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JOSÉ LUIS BORAO (Por Vargas Llosa)

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SEÑORES ACADÉMICOS:

Es para mí un honor y una alegría dar la bienvenida a la Real Academia Española a don José Luis Borau, a quien admiro desde que, vi por primera vez una película suya, esa obra maestra del cine español que es Furtivos (1975). Con él ingresa a esta corporación un creador de gran talento artístico que es, al mismo tiempo, un conocedor y practicante de todas las especialidades y tareas que hacen posible una película, desde su concepción hasta su llegada al público –guionista, productor, director, actor y hasta distribuidor– y, también, un erudito de la historia del cine, de la técnica cinematográfica y un analista riguroso de su oficio. Y, como si todo ello fuera poco, un hombre de cultura y de pensamiento que en sus películas, guiones y cuentos ha expresado un mundo, profundo y personal, en el que se refracta, en toda su complejidad y problemática, el tiempo en que le ha tocado vivir.

Digo que lo admiro desde 1975, pero lo conozco y le tengo gratitud desde unos años antes, cuando intentó producir una adaptación cinematográfica de una novela mía, Pantaleón y las visitadoras, que iba a dirigir José María Gutiérrez. Para ello, armándose de valor, fue al Perú y cometió la temeridad de pedir permiso para rodarla en los lugares donde ocurría la acción, a la dictadura militar del general Juan Velasco Alvarado. El coronel que se dignó recibirlo lo despachó con esta frase viril: «Agradezca usted que no lo despido de un balazo». Pero José Luis Borau, que es inasequible al desaliento, tomó aquella experiencia con humor y lo que recordaría después de su aventura limeña no sería al coronel de la pistola, sino a un pintoresco funcionario, de no sé qué ministerio, que sabía de memoria muchas zarzuelas y se lo demostró cantándoselas en el curso de un almuerzo. Entre paréntesis, diré que años más tarde el Perú desagravió a Borau de las amenazas y las arias de zarzuelas que le infligieron allá, concediéndole la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la más antigua de América, un doctorado honoris causa.

Sin esa reciedumbre y espíritu tenaz, José Luis Borau no hubiera podido haber hecho realidad su vocación de cineasta, la más difícil de plasmar cuando se asume con la autenticidad, coherencia y exigencia con que él la ha hecho suya. Un joven letraherido necesita una pluma y un cuaderno para volcar los trinos poéticos o las fantasías que pugnan por escapar de su cabeza y, un pintor, una cartulina y un pincel para dar existencia material a las formas plásticas que lo desvelan. No menos franciscanos son los medios que requieren para empezar a ser lo que quieren ser un escultor, un bailarín, un cantante y hasta un músico. Pero para que un cineasta esté en condiciones de dar aquellos primeros pasos, los balbuceos de su oficio, y averigüe si lo acompaña el talento o le es esquivo, una complicada y sobre todo costosa maquinaria tiene que alzarse de la nada y deben participar en la aventura muchos cómplices y asociados, operación que exige, del cineasta principiante, virtudes que tienen poco o nada que ver con el arte: relaciones, simpatía, capacidad suasoria, obstinación, sentido de la oportunidad, una buena dosis de suerte y hasta una pizca de fanatismo y locura.

