La aurora de la ciudad es una aurora de carteles nuevos. Frescos. Húmedos —ropa limpia— de rocío.
Carteles: sábanas desplegadas —tiernas, refrigerantes—. Toallas para enjugar las últimas miradas turbias de los chicos que van en grupos a la escuela.
Es una aurora entonada con el canto de gallo —ufanía— de las llamadas murales. Canto de color sostenido —orden de plaza— como toques de corneta. (Vibran en la retina los carteles con una gran limpidez.)
(Yo he buscado hoy tinta roja. Y tinta verde. Y tinta azul. He llenado un papel repitiendo esta palabra: cartel, en rojo. En verde. En azul. Para ver si conseguía la sensación auroral de la ciudad.)
La ciudad —aurora débil (de anemia) que se apoya en las paredes—, destacada, violenta, geométrica. Edificios altos, disparados al cielo en línea recta. Puentes de hierro, tiritando. Cables musicales.
Las fábricas respiran con dificultad —pobremente—. Y hasta se producen escenas de sugestión rural: ese mecánico —tendido en el suelo— que agota la ubre de su automóvil...
Luego; exhalaciones. Vertiginosidad. Nubes de humo. Ruidos.
Las chimeneas de fábrica hacen viajar el horizonte. Hinchan el vientre del cielo. Le dan un tinte gris, pesado.
Noche. La luna, quieta, es —también— anuncio luminoso. El bastón colgado de mi brazo me sugiere mansamente un brazo de mujer. Dócil. Sumisa. Y leve.
Pero que me retiene —con eficacia— frente al imperativo de indicaciones gráficas y guiones urbanos.
Estación. Pista. Fábrica. Velódromo. Universidad. Circo. Gimnasio. Cine.
La ciudad, gran plataforma giratoria.
Francisco Ayala
La hora muerta
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