Fotografía: Archivo Barricada |
Preludio
Durante todo el siglo XIX,
España ha vivido sometida a la influencia hegemónica de Andalucía.
Empieza aquella centuria con las Cortes de Cádiz;termina con el asesinato de
Cánovas del Castillo, malagueño, y la exaltación de Silvela, no menos malagueño.
Las ideas dominantes son de acento andaluz. Se pinta Andalucía -un terrado,
unos tiestos, cielo azul. Se lee a los escritores meridionales. Se habla a toda
hora de la "tierra de María Santísima". El ladrón de Sierra Morena y el
contrabandista son héroes nacionales. España entera siente justificada su
existencia por el honor de incluir en sus flancos el trozo andaluz del planeta. Hacia
1900, como tantas otras cosas, cambia ésta. El Norte se incorpora. Comienza el
predominio de los catalanes, vascongados, astures. Enmudecen las letras y
las artes del Sur. Mengua el poder político de personajes andaluces. El
sombrero de catite y el pavero ceden a la boina. Se construyen casitas vascas por
todas partes. El español se enorgullece de Barcelona, de Bilbao y de San
Sebastián. Se habla de hierro vizcaíno, de las Ramblas y del carbón astur.
Son curiosas estas
pendulaciones del centro de gravedad español entre su mitad alta y su mitad baja, y
resultaría interesante perseguir hacia atrás la historia de ese ritmo
oscilatorio, averiguando si existe alguna periodicidad que permita articular toda
nuestra historia en épocas norteñas y épocas andaluzas.
Lo cierto es que en este
momento puede advertir el perspicaz un comienzo de depresión en el Norte
peninsular. ¿Es que siente menos bríos, menos fe en sí mismo, en sus virtudes
peculiares, en su estilo de vida, en su capacidad? O ¿es, simplemente, que la
totalidad de España ha llegado a saturarse de influencia septentrional?
Probablemente se trata de lo uno y lo otro. Yo no sé qué experiencia imprecisa, pero
fuerte, me hace sospechar que la pujanza de cada individuo y cada
colectividad no es una cantidad absoluta que dependa solo de ellos, sino una función
de la pujanza existente en los demás. Según esto, puede un pueblo decaer no
por defecto o insuficiencia propios, sino, simplemente, por el hecho de
ascender otros pueblos próximos. Y, viceversa, tonificarse una nación por
efecto de deprimirse las vecinas. Por lo menos, es ahora evidente que, en el orden
económico, la relativa mengua de Cataluña, Vasconia y Asturias coincide
con el crecimiento de la riqueza andaluza.
Todavía no hay síntomas perceptibles
de que a esta acompañe un resurgimiento intelectual o
moral, y fuera acaso la expresión más exacta decir que en esta hora se halla
España indiferente frente a Norte y Sur. Pero no es verosímil que perdure esta
indecisión. Se trata, sin duda, de una fase transitoria pronta a terminar o
en una recaída sobre el Norte o en un nuevo entusiasmo por Andalucía.
Claro es que este retorno a lo
andaluz -si aconteciera- implicará una visión de Andalucía completamente
distinta de la que tuvieron nuestros padres y abuelos. No hay probabilidad de
que nos vuelva a conmover el cante hondo, ni el contrabandista, ni la
presunta alegría del andaluz. Toda esta quincalla meridional nos enoja y
fastidia.
Lo admirable, lo misterioso, lo
profundo de Andalucía está más allá de esa farsa multicolor que sus
habitantes ponen ante los ojos de los turistas. Porque es de advertir que el andaluz,
a diferencia del castellano y del vasco, se complace en darse como
espectáculo a los extraños, hasta el punto de que en una ciudad tan importante como
Sevilla, tiene el viajero la sospecha de que los vecinos han aceptado el
papel de comparsas y colaboran en la representación de un magnífico
ballet anunciado en los carteles con el título "Sevilla". Esta
propensión de los andaluces a representarse y ser mimos de sí mismos revela un sorprendente
narcisismo colectivo. Solo puede imitarse a sí ismo el que es capaz de ser
espectador de su propia persona, y solo es capaz de esto quien se ha habituado a
mirarse a sí mismo, a contemplarse y deleitarse en su propia figura
y ser. Esto, que produce a menudo el penoso efecto de hacer amanerado al
andaluz, a fuerza de subrayar deliberadamente su propia fisonomía y ser en
cierto modo dos veces lo que es, demuestra, por otra parte, que es una de las
razas que mejor se conocen y saben a sí mismas. Tal vez no hay otra que posea
una conciencia tan clara de su propio carácter y estilo. Merced a ello es fácil
mantenerse invariablemente dentro de su perfil milenario, fiel a su destino,
cultivando su exclusiva cultura.
