No se conoce hoy, ni la hubo jamás, una simple democracia ejemplar.
Suponiendo que un Gobierno mixto, donde estos tres poderes están separados, la Constitución de España, aunque imperfecta, era en la Media Edad de las mejores de Europa.
Toda su imperfección consistía en que los tres poderes, aunque virtualmente separados, realmente no eran independientes. Los Reyes eran superiores a las Cortes y a los tribunales, y por eso los tres poderes venían a refundirse virtualmente en ellos. A los Reyes estaba reservada la convocación de las Cortes y su disolución, luego estaba en su mano suspender el ejercicio del poder legislativo.
Los Reyes eran libres en admitir o no las peticiones de las Cortes; y esto es, en sancionar o no las leyes propuestas por las Cortes; luego el poder legislativo no era libre.
Los Reyes erigían los Tribunales, los instituían y nombraban sus ministros; reservaban a su Corte los casos mayores y la confirmación de sentencias penales; luego el poder judicial no era libre ni independiente.
Pero si para perfeccionar nuestra Constitución no sólo se separasen del todo los tres poderes, sino que se los hiciese del todo independientes y libres, se caería en mayores inconvenientes.
Si el Rey pudiese hacer la guerra o la paz, proveer a la defensa exterior o a la tranquilidad externa del Estado, crear empleos, señalar recompensas a su arbitrio, en suma, obrar en todas sus atribuciones sin más regla que su voluntad, luego arruinaría al Estado con sus caprichos.
Si las Cortes pudiesen hacer las leyes, y sancionarlas, y llevarlas a ejecución sin intervención de nadie, si quisieran, se apoderarían del poder ejecutivo y podrían burlar el judicial; podrían forzar a éste a juzgar por leyes injustas y a aquél a ejecutarlas; en fin, unas Cortes de un año podrían deshacer en un día cuanto hubiesen establecido las de un siglo.
Si el poder judicial pudiese juzgar libremente, ya en casos no determinados por la ley, ya interpretando la ley a su arbitrio, se convertiría por este medio indirecto en poder legislativo, y ya no serían las leyes sino los hombres, los que dispusieren de la fortuna y libertad de los individuos.
Debe, pues, la Constitución, poner límite a la independencia de estos poderes, y este límite no puede hallarse sino en una balanza que mantenga entre ellos el equilibrio.
Este equilibrio debe consistir en que gobierne siempre la Ley, nunca el Hombre, en cuanto sea posible. El cuerpo legislativo puede hacer leyes, pero no trastornar la Constitución que él mismo ha creado y reconocido, leyes que la aseguran.
Gaspar Melchor de Jovellanos
Reflexiones sobre la democracia (1809?)
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