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OCNOS (Luis Cernuda)

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Cosa tan natural era para Ocnos trenzar sus juncos
como para el asno comérselos. Podía dejar de trenzarlos, pero entonces,
¿a qué se dedicaría? Prefiere por eso trenzar los juncos,
para ocuparse en algo; y por eso se come el asno los juncos tenzados,
 aunque si no lo estuviesen habría de comérselos igualmente.
Es posible que así sepan mejor, o sean más sustanciosos.
Y pudiera decirse, hasta cierto punto,
que de este modo
Ocnos halla en su asno una manera de pasar el tiempo.

Goethe*

 
La poesía


En ocasiones, raramente, solía encenderse el salón al atardecer, y el sonido del piano llenaba la casa, acogiéndome cuando yo llegaba al pie de la escalera de mármol hueca y resonante, mientras el resplandor vago de la luz que se deslizaba allá arriba en la galería, me aparecía como un cuerpo impalpable, cálido y dorado, cuya alma fuese la música.

¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.

Así, en el sueño inconsciente del alma infantil, apareció ya el poder mágico que consuela la vida, y desde entonces así lo veo flotar ante mis ojos: tal aquel resplandor vago que yo veía dibujarse en la oscuridad, sacudiendo con su alma palpitante las notas cristalinas y puras de la melodía.

[...]




Belleza oculta


Pisaba Albanio ya el umbral de la adolescencia, e iba a dejar la casa donde había nacido, y hasta entonces vivido, por otra en las afueras de la ciudad. Era una tarde de marzo tibia y luminosa, visible ya la primavera en aroma, en halo, en inspiración, por el aire de aquel campo entonces casi solitario.

Estaba en la habitación aún vacía que había de ser la suya en la casa nueva, y a través de la ventana abierta las ráfagas de la brisa le traían el olor juvenil y puro de la naturaleza, enardeciendo la luz verde y áurea, acrecentando la fuerza de la tarde. Apoyado sobre el quicio de la ventana, nostálgico sin saber de qué, miró al campo largo rato.

Como en una intuición, más que en una percepción, por primera vez en su vida adivinó la hermosura de todo aquello que sus ojos contemplaban. Y con la visión de esa hermosura oculta se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento de soledad hasta entonces para él desconocido.

El peso del tesoro que la naturaleza le confiaba era demasiado para su sólo espíritu aún infantil, porque aquella riqueza parecía infundir en él una responsabilidad y un deber, y le asaltó el deseo de aliviarla con la comunicación de los otros. Mas luego un pudor extraño le retuvo, sellando sus labios, como si el precio de aquel don fuera la melancolía y aislamiento que lo acompañaban, condenándole a gozar y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable, que ahogaba su pecho y nublaba sus ojos de lágrimas.




La catedral y el río


Ir al atardecer a la catedral, cuando la gran nave armoniosa, honda y resonante, se adormecía tendidos sus brazos en cruz. Entre el altar mayor y el coro, una alfombra de terciopelo rojo y sordo absorbía el rumor de los pasos. Todo estaba sumido en penumbra, aunque la luz, penetrando aún por las vidrieras, dejara suspendida allá en la altura su cálida aureola. Cayendo de la bóveda como una catarata, el gran retablo era sólo una confusión de oros perdidos en la sombra. Y tras de las rejas, desde un lienzo oscuro como un sueño, emergían en alguna capilla blanca formas enérgicas y extáticas.

Comenzaba el órgano a preludiar vagamente, dilatándose luego su melodía hasta llenar las naves de voces poderosas, resonantes con el imperio de las trompetas que han de convocar a las almas en el día del juicio. Mas luego volvía a amansarse, depuesta su fuerza como una espada, y alentaba amoroso, descansando sobre el abismo de su cólera.

Por el coro se adelantaban silenciosamente, atravesando la nave hasta llegar a la escalinata del altar mayor, los oficiantes cubiertos de pesadas dalmáticas, precedidos de los monaguillos, niños de faz murillesca, vestidos de rojo y blanco, que conducían ciriales encendidos. Y tras ellos caminaban los seises, con su traje azul y plata, destocado el sombrerillo de plumas, que al llegar ante el altar colocarían sobre sus cabezas, iniciando entonces unos pasos de baile, entre seguidilla y minué, mientras en sus manos infantiles repicaban ligeras unas castañuelas.

*


Ir al atardecer junto al río de agua luminosa y tranquila, cuando el sol se iba poniendo entre leves cirros morados que orlaban la línea pura del horizonte. Siguiendo con rumbo contrario al agua, pasada ya la blanca fachada hermosamente clásica de la Caridad, unos murallones ocultaban la estación, el humo, el ruido, la fiebre de los hombres. Luego, en soledad de nuevo, el río era tan verde y misterioso como un espejo, copiando el cielo vasto, las acacias en flor, el declive arcilloso de las márgenes.

Unas risas juveniles turbaban al silencio, y allá en la orilla opuesta rasgaba el aire un relámpago seguido de un chapoteo del agua. Desnudos entre los troncos de la orilla, los cuerpos ágiles con un reflejo de bronce verde apenas oscurecido por el vello suave de la pubertad, unos muchachos estaban bañándose.

Se oía el silbido de un tren, el piar de un bando de golondrinas; luego otra vez renacía el silencio. La luz iba dejando vacío el cielo, sin perder éste apenas su color, claro como el de una turquesa. Y el croar irónico de las ranas llegaba a punto, para cortar la exaltación que en el alma levantaban la calma del lugar, la gracia de la juventud y la hermosura de la hora.



Luis Cernuda
 Ocnos (1949)


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Luis Cernunda en

* Ir al estudio de Luis Maristany
Entorno cultural y significación de un título: Ocnos
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