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CASI TODOS ERAN ANDALUCES (Juan Marsé)

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En aquel momento lo que caía del cielo era un diluvio. Manolo se quitó la americana y protegió con ella a la muchacha al cruzar la calle. Teresa se apretaba a él y se reía. En la taquilla había un hombre gordo y sonrosado que fumaba ideales y Teresa le pidió uno. “No seas descarada”, la amonestó Manolo cariñosamente. “Calla, hombre. Lo vamos a pasar pipa, ya verás”. Chicos 25 Ptas. Chicas 15. Descriminación, anunció la feliz universitaria. Consumición incluida en el precio. Actuarán: Orquesta Satélites Verdes con su cantor Cabot Kim (Joaquín Cabot) Maymó Brothers (ritmos afrocubanos) Lucieta Kañá (juvenil intérprete del cuplet catalán) y otras destacadas figuras del momento. “La cosa promete”, dijo Teresa. Desde el principio mostró una excitación extraña. Actuación única y especial del “Trío Moreneta Boys” (las bonitas notas de la sardana y el moderno rock fundidas en una sola composición). “Maravilloso —exclamó Teresa al entrar—. Yo no me pierdo eso”. Era un local denso y abarrotado, en la pista no se podía dar un paso. Muchachos endomingados, de ojos sardónicos y aire impertinente, iban de un lado a otro en grupos compactos, molestando a las chicas, inclinándose sobre ellas, escrutando sus escotes y susurrando piropos. Casi todos eran andaluces. Las ardientes miradas que captaba Teresa eran harto expresivas, y la presencia constante de Manolo a su lado la defendió de un asedio que, de ir ella sola, no se habría quedado en simple admiración. El azar quiso este día adornarla con una sencillez casi dominguera (falda blanca y plisada, blusa azul de cuello alto y ancho cinturón negro) que habría hecho juego con el ambiente de no ser por su lánguida melena de niña bien y su piel tostada por el sol del ocio, dos encantos que la traicionaban, pues ella hubiese deseado pasar desapercibida. En los palcos y en las sillas alineadas en torno a la pista había grupos estatuarios de muchachas que a ratos cuchicheaban, y al fondo, en el pequeño escenario, los Satélites Verdes con sus blusas rutilantes y su cantor (demasiado melódico, según criterio general) que lucía fino bigote negro y voz nasal, gregoriana. El local había pertenecido a una vieja Sociedad obrera cultural y recreativa (Hogar del Gremio de Tejedores) que, con toda su Masa Coral, su Biblioteca y su Teatro, hoy convertido en “Salón Ritmo”, desapareció con la República. Decoración solemne y anticuada: cuatro paredes espléndidamente circundadas en lo alto por una faja de guirnaldas de flores, racimos de uva y escudos de yeso en relieve con una cara dentro y debajo un nombre ilustre (Prat de la Riba, Pompeu Fabra, Clavé) catalanes gloriosos, prohombres de aquel añorado obrerismo de “orfeó i caramelles”, y cuyos severos perfiles parecían desdeñar la dominical invasión de analfabetos andaluces. En la galería del primer piso, en medio del rancio olor de los palcos de madera, vagaba todavía el melancólico fantasma de un espíritu familiar y artesano que reinó antaño y que hoy sólo disponía de un refugio: el almacén de bebidas y trastos viejos, antes biblioteca y sala de billar, ahora con restos mutilados y aún estremecidos de Dostoiewski y de Proust traducidos al catalán junto a Salgari, Dickens, el “Patufet” y Maragall y oxidados trofeos y viejos estandartes del Hogar del Tejedor que duermen juntos el sueño del olvido.


Juan Marsé
Últimas tardes con Teresa






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