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Emir Rodríguez Monegal |
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"Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser erigido y convenía dar." Este momento de revelación, que tiene el protagonista hacia la mitad de El astillero (Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1961. 218 págs.), sintetiza de modo admirable la soledad, la imposibilidad de comunicación, el horror de un mundo solipsista que están en la entraña de esta sórdida y desolada novela.
Poco importa que Junta Larsen se agite de uno a otro extremo de las doscientas páginas, que recorra varias veces la distancia que va de la morosa ciudad de Santa María al astillero de Jeremías Petrus, que incursione en un pasado hecho de humillaciones y de la misma, repetida, actividad con alguna mujer que acaba por ser la mujer. Poco importa que la sinuosa, elusiva y compleja traína sea susceptible de un resumen anecdótico -Junta Larsen regresa al pueblo, desde donde fuera expulsado, a reconstruir su vida- y que la atención del lector (o del relator) sea capaz de encontrar, en sucesivas capas superpuestas, los hilos de una intriga que también atañen a Petrus y a su hija semiidiota o loca, a la criada de esta hija, a dos empleados de Petrus, a la mujer (grotescamente embarazada) de uno de ellos.
Aquí la anécdota sólo cuenta lo más externo e insignificante. Porque lo que ocurre interesa poco, o pudo haber ocurrido de otro modo. Que Larsen sea nombrado gerente general del Astillero de Petrus (abandonado, entrampado, deshaciéndose a ojos vistas) o el puesto lo ocupe otro. Que sea Guinea (el de la mujer embarazada) el que amenace con un chantaje a Petrus o el chantaje lo ejecute otro. Que el desenlace involucre la muerte de dos o más hombres, nada importa. La trama, el argumento, no es más que el cebo con que Juan Carlos Onetti mantiene alerta la atención de su irritado lector, de su devoto lector, de su esclavo lector.
La otra historia
La verdadera historia corre por dentro y esté hecha de los silencios, las pausas, los hiatos, de esa historia superficial, de la historia de una conciencia solitaria que regresa al pasado, a un mundo en que fue feliz y fue humillado, en busca de huellas perdidas, de una salvación, también perdida, de un sentido final para una vida sin sentido. Cuando Larsen regresa a Santa María, lleva a sus espaldas (aunque eso sólo lo sabe más tarde) un pasado de macró, una condena y una expulsión. Vuelve, más viejo y gastado, a enredarse en la historia confusa de la liquidación del Astillero de Petrus, en una no menos confusa y morosísima seducción de la hija de Petrus (acaba conformándose con la fácil criada), en los mediocres negociados de los empleados de Petrus.
Pero debajo de esa espesa y oscura capa anecdótica el lector va descubriendo de a poco y casi retrospectivamente la otra historia de Larsen: la historia de una necesidad de amor y verdadera comunicación que le están negadas. Porque toda su vida lo que Larsen conoce fue la mentira, el beso parricida con que corona la testa de Petrus, la mujer a la que usa con antigua sabiduría. Lo que siempre ha añorado Larsen es creer en algo. Mentir que algo vale realmente la pena, encontrar a alguien que le pruebe que no es el único ser vivo en un mundo de cadáveres.
Por eso, al margen de que actividades mediocres de seducción de la hija de Petrus y de reorganización del erosionado astillero, Larsen va tanteando (como ciego en un mundo sin relieve) en busca de una mano de verdad. Esa mano existe en el libro y Larsen sabe que es la de la mujer de Gómez. Pero esa mujer que pertenece a otro, esa mujer de vientre horriblemente hinchado por el embarazo, no es para él. La corteja con el viejo disimulado cinismo pero no para obtenerla, sino para dejar testimonio de su reconocimiento. Y cuando la crisis culmina, cuando está acosado por los invisibles sabuesos de su destrucción, tiene un último alucinante encuentro con la mujer, ya herida de parto. Entonces, Larsen huye horrorizado.
Represo a la muerte
Lo que Larsen no soporta es la vida. Soporta la mentira del sexo, la mentira de las adolescentes en flor, la mentira de los viejos visionarios con negocios en ruina, la mentira de la policía y hasta la mentira de otros suicidas. Pero cuando se enfrenta con la mujer rugiendo y sangrando, huye. Esa es la vida. Pero este étnico, este sórdido, este vulgar macró, es un romántico de corazón, un almita sensible que se acoraza de podredumbre y cieno y llanto fingido, para no aceptar que el mundo viola la inocencia, que las mujeres que queremos dejan un día de ser muchachas, que la vida irrumpe en el mundo destrozándolo todo.
La última delirante fuga de Larsen por el circulo final de su infierno es una fuga de la vida misma. Como Eladio Linacero, que huye de su ámbito en El pozo (1939) por la ruta de los sueños que se contaba; como Juan María Brausen que escapaba de una mediocre realidad suburbana en La vida breve (1950), inventándose otra personalidad y hasta creando un mundo entero, este nuevo protagonista de Onetti, enfrentado con las raíces mismas de la vida, se fuga por la muerte. Toda la novela tiene la marca simbólica del regreso al país de los muertos. Así como Ulises desciende en busca de las sombras en la Odisea, y Eneas baja al Averno y Dante se hunde en la Ciudad de Díte, Junta Larsen regresa a Santa María y a la muerte final.
Universo rioplatense
Por más de un hilo está vinculada esta última novela de Onetti con su ya vasto cuerpo narrativo. La ciudad de Santa María en que ocurre gran parte de El astillero apareció por primera vez en La vida breve. En esa ciudad se refugia la fantasía de Juan María Brausen: la va creando de a poco, la va poblando de seres, acaba por incorporarla a la realidad, por irse a hundir realmente en ella. Entre los seres que crea Brausen está el doctor Diaz Grey, que hace una aparición secundaria en El Astillero, comó viejo conocedor de la historia local.