Uno de los datos
imprescindibles para entender el alma andaluza es el de su vejez. No se olvide. Es, por
ventura, el pueblo más viejo del Mediterráneo -más viejo que griegos y
romanos. Indicios que se acumulan nos hacen entrever que antes de soplar el viento
de los influjos históricos desde Egipto y, en general, desde el Mediterráneo
oriental hacia el occidental, había reinado una sazón de ráfagas opuestas. Una
corriente de cultura, la más antigua de que se tiene noticia, partió de
nuestras costas y, resbalando sobre el frontal de Libia, salpicó los senos de Oriente.
Cuando veáis el gesto frívolo,
casi femenil, del andaluz, tened en cuenta que repercute casi idéntico en
muchos miles de años; por tanto, que esa tenue gracilidad ha sido invulnerable
al embate terrible de las centurias y a la convulsión de las catástrofes.
Mirado así, el gestecito del sevillano se convierte en un signo
misterioso y tremendo, que pone escalofríos en la médula. Una impresión parecida
a la que produce la sonrisa enigmática del chino -¡rara coincidencia!-, el
otro pueblo vetustísimo apostado desde siempre en el opuesto extremo
del macizo eurasiático.
No perturbe demasiado al lector
esta súbita aparición de China en el preludio de un ensayo sobre Andalucía.
Si es andaluz, detenga un momento su irritación y concédame algún
margen para justificar el paralelo. La comparación es el instrumento
ineludible de la comprensión. Nos sirve de pinza para capturar toda fina
verdad, tanto más fina cuanto más dispares se alejen los brazos de la pinza,
los términos del parangón. No hay cuidado de que este audaz emparejamiento
se complazca en el síntoma de que el torero y el mandarín usan coleta. Ni
la coleta del mandarín es china, sino manchúe, ni la del torero andaluza, sino
francesa.
Andalucía, que no ha mostrado
nunca pujos ni petulancias de particularismo; que no ha pretendido nunca ser
un Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una
cultura más radicalmente suya. Entendamos por cultura lo que es más directo:
un sistema de actitudes ante la vida que tenga sentido, coherencia, eficacia.
La vida es primeramente un conjunto de problemas esenciales a que el
hombre responde con un conjunto de soluciones: la cultura. Como
son posibles muchos conjuntos de soluciones, quiere decirse que han existido
y existen muchas culturas. Lo que no ha existido nunca es una cultura
absoluta, esto es, una cultura que responde victoriosamente a toda
objeción. Las que el pasado y el presente nos ofrecen son más o menos imperfectas:
cabe establecer entre ellas una jerarquía, pero no hay ninguna libre de
inconvenientes, manquedades y parcialidad. La cultura única y propiamente tal
es sólo un ideal y puede definírsela como Aristóteles la Metafísica o
ciencia única, a la cual llama "la que se busca".
Y es curioso advertir que cada
cultura positiva consigue resolver cierto número de cuestiones vitales
mediante el previo abandono y renuncia a resolver las restantes. De
suerte, que del defecto ha hecho una virtud, y si ha logrado algo o mucho ha sido
por aceptar alegremente su carácter fragmentario. Ya veremos cómo
la cultura andaluza vive de una heroica amputación: precisamente de
amputar todo lo heroico de la vida -otro rasgo esencial en que coincide con la
China.
Una y otra tienen una raíz
común, que en este caso es menos metafísica, porque, como las auténticas
raíces, se hincan en el campo. Son culturas campesinas.