No debieron ser nada fáciles aquellos años adolescentes de Borau, nacido en Zaragoza en 1929, ciudad en la que vivió sus primeros 27 años, cuando descubrió de manera precoz e intensa su pasión por el cine y al mismo tiempo advirtió lo difícil, cuando no quimérico, que sería sacarla adelante en ese entorno provinciano en el que apenas funcionaba un cineclub. Se desquitaba con el dibujo, en el que, a juzgar por las viñetas que ha rescatado la biografía que le dedicó Agustín Sánchez Vidal (1), mostraba gracia, ingenio y personalidad, lo que no dejaba de inquietar a su familia, convencida, no sin razón, de que «los pintores se mueren de hambre». No sabía que el caso de los cineastas podía ser todavía peor. Como aún no estaba en condiciones de hacer cine, se dedicó a escribir sobre él, en Heraldo de Aragón, donde, entre 1953 y 1956, ofició de crítico, principalmente de películas, pero también de arte y de arquitectura, temas sobre los que opinaba con sorprendente versación, teniendo en cuenta el aislamiento cultural de la España de entonces, y con total independencia de juicio. Sus opiniones sobre estética son enjundiosas y elocuentes y anticipan una manera de entender el arte y su relación con la historia y la sociedad que más tarde Borau reflejaría fielmente en sus películas: condenan el folklore y el patrioterismo, la visión de campanario, promueven el rigor técnico y la excelencia formal a la vez que rechazan el formalismo y reclaman en el creador una voluntad de verdad y un arte problemático, enraizado en el presente, que, sin sucumbir en el preciosismo, mantenga una comunicación con el cine más renovador de allende las fronteras y con el gran público aunque sin ceder por ello al facilismo. Borau fue uno de los primeros en defender con entusiasmo las películas iniciales de Berlanga y de Bardem y en ver en ellos a unos renovadores radicales del cine español.

Como todos los jóvenes de su generación, y de la mía, aunque ya no los de después, que no sabían qué hacer con una vocación anómala, que no encajaba bien con lo que el medio consideraba una profesión seria, José Luis Borau se resignó a estudiar Derecho, sabiendo muy bien que nunca ejercería en un bufete. Pero la abogacía le sirvió para ganar unas oposiciones en un ministerio y, dar el salto a Madrid y, una vez asegurado, aunque de manera magra, el modus vivendi, entrar en la Escuela de Cine, donde luego sería, por algunos años, profesor de guión. Allí se graduaría con un film, En el río (1960), en el que algunos espectadores zahoríes advertirían ya la mano segura y el rigor profesional del futuro realizador.

No muchos fueron tan perceptivos, por desgracia. La verdad es que desde esa su primera película hasta la que lo consagró, Furtivos, quince años más tarde, dándole una proyección nacional e internacional, premios y un vasto público, José Luis Borau debió hacer una larga travesía por el desierto de la incomprensión e indiferencia. Y, todavía peor para un cineasta que no quiso nunca ser un realizador de catacumbas sino llegar al ancho público, ser filiado como un excéntrico, prisionero de una elite. Ni Brandy (1963), ni Crimen de doble filo (1964), ni Hay que matar a B (1973) merecieron reconocimiento y sí acusaciones contradictorias, cuando no absurdas, de cine estereotipado, extranjerizante, cosmopolita y de mero entretenimiento. Sólo el éxito de Mi querida señorita (1971), de Jaime de Armiñán, de la que Borau fue guionista y productor, además de encarnar en la cinta un pequeño papel, hizo que empezara a verse en él un cineasta de talento versátil y diestro en los secretos de la narración cinematográfica.

Estas virtudes quedaron fehacientemente confirmadas con Furtivos, una película compleja, que es muchas películas al mismo tiempo, y que mantiene al espectador fascinado y suspenso por la pericia sin fallas con que su feroz y truculenta historia está contada. Sin embargo, sería un error adscribirla al género tremendista, de crudo realismo complaciente, que constituye una de las vetas más pertinaces y tópicas de la literatura y el cine españoles de la posguerra. Su terrible peripecia trasciende lo puramente histórico y social, sin escamotearlo, pero nos sumerge también en los abismos del comportamiento, en esa irracionalidad oscura y ávida que George Bataille llamaba «la parte maldita» de lo humano. En la sombría aventura de Martina y Ángel se transparenta algo más permanente que una sociedad retrógrada: una fuerza espontánea, incontrolable, que parece operar a través de los personajes, como la fatalidad en las tragedias griegas, que convierte a los seres humanos en meros muñecos, obedientes a los hilos del deseo. Pero Furtivos es también una historia de amor, intensa, delicada y desgarrada, que levanta la película del suelo de primitivismo y sordidez en que transcurre y la enriquece con un sustrato de sentimiento, goce, exaltación y hasta chispazos de humor. Pocas películas han mostrado tan bien, en una historia tan densa y lacerante, la ambigüedad de la condición humana y la manera como en ella se confunden el bien y el mal.