Santa María será también al fondo do otra aventura de Díaz Grey de lo que queda documento en La casa de la arena, relato que se publicó en la colección titulada Un sueño realizado (1951). Otra nouvelle de Onetti, Una tumba sin nombre (1959), también ocurre en Santa María y hasta menciona al pasar la Villa Petrus. El cuento con que Onetti obtuvo mención en el Concurso organizado por Life en Español (1960) y que se llama Jacob y el otro, está asimismo ambientado en Santa María. Todos estos elementos indican la creación de un mundo imaginario, una ciudad de provincias recostada a un gran río, que vincula El astillero a lo que podría llamarse La Saga de Santa María.
Como hizo Balzac con su Comédie Humaine, como repitió y perfeccionó Faulkner en su ciclo sobre Yoknapathawpa, Juan Carlos Onetti ha incrustado en la realidad del mundo rioplatense un territorio artístico que tiene coordenadas claras y se compone de fragmentos argentinos y uruguayos. Ya los eruditos del futuro recogerán los rasgos (una alusión a la capital argentina, una plaza Artigas, la mención de un Camino de las Tropas) que van indicando puntos reales de un universo extraído de la tradición rioplatense. Ahora basta certificar esa común vinculación entre loa relatos que Onetti ha ido escribiendo desde 1950.
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Junta Larsen ya asomaba su perfil en Tierra de nadie y aparecía, entero aunque en escorzo, en un capítulo de La vida breve. Allí aparece (p. 360) como "un hombre pequeño y grueso, con la boca entreabierta, estremeciendo el labio inferior al respirar; la luz caía amarilla sobre su cráneo redondo, casi calvo, hacía brillar la pelusa oscura, el mechón solitario aplastado contra la ceja". Luego se completa su retrato con otros rasgos: la nariz curva y delgada, el pulgar de una mano enganchado en el chaleco, las preguntas deliberadamente leguleyas de su confusa conversación. Pero en esta novela era imposible prever a qué grado de soledad y miseria iba a llegar ese hombre gordo, de juventud ya perdida.
Solo en El astillero se redondea el retrato, se ve lo que lleva dentro Larsen, su figura se convierte en cifra de toda la humanidad. Entre la instantánea de La vida breve y el retrato completo de El astillero, su creador. Juan Carlos Onetti, ha madurado notablemente. En 1950 La vida breve fue la prueba del enorme talento narrativo de Onetti. Construida con un rigor que sólo el analista más ceñido hacía aparente, implacable en su busca del estilo, fría y morosa, llevaba a la culminación un narrador que en tres novelas anteriores (El pozo, Tierra de nadie, Para esta noche) había demostrado altas dotes.
Pero La vida breve se había dejado a la vista todo el andamiaje técnico. Era como si Onetti hubiera tirado la piedra sin saber esconder la mano. El prestidigitador hacía los trucos pero también los explicaba. Su largo aprendizaje con Céline y con Faulkner era demasiado evidente. Unos años después, cuando escribe El astillero, ya Onetti está en camino de una madurez que significa sobre todo despojamiento, elipsis, concentración fanática en la peripecia interior. Por eso se ven menos ahora los andamios, aunque algo sobreviven en los títulos de cada capítulo, con sus maniáticos resabios faulknerianos.
Lo que sobre todo se ve es un progresivo ahondarse en la verdadera materia narrativa. Ese mundo del astillero, decrépito y polvoroso, en que vanamente trata Larsen de soñar que está dirigiendo algo: esa glorieta que es cifra de la Villa Petrus y donde seduce en cómodas cuotas semanales a la loca hija de Petrus, esa casilla en que asiste, fascinado y rechazado a la vez, a los movimiento de la mujer embarazada, y más al fondo, todo el pueblo de Santa María y el río, son el lugar poético en que Onetti ha sabido ir creando (por mera insinuación atmosférica, por milagrosa simpatía entre el paisaje y el ser) una tierra para la soledad de Larsen, para su hambre de comunicación, para su descubrimiento de ser el único hombre vivo entre fantasmas.
Por eso el estilo mantiene esa tensión no mitigada que permite vincular esta novela no sólo con el obvio antecedente de Faulkner. sino con los trabajos mis modernos de la escuela objetiva. No es que Onetti esté tratando de ponerse a la moda (de todos modos, El astillero ya estaba escrita en 1957), sino que la moda está poniéndose a tono con Onetti. Ese lector que aguanta a Robbe-Grillet y a Michel Butor, que devora pausadamente las paralíticas novelas de Sauel Beckett, que transita sin impaciencia por Le square a Moderato Contabile, de Marguerite Duras, es un lector que ya está maduro para Onetti.
En este escritor uruguayo encontrará no menos sino más rigor, una visión alucinada y alegórica del universo que está increíblemente vertida en términos de novela, un ímpetu vital que desmiente la (aparente) negatividad y sordidez del asunto. Encontrará sobre todo que el cinismo, la desesperanza, la frustración de su protagonista, no le impiden ser también un alma tierna y desgarrada. Encontrará, en fin, una obra maestra."
Emir Rodríguez Monegal
(1961)
Texto extraído de:
Narradores de esta América: ensayos
Narradores de esta América: ensayos
Editorial Alfa, Montevideo, 1969
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Web sobre Juan Carlos Onetti
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