Si viajamos por Castilla no
encontramos otra cosa que labriegos laborando sus vegas, oblicuos sobre el surco,
precedidos de la yunta, que sobre la línea del horizonte adquiere proporciones
monstruosas. Sin embargo, no es la castellana actual una cultura
campesina: es simplemente agricultura, lo que queda siempre que la verdadera
cultura desaparece. La cultura de Castilla fue bélica. El guerrero vive en el
campo, pero no vive del campo -ni material ni espiritualmente. El campo es,
para él, campo de batalla: incendia la cosecha del agricultor pacífico, o bien
la requisa para beneficio de sus soldados y bestias beligerantes. El
castillo agarrado al otero no es, como la alquería o cortijo, lugar para permanecer,
sino, como el nido del águila, punto de partida para la cacería y punto
de abrigo para la fatiga. La vida del guerrero no es permanente, sino móvil,
andariega, inquieta por esencia. Desprecia al labriego, lo considera como un
ser inferior, precisamente porque no se mueve, porque es manente -de
donde manant-, porque vive adscrito al cortijo o villa -de donde villano. El
sentido peyorativo de estos dos vocablos es un precipitado de desdén que mide
el antagonismo entre dos culturas, ambas ocurrentes en el área
campesina, pero de signo inverso: la bélica y la agraria. Cuando el guerrero se fue de
Castilla quedó sólo la masa inferior sobre que él vivía: el rústico eterno,
informe, sin estilo, igual en todas partes.
Esta contraposición dibuja con
alguna claridad el sentido positivo y creador que doy al término cuando de la
andaluza digo que es una cultura campesina, es decir, agraria. No es lo
peculiar de ésta que el hombre cultive el campo, sino que de la agricultura hace
principio e inspiración para el cultivo del hombre.
Al revés que en Castilla, en
Andalucía se ha despreciado siempre al guerrero y se ha estimado sobre todo al
villano, al manant, al señor del cortijo. Exactamente como en China,
donde, a lo largo de miles de años, el militar, por el mero hecho de serlo, era
considerado como un hombre de segunda clase. Mientras en Occidente
fue la espada del Emperador símbolo supremo del Estado, en China la nación
se sintió resumida en el pacífico abanico de su Emperador.
Consecuencia de este desdén a
la guerra es que Andalucía haya intervenido tan poco en la historia cruenta
del mundo. El hecho es tan radical, tan continuado, que de puro
evidente no se ha subrayado nunca. ¿Qué papel ha sido el de Andalucía en este
orden de la historia? El mismo de China. Cada trescientos o cuatrocientos
años invaden la China las hordas guerreras de las crudas estepas asiáticas. Caen
feroces sobre el pueblo de los Cien Nombres, que apenas o nada resiste. Los
chinos se han dejado conquistar por todo el que ha querido. Al ataque
brutal oponen su blandura; su táctica es la táctica del colchón: ceder. Tanto, que
el feroz invasor no encuentra fuerza donde apoyar su ímpetu y cae por sí
mismo en el colchón -en la deliciosa blandura de la vida china. El resultado es
que, a las dos o tres generaciones, el violento manchú o mongol queda absorbido
por la vieja y refinada y suavísima manera del chino, tira la espada y
empuña el abanico.
Parejamente, Andalucía ha caído
en poder de todos los violentos mediterráneos, y siempre en
veinticuatro horas, por decirlo así, sin ensayar siquiera la resistencia. Su
táctica fue ceder y ser blanda. De este modo acabó siempre por embriagar con su
delicia el áspero ímpetu del invasor. El olivo bético es símbolo de la paz
como norma y principio de cultura.(1)
El ideal vegetativo
Vive el andaluz en una tierra
grasa, ubérrima, que con mínimo esfuerzo da espléndidos frutos. Pero además
el clima es tan suave, que el hombre necesita muy pocos de estos
frutos para sostenerse sobre el haz de la vida. Como la planta, solo en parte
se nutre de la tierra, y recibe el resto del aire cálido y la luz benéfica. Si el
andaluz quisiera hacer algo más que sostenerse sobre la vida, si aspirase a la
hazaña y a la conducta enérgica, aun viviendo en Andalucía, tendría que comer
más y, para ello, gastar mayor esfuerzo. Pero esto sería dar a la existencia
una solución estrictamente inversa de la andaluza. Mientras creamos
haberlo dicho todo cuando acusamos al andaluz de holgazanería, seremos
indignos de penetrar el sutil misterio de su alma y cultura.