Furtivos sirvió para que, retroactivamente, las películas anteriores de Borau fueran valoradas con otros ojos y los críticos más serios descubrieran en ellas, además de sus méritos artísticos, la obra de un realizador dotado de un claro propósito y de una visión propia del mundo y de su oficio, que sabía muy bien lo que hacía y cómo lo hacía, imponiendo su personalidad y sus designios artísticos en cada aventura que emprendía, sin dejarse arredrar por los enormes obstáculos que enfrentan los cineastas que tienen principios, ideas y obsesiones y no están dispuestos a sacrificarlos para poder hacer películas. Se podría rodar un largometraje o escribir una novela –ambas del género terrorífico–, sobre las mil y una penalidades por las que ha pasado Borau para poder hacer algunas de sus películas, sobre todo Río abajo u On the line (1984), filmada en inglés, en la frontera méxico-norteameri-cana. Sánchez Vidal cuenta que esta película costó «diez años de vida y toda la hacienda» de Borau, su guionista, productor y realizador. Y, para colmo, por la cicatería y pequeñez mental de productoras y distribuidoras de Hollywood, la magnífica obra que es este drama de un puñado de gentes de la frontera, situado en el marco de la lucha de los inmigrantes ilegales mexicanos y centroamericanos para infiltrarse en los Estados Unidos, apenas pudo verse allá en un circuito reducido ni fue apreciado tampoco en Europa todo lo que significa.

Uno de sus valedores, felizmente, fue alguien tan respetado y respetable como Víctor Erice, para quien Río abajo es, junto con Furtivos, la mejor película de Borau(2). Como Furtivos, Río abajo y las otras películas de José Luis Borau, La Sabina (1980), Tata mía (1986), Niño nadie (1996) y Leo (2000), cuentan historias, muestran personajes atrapados en situaciones límites, que los desnudan y ponen a prueba sus sentimientos, convicciones, y los hunden en la desesperación o el descrédito o más bien los redimen. Estas historias tienen siempre una fuerza contagiosa y transpiran autenticidad y vida porque nunca parecen haber sido concebidas como meras demostraciones o testimonios de una tesis, ser nada más que un documento social o político, comentarios ideológicos amenizados con anécdotas sobre ciertos problemas de actualidad. Y, sin embargo, dentro de su condición de historias particulares, que engarzan o enfrentan a hombres y mujeres individualizados, concretos y específicos, ellas son siempre más de lo que cuentan, unas historias que, convertidas en imágenes de la memoria, suscitan en nosotros, los espectadores, un malestar, una incomodidad, una meditación y muchas dudas. Fiel a los ideales de su juventud, José Luis Borau es uno de esos raros cineastas de nuestro tiempo que ha demostrado de manera inequívoca que se pueden inventar y contar absorbentes y conmovedoras historias sin adormecer al público ni enajenarlo en un viaje a la pura irrealidad, más bien inquietándolo y enriqueciendo su experiencia con incertidumbres y una actitud de desconfianza y crítica hacia el mundo en el que vive.

