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Estábamos en el zoo, en el palacio de los pingüinos, eran las cinco.
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A él le gustaban las galerías subacuáticas
en las que sobra o falta realidad, con esa luz húmeda y azulada,
el aire químico y escaso y los ventanales del nautilus.
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El pingüino muerto estaba hinchado y despellejándose,
los ojos blanquecinos y opacos, oscilando con el movimiento
del agua. Parecía definitivamente feliz: el pico entreabierto
y las patas contraídas.
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Estaba tan solo.
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El vigilante de la boca enorme parecía contento con la muerte
del pingüino: ‘se ha muerto’, nos dijo con una enorme sonrisa.
El niño de la gorra verde, en cambio, estaba triste.
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Y él: que necesitaba fotografiar enseguida al pingüino muerto.
Pensé que no tenía ni idea de lo que era necesitar: para
fotografiarlo de verdad habría hecho falta ser feliz y estar solo
y haberse muerto.
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Seguramente, el niño triste de la gorra verde habría fotografiado
al pingüino mucho mejor que él: un globo deforme, blanco y negro,
flotando perdido en el cielo gris, solo y extrañamente satisfecho,
como si hubiese cumplido con todos sus deberes y pudiera, por fin,
descansar en paz.
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Me dijo, no sé por qué: ‘la fotografía del pingüino era para ti’.
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Entonces pensé que no la quería, que no lo quería:
que yo quería unas manos de hombre, una mirada de hombre,
una incomprensión de hombre.
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Todo eso que él nunca podría darme.
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Me marché sin decirle nada, sin mirar atrás: se había muerto
como el pingüino y, si alguna vez lo recuerdo, está en mi memoria
hinchado y despellejándose, con el pico entreabierto y las patas
contraídas:
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parece tan insatisfecho, tan definitivamente infeliz.
Paula Parcial
El palacio de los pingüinos
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de Balconcillos
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