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LA REPÚBLICA DE COLOMBIA, PRIMER EBRIÓN DE UNA PATRIA INMENSA (Gabriel García Márquez)



Pocos días después del regreso, al final de un agrio consejo de gobierno, tomó del brazo al mariscal Antonio José de Sucre. «Usted se queda conmigo», le dijo. Lo condujo al despacho privado, donde sólo recibía a muy pocos elegidos, y casi lo obligó a sentarse en su sillón personal.

«Ese lugar es ya más suyo que mío», le dijo.

El Gran Mariscal de Ayacucho, su amigo entrañable, conocía a fondo el estado del país, pero el general le hizo un recuento detallado antes de llegar a sus propósitos. En breves días había de reunirse el congreso constituyente para elegir al presidente de la república y aprobar una nueva constitución, en una tentativa tardía de salvar el sueño dorado de la integridad continental. El Perú, en poder de una aristocracia regresiva, parecía irrecuperable. El general Andrés de Santa Cruz se llevaba a Bolivia de cabestro por un rumbo propio. Venezuela, bajo el imperio del general José Antonio Páez, acababa de proclamar su autonomía. El general Juan José Flores, prefecto general del sur, había unido a Guayaquil y Quito para crear la república independiente del Ecuador. La república de Colombia, primer embrión de una patria inmensa y unánime, estaba reducida al antiguo virreinato de la Nueva Granada. Dieciséis millones de americanos iniciados apenas en la vida libre quedaban al albedrío de sus caudillos locales.

«En suma», concluyó el general, «todo lo que hemos hecho con las manos lo están desbaratando los otros con los pies».

«Es una burla del destino», dijo el mariscal Sucre. «Tal parece como si hubiéramos sembrado tan hondo el ideal de la independencia, que estos pueblos están tratando ahora de independizarse los unos de los otros».

El general reaccionó con una gran vivacidad.

«No repita las canalladas del enemigo», dijo, «aun si son tan certeras como ésa».

El mariscal Sucre se excusó. Era inteligente, ordenado, tímido y supersticioso, y tenía una dulzura del semblante que las viejas cicatrices de la viruela no habían logrado disminuir.


Gabriel García Márquez
El general en su laberinto



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