Porque, ya lo dije, José Luis Borau, además de un creador y un magnífico contador de historias con la cámara y la pluma, es también un hombre de ideas. Una de ellas, que se perfiló en sus años mozos y se ha ido fortaleciendo con la reflexión y la práctica de su oficio a lo largo de los años, ha sido la de la naturaleza y límites del realismo en el arte. La formuló así, en un texto de 1960, aparecido en Film Ideal, hablando del Indio Emilio Fernández: «No se puede decir que el Méjico que aparece en sus películas sea el Méjico real. Pero es –y esto no creo que se pueda discutir– el Méjico creado por una mentalidad real, típica, la del hombre mejicano sin demasiada cultura, del que la herencia religiosa, el patriotismo, las doctrinas liberales, el indigenismo y la fuerza del sexo son sus propias fuerzas motrices»(3). El realismo, según este planteamiento, no consiste en un arte que imita objetivamente a la realidad, que en su diversidad y sus tumultos es escurridiza e inapresable, sino en crear algo distinto a ella, un producto artístico que valga por sí mismo y sea autosuficiente, a partir, eso sí, de una experiencia profunda y lúcida del mundo real tal como lo vive el creador. No creo que haya una mejor definición del arte de José Luis Borau que esta apreciación tan certera que esbozó en sus años de estudiante del cine de Emilio Fernández.

Ese género de realismo que es el que él mismo ha practicado en sus películas es tal vez la raíz secreta de la universalidad de sus historias, las que, aunque estén situadas en distintos lugares de España, en un país innominado de América Latina, o entre México y Estados Unidos, sentimos que comparten un fondo común, que podrían viajar a otras c o m a rcas de la geografía universal y cambiar de lenguas y de fisonomías sin por ello desnaturalizarse, conservando siempre su vitalidad y su verdad. Eso ocurre porque en esas historias, por debajo de los decorados y las circunstancias en que sus protagonistas evolucionan y viven, hay algo permanente que concierne a la condición humana, a algo que, en contra de lo que sostenía la filosofía existencialista, no sigue sino antecede a la existencia, una esencia que acompaña a hombres y mujeres como una sombra imperecedera en todas sus mudanzas en la geografía, el tiempo y la cultura. Tal vez suene pedante llamar al mundo de Borau esencialista, pero yo creo que lo es, como lo fue el de Bergman, o el de Dreyer, o el de Buñuel.

No debe extrañar por eso que, a lo largo de su trayectoria, José Luis Borau haya muchas veces insinuado que su trabajo de cineasta ha sido, entre otras cosas, una lucha continua contra aquello que separa, distancia y en última instancia enemista a los seres humanos: las fronteras. «…Allí donde hay fronteras hay corrupción, violencia y crueldad…», le dijo a un periodista de ABC en 1985, en relación con su película Río abajo: ésta, añadió, «No es propiamente una película sobre los mojados, sino sobre ese conglomerado heterogéneo de personas que viven en ese lugar… Las fronteras, en mi opinión, enmarcan los egoísmos humanos, los intereses políticos así que, como ya he dicho alguna vez, Río abajo puede entenderse como un alegato contra las fronteras»(4).

Diez años antes, en 1975, había dicho algo más rotundo a Mary Reyes Martínez y Miguel Marías comentando su película Hay que matar a B: «Hay una cosa que yo odio, las nacionalidades, que me parecen lo más terrible y reaccionario que hay… Tienen un origen defectuoso: no nacen de la condición humana, sino de las dificultades de la condición humana» (5) . Y en un artículo de 1983, titulado «Sin cañones» y publicado en una revista norteamericana, explicaba esta fobia con los siguientes argumentos: «El éxito de la especie humana –al menos en comparación con el de otras especies y hablando hasta el día de la fecha– se debe … a que el hombre no tiene raíces o, si las tiene de alguna clase, puede prescindir de ellas con mayor facilidad que cualquier otro semoviente. No hay bicho, ni planta –y casi podría decirse que ni roca tampoco– capaz de cambiar de clima, de altura o de ambiente con tanta fortuna… ¿A qué viene ese cuento de las raíces?... Muchas veces son los naturales del lugar –los enraizados– quienes, faltos de perspectiva, no calan más allá de sus narices. ¿Cómo podrían explicarse, si no, casos como los de Conrad, Nabokov, Kafka, Joyce, Lang, Ophüls, Hitchcock o, dentro del mundo hispánico, Cortázar, Neruda o el mismo Buñuel? Todos ellos fueron, de una forma u otra, paseantes de excepción, vivieron y trabajaron donde quisieron o donde pudieron, y trataron temas propios o ajenos, algunas veces, incluso, en idiomas que no eran nativos»(6).

