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Juan Goytisolo ha visto reeditada recientemente una de sus obras ensayísticas mejores y más representativas, El furgón de cola (Seix-Barral). Su interés por la obra de Valente es, en gran medida, el fruto de un horizonte intelectual que lo emparenta con el autor de El fulgor.
La manifestación de un gran poeta, esa flor más bien rara, origina una secuencia de fenómenos de intensidad y duración variables: provoca, como un cambio climático, la emergencia de una nueva especie de críticos-poetas y de poetas-críticos en virtud de los desafíos que plantea.
La obra de José Ángel Valente, especialmente la de las tres últimas décadas, ha creado un espacio en nuestras letras al que sería inútil acercarse con los herrumbrosos pertrechos de la crítica al uso. Quienes intentan agruparla en conjuntos generacionales o medirla con el rasero de un discurso tan vacuo como reiterativo se condenan a no entenderla. El lenguaje poético engendra su propio lenguaje crítico. Éste no puede ser el mismo para San Juan de la Cruz que para Góngora, puestos a citar un ejemplo claro respecto a dos de los mayores poetas de nuestra lengua.
Es sumamente aguijador seguir paso a paso, de libro en libro, la construcción del mundo poético de Valente. No se trata de un crecimiento previsible ni de una prolongación de la obra ya hecha. Cada una de sus estaciones o lances crea un ámbito de reflexión e impone al lector la aventura de adentrarse en una terra incognita en la que deberá acampar, con levedad y sigilo, para examinarla con detenimiento. El autor nos ayuda a ello pues, paralelamente a la extensión y acotación de su campo poético, abre un espacio cognitivo que sirve de fundamento y fulcro a su fuerza genésica. La piedra y el centro y Variaciones sobre el pájaro y la red muestran la cuidadosa apropiación por Valente no sólo de la propia tradición —la de Teresa de Ávila, Juan de la Cruz y Miguel de Molinos, a quienes rescata, en unas páginas luminosas, de las empobrecedoras lecturas ideológico-religiosas y disquisiciones escolásticas—, sino también de la del Maestro Eckhard, la Cábala, la mística hindú y el sufismo árabe e iranio, así como su hermandad en el desamparo con unos pocos poetas contemporáneos afines y cuyo desarraigo comparte.
Esta apertura hacia otras culturas y afán de conocimientos, insólitos en un país como el nuestro —tradicionalmente ovillado sobre sí mismo y en el que el poeta o novelista que triunfa se limita a la lectura de quienes imitan conforme a lo que Antonio Saura denominaba "el hipo de la moda"—, es la de un español de otra manera, exiliado cultural de la dictadura franquista y aireado por su larga estancia en el extranjero. Inútil precisar que dicha curiosidad intelectual y amplitud de miras suelen ser juzgadas de forma negativa por la tribu castiza y una oficialidad reglamentadora de cauces, normas y parámetros. La pregunta que se formulaba sotto voce y con tono desabrido —"¿Por qué se toma a ése por poeta judío?"— es perfectamente simétrica al "¿A qué viene ese interés suyo por el mundo árabe?" con la que me han obsequiado también, con diferentes grados de agresividad, algunos de mis paisanos.
Contemplemos, aunque sea brevemente, el actual panorama poético tal como lo bosquejan los presentes y futuros programadores culturales. La desdichada y en verdad inexperta poesía de la experiencia abarca a una pléyade de autores, cuyos versos mediocres y a menudo zafios son proclamados obras maestras o buques "insignia de la Armada poética" (empleo la fórmula acuñada por un célebre crítico-estrella referente a unos versos que harían enrojecer de vergüenza al versificador más novato o humilde en cualquier otro país). Una reciente antología de la poesía de los últimos veinte años es un ejemplo elocuente del jibarismo que medra en nuestro Parnaso, un jibarismo bastante similar, dicho sea entre paréntesis, al de los panoramas o cineramas de los que se mofaba con razón Luis Cernuda. Si entre los bardos agavillados por el segador de turno hay algunos poetas, la mayoría de ellos no lo son: su lenguaje, meramente instrumental, no ha pasado por la indispensable alquitara que lo destile y transmute en un verbo radicalmente distinto. Si en la agrupación amañada por el antólogo no caben autores como Sánchez Robayna, Gamoneda, Masoliver Ródenas, Juan Malpartida —cito tan sólo los nombres que acuden a mi memoria— ni revistas minoritarias pero aguijadoras como Paradiso o Solaria, ¿cómo encajar entonces una obra de las características de No amanece el cantor en una perspectiva tan reductiva y yerma? La incompatibilidad de su lenguaje con el discurso de los reseñadores profesionales no puede ser más tajante. Ambos se excluyen recíprocamente y no admiten el menor grado de permeabilidad.
Digámoslo bien alto: la ejemplaridad de Valente estriba en su busca señera del verbo, en la decantación de una palabra-materia que aspira a la palabra total. Su modelo, en la ingravidez y excepcionalidad, fue San Juan de la Cruz. Ningún autor de nuestra lengua ha llevado más lejos, cito a Valente, "la fulgurante encarnación de la palabra". Como él, el autor de Fragmentos de un libro futuro se propuso alcanzar la radicalidad última que preludia el silencio. Sabía —vuelvo a citarle— que "no hay experiencia espiritual sin complicidad de lo corpóreo". Y mientras multiplicaba sus fructíferas calas en el territorio de la mística cristiana y judía, musulmana e hindú, al margen de las modas y corrientes literarias del día —sabedor, como mi amigo Jean Genet, de que "la soledad de los muertos es nuestra gloria más segura"—, consiguió el preciso don del verbo que "se sitúa entre el silencio y la locuacidad".
Decía antes que toda obra poética genera una obra crítica de rigor condigno. La de Valente ha propiciado el desenvolvimiento de una reflexión literaria hasta ahora escasa en España. Pienso en los ensayos de Nicanor Vélez Ortiz o de Florentino Martino, en los textos reunidos en el número de La Rosa Cúbica dedicado a su labor. Sin ésta, esa reflexión tan necesaria para la pervivencia y buena salud de nuestra cultura quizá no existiría: una razón aun para agradecer su influjo seminal en sus lectores y el ámbito de la palabra poética.
La intransigencia literaria de Valente con la simonía del don y el afán de hacer carrera nos obliga a medirnos con ella. Imposible hojear las páginas de su libro póstumo sin quedarse suspenso ante una belleza tan acendrada y justa. Recuerdo una lectura suya en Berlín, hace ya bastantes años. La música de sus palabras era la que, en otro registro, nos arranca del mundo craso y nos transporta al sutil escuchando a Mozart. Gracias a su exigencia y tenacidad, José Ángel Valente atravesó el desierto y llegó al manantial. No sucumbió a los espejismos ni atendió al griterío de las fieras nocturnas que, según el refrán beduino, acecha el paso de la caravana. Está aquí, entre nosotros, y su presencia nos acompaña en nuestra efímera asomada al mundo.
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