Se dice pronto
"holgazanería", aunque es una palabra bastante larga. Pero el andaluz lleva unos cuatro mil
años de holgazán, y no le va mal. En vez de afrontar el hecho con pedante
ademán de maestro de escuela y atribuir a este pueblo viejísimo la nota de
pereza como una calificación escolar, mejor será que abramos bien los ojos y agucemos
la mente a fin de entenderlo. Corremos si no el riesgo imprevisto de
enaltecer la holgazanería, puesto que ha hecho posible la deleitable y perenne
vida andaluza.
La famosa holgazanería andaluza
es precisamente la fórmula de su cultura. Como he indicado ya, la cultura
no consiste en otra cosa que en hallar una ecuación con que resolvamos el
problema de la vida. Pero el problema de la vida se puede plantear de dos
maneras distintas. Si por vida entendemos una existencia de máxima
intensidad, la ecuación nos obligará a aprontar un esfuerzo máximo. Pero
reduzcamos previamente el problema vital, aspiremos sólo a una vita minima:
entonces, con un mínimo esfuerzo, obtendremos una ecuación tan perfecta como la
del pueblo más hazañoso. Este es el caso del andaluz. Su solución es
profunda e ingeniosa. En vez de aumentar el haber,disminuye el debe; en vez de
esforzarse para vivir, vive para no esforzarse, hace de la evitación del
esfuerzo principio de su existencia.
Sería, pues, un error suponer,
sin más ni más, que el sevillano renuncia a vivir como un inglés de la City
porque es incapaz de trabajar tanto como él. Aunque sin trabajo y como
mágica donación se le ofreciese tal régimen de vida, lo rechazaría con horror.
Podrá en el andaluz ser la pereza también un defecto y un vicio; pero, antes
que vicio y defecto, es nada menos que su ideal de existencia. Esta es la
paradoja que necesita meditar todo el que pretenda comprender a
Andalucía: la pereza como ideal y como estilo decultura. Si sustituimos el
vocablo pereza por su equivalente "mínimoesfuerzo", la idea no
varía, y cobra, en cambio, un aspecto más respetable.
Venimos de una época que, más
que otra ninguna de la historia, ha hecho del máximo esfuerzo su ideal de
vida, y nos resulta difícil comprender una actividad vital tan opuesta a
la nuestra. Interpretamos, desde luego, la pereza como una simple
negación, como un puro no hacer. Pero no exageremos la indolencia de los
andaluces. A la postre, vienen a hacer todo lo que es necesario, puesto que
Andalucía existe, y su pereza no excluye por completo la labor, sino que es
más bien el sentido y el aire que adopta su trabajo. Es un trabajo
inspirado por la pereza y dirigido hacia ella, que tiende, por tanto a ser en todo
orden el mínimo, como si se avergonzase de sí mismo. Este cariz aparece
sobremanera claro si recordamos la forma petulante, ostensiva,
desmesurada, que suele tomar el trabajo en los pueblos que hacen de él su ideal.
Después de todo, como decía
Federico Schlegel, es la pereza el postrer residuo que nos queda del
Paraíso, y Andalucía el único pueblo de Occidente que permanece fiel a un ideal
paradisíaco de la vida. Hubiera sido imposible tal fidelidad si el paisaje en
que está alojado el andaluz no facilitase ese estilo de existencia. Pero no
se recaiga en la explicación trivial que considera a una cultura como efecto
mecánico del medio.
Para el hombre que llega del
Norte es la luminosidad y gracia cromática de la campiña andaluza un terrible
excitante que le induce a una vida frenética (2). Esto le lleva a suponer que la
existencia andaluza sería frenética si la indolencia no la deprimiese.
