, «en las que de todos modos -dice- el experimentalismo en materia de puntuación[,] en tanto que forma parte de un intento más general de violación del lenguaje, parece menos injustificado». Y termina el autor tan largamente citado: «Una prosa complicada o no convencional [...] no gana nada con la desnaturalización de todas las pausas a través de una puntuación que no orienta al lector acerca de la estructura de la elocución y lo condena a respirar igual por una coma entre palabras yuxtapuestas y un punto y aparte de final y comienzo de discurso. La puntuación tal como la hemos heredado es hasta ahora el mejor apoyo de una lectura que se quiere orientar».
Miguel Delibes, en La hoja roja (Barcelona, Destino, 1975, cap. XVI), presenta una carta escrita por una criada con la «ortografía» que a esta corresponde. Toda la obra está puntuada canónicamente, excepto esta intervención.
El mismo Delibes, en Parábola del náufrago (Barcelona, Destino, 1969), utiliza una forma de puntuación que pudiéramos considerar metapuntuaria: escribe coma donde él pondría el signo coma, punto donde pondría punto, abrir paréntesis donde abriría este signo, etc. Sin embargo, se trata de un experimento incompleto, o cuando menos irregular, por cuanto también aparecen signos canónicos, y lugares donde nosotros pondríamos coma y no aparece ni el nombre ni el signo.
Cabrera Infante, en Tres tristes tigres (Barcelona, Seix Barral, 1969, 28 ss.), reproduce también una carta escrita por una persona sin formación ortográfica. El autor trata de imitar las cacografías de la persona que escribe mal su lengua, pero es en ello bastante irregular, y se advierte la artificiosidad de la grafía.
Caso distinto es el del escritor chileno afincado en España Mauricio Wacquez, en cuya obra titulada Paréntesis (Barcelona, Barral, 1975) no hay más signo de puntuación que la coma, aunque no desprecia el empleo de signos auxiliares como el menos o raya, la exclamación y la interrogación. La obra, por lo demás, aparece encerrada entre dos paréntesis, uno que la abre y otro que la cierra, con un solo punto al final, colocado después del paréntesis (aunque las normas establecen lo contrario: el punto, en este caso, ha de ir antes de cerrar el paréntesis).
También Camilo José Cela y Julio Cortázar han utilizado la experimentación puntuaria para crear nuevas formas de expresión.

José Martínez de Sousa
de “La puntuación”
Publicado en ACTA, Manual Formativo
(Organización Panamericana de la Salud, Bolivia)






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