Un hombre de ideas, pues, y de convicciones, cuya presencia va a enriquecer los trabajos de nuestra institución con su experiencia del arte cinematográfico, el que representa acaso mejor que ningún otro género artístico la sociedad en que vivimos. Una premonición de todo ello es el erudito y regocijante discurso que acabamos de escucharle rastreando las huellas del cine en todos los ámbitos de nuestra lengua, a la que las películas, sus directores y artistas, y también sus guionistas y argumentos y diálogos y hasta expresiones técnicas venidas generalmente del inglés, han impregnado, complicándola y matizándola, y, sobre todo, actualizándola, empa rejándola con la vida que se habla al tiempo que se vive.

Su sabia, minuciosa y sabrosa averiguación de la manera como el cine ha invadido tanto la lengua literaria en que discurren nuestros prosistas y cantan o lloran nuestros poetas como el español familiar y callejero, muestra que esta contaminación es, por debajo de sus risueños y sorprendentes hallazgos, un fenómeno cultural de largo alcance y que el cine ha tenido un papel estelar en la representación de la vida, la muerte, el amor, los ideales y la moral y los sueños que caracterizan a la cultura contemporánea. 

Pero, reseñando su discurso de la manera en que lo hago, traiciono a José Luis Borau, que, como ustedes han comprobado oyéndolo, es alérgico a la pomposa seriedad y disimula y alivia su fervor por las ideas con un tono entre humorístico e irónico, como pidiéndonos que no tomemos muy en serio las cosas serias que él nos dice, con destellos de humor y de ingenio, como aligeran sus dramones los mejores cineastas.

Una gran amiga suya, Carmen Martín Gaite, dijo que José Luis Borau era un solitario, como todos sus personajes, y que esa soledad la sobrellevaba sin esfuerzo ni amargura y hasta con una secreta felicidad: «Creo –escribió– que ese solitario absoluto que es José Luis se refleja en sus personajes, esa soledad del que está a gusto con ella y no carga a los demás con su peso, y a la vez se preocupa de ellos con una gran generosidad ». Si esta definición de su personalidad es exacta me atrevo a afirmar, con conocimiento de causa, que a partir de ahora, sus flamantes compañeros, haremos cuanto haga falta para que se sienta menos solo. Admirado y querido José Luis: bienvenido a ésta tu casa.

 
Mario Vargas LLosa
Contestación al discurso de ingreso
de José Luis Borao
en la Real Academia Española
(16 noviembre 2008)
 
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Ver discurso
de J.L. Borao en
la web de la R.A.E.

 

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NOTAS:

1 Agustín Sánchez Vidal, Borau, Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada, Aragón, 1990.
2 Agustín Sánchez Vidal, ob. cit., pág. 164.
3 «Cinco nombres a considerar vistos por sí mismos», Film Ideal, Madrid, N. 61, 1-12-1960, pág. 12.
4 Entrevista de Juan I. García Garzón, ABC, Madrid, 12 de enero de 1985.
5 Agustín Sánchez Vidal, ob. cit. pág. 102.
6 «Sin cañones», en Quarterly Review of Film Studies, vol. 8, n. 2, Los Angeles, Spring 1983, citado por Agustín Sánches Vidal, ob. cit., págs. 102-103.



1 comentario:

  1. Un cineasta que aseguraba que su vida es un buñuelo de viento, que no hay nada en su interior (probablemente para espantar a los pesados que se le acercaran)
    Pero cuando en 2007 recibe el I Premio al cine y los valores sociales declara: " Nunca he recibido un premio por ser un chico bueno, que no lo soy"; "Estoy entre el absurdo y el pánico", y "Ser querido es vivir en la antesala de la gloria". Aquí paz y después ídem.

    Sus "manos blancas" en defensa de los Derechos Humanos ...

    Fue querido

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