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El alfabeto ruso sigue ahí, oscilando entre las manos del comensal gordo, contando las noticias del día como más tarde en la zona (el Cluny, alguna esquina, el canal Saint-Martin que son siempre la zona) habrá que empezar a contar, habrá que decir algo porque todos ellos están esperando que te pongas a contar, el corro siempre inquieto y un poco hostil al comienzo de un relato, de alguna manera están todos allí esperando que empieces a contar en la zona, en cualquier parte de la zona, ya no se sabe dónde a fuerza de ser en tantas partes y tantas noches y tantos amigos, Tell y Austin, Hélène y Polanco y Celia y Calac y Nicole, como otras veces le toca a alguno de ellos llegar a la zona con noticias de la Ciudad y entonces te toca a ti ser parte del corro que espera ávidamente que ese otro empiece a contar, porque de alguna manera en la zona hay como una necesidad entre amistosa y agresiva de mantener el contacto, de saber lo que ocurre ya que casi siempre ocurre algo que alcanza a valer para todos, como cuando sueñan o anuncian noticias de la Ciudad, o vuelven de un viaje y entran otra vez en la zona (el Cluny por la noche, casi siempre, el territorio común de una mesa de café, pero también una cama o un sleeping caro un auto que corre de Venecia a Mantua), la zona entre ubicua y delimitada que se parece a ellos, a Marrast y a Nicole, a Celia y a monsieur Ochs y a Frau Marta, participa a la vez de la Ciudad y de la zona misma, es un artificio de palabras donde las cosas ocurren con igual fuerza que en la vida de cada uno de ellos fuera de la zona. Y por eso hay como un presente ansioso aunque ninguno de ellos esté ahora cerca del que los recuerda en el restaurante Polidor, hay salivas de asco, inauguraciones, floricultores,hay Hélène siempre, Marrast y Polanco, la zona es una ansiedad insinuándose viscosamente, proyectándose, hay números de teléfono que alguien discará más tarde antes de dormirse, vagas habitaciones donde se hablará de esto, hay Nicole luchando por cerrar una valija, hay un fósforo que se quema entre dos dedos, un retrato en un museo inglés, un cigarrillo que golpea contra el borde del atado, un naufragio en una isla, hay Calac y Austin, búhos y persianas y tranvías, todo lo que emerge en el que irónicamente piensa que en algún momento tendrá que ponerse a contar y que acaso Hélène no estará en la zona y no lo escuchará aunque en el fondo todo lo que él vaya a decir sea siempre Hélène. Bien puede suceder que no solamente esté solo en la zona como ahora en el restaurante Polidor donde los otros, incluso el comensal gordo, no cuentan para nada, sino que decir todo eso sea estar todavía más solo en una habitación donde hay un gato y una máquina de escribir; o quizá ser alguien que en el andén de una estación mira las combinaciones instantáneas de los insectos que revolotean bajo una lámpara. Pero también puede ocurrir que los otros estén en la zona como tantas otras veces, que la vida los envuelva y se oiga la tos de un guardián de museo mientras una mano busca lentamente la forma de una garganta y alguien sueña con una playa yugoslava, mientras Tell y Nicole llenan una valija con desordenadas ropas y Hélène mira largamente a Celia que se ha puesto a llorar de cara a la pared, como lloran las niñas buenas.
Julio Cortázar
62 Modelo para armar
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