Imagina que este pueblo posee una gran vitalidad, y cuando ve pasar a
las sevillanas de ojos nocturnos, presume en sus almas magníficas pasiones y
extremados incendios. ¡Grande error! No cae en la cuenta de que el andaluz
aprovecha en sentido inverso las ventajas de su "medio". El pueblo
andaluz posee una vitalidad mínima, la que buenamente le llega del aire soleado y de la
tierra fecunda. Reduce al mínimo la reacciónsobre el medio porque no
ambiciona más y vive sumergido en la atmósfera como un vegetal.
La vida paradisíaca es, ante
todo, vida vegetal. Paraíso quiere decir vegetal, huerto, jardín. Y la existencia
de la planta se diferencia de la animal en que aquella no reacciona sobre el
contorno. Es pasiva al medio. Con sus raíces recibe el nutrimiento telúrico,
con sus hojas bebe del sol y del viento. No hace nada. Vivir, para ella, es
a un tiempo recibir de fuera el sustento y gozarse al recibirlo. El sol es
a la par alimento y caricia en la manecita verde de la hoja. En el animal se
separan más la sustentación y la delectación. Tiene que esforzarse para
lograr el alimento, y luego, con funciones diversas de ésta, buscarse sus placeres.
Cuando más al Norte vayamos más disociados encontraremos esos dos haces de
la vida. Pues bien: a un andaluz le parecen igualmente absurdas en el
inglés o el alemán la manera de trabajar y la manera de divertirse, ambas sin
mesura, desintegrada la una de la otra. Por su parte, prefiere trabajar
poco, y también divertirse sobriamente, pero haciendo a la vez lo uno y lo
otro, infusas las dos operaciones en un gesto único de vida que fluye
suavemente, sin interrupciones ni sobresaltos, como un perfecto adagio cantabile.
Diríase que en la vida andaluza, la fiesta, el domingo, rezuma sobre el resto
de la semana e impregna de festividad y dorado reposo los días
laborables. Pero también, viceversa, la fiesta es menos orgiástica y exclusiva, el
domingo más lunes y más miércoles que en las razas del Norte. Sevilla solo es
orgiástica para los turistas del Septentrión; para los nativos es siempre un poco
fiesta y no lo es del todo nunca.
Al fijarla sobre Andalucía,
nuestra pupila se deslumbra y cree ver una escena de exaltación. Pero aguardemos
un poco que pase esa impresión superficial. Pronto descubriremos que la
vida andaluza excluye toda exaltación y se caracteriza por el fino cuidado
de rebajar un tono lo mismo la pena que el placer.
Lo que subraya y antepone es
precisamente el tono menor de la vida, el repertorio de mínimas y
elementales delicias que pueden extenderse, sin altos ni bajos, con perfecta continuidad,
por toda la existencia. En el Paraíso no se comprende goces intensos,
concentrados frenéticamente en puntos del tiempo, a que siguen horas de
vacío o de amargor. El vegetal paradisíaco goza mínimamente, pero sin
discontinuidad: goza de tener su follaje bajo el baño térmico del sol, de mecer sus
ramas al venteo blando, de refrescar su médula con la lluvia pasajera. Pues
bien: aunque parezca mentira al hombre del Norte, hay todavía en este
rincón del planeta millones de seres humanos para quienes la delicia básica de la
vida es, en efecto, gozar de la temperie deleitable. Es indecible cuánta
fruición extrae el andaluz de su clima, de su cielo, de sus mañanitas azules,
de sus crepúsculos dorados. Sus placeres no son interiores, ni
espirituales, ni fundados en supuestos históricos. De todo esto ha aceptado el mínimo que
la presión de la época le imponía. Pero la raíz de su ser sigue sumergida en
esa delicia cósmica, elemental, segura, perdurable. El andaluz tiene un
sentido vegetal de la existencia y vive con preferencia en su piel. El bien
y el mal tienen ante todo un valor cutáneo: bueno es lo suave, malo lo que
roza ásperamente. Su fiesta auténtica y perenne está en la atmósfera,
que penetra todo su ser, da un prestigio de luz y de ardor a todos sus actos y
es, en suma, el modelo de su conducta. El andaluz aspira a que su cultura
se parezca a su atmósfera.(3)
Vive, pues, este pueblo
referido a su tierra, adscrito a ella en forma distinta y más esencial que otro ninguno.
Para él, lo andaluz es primariamente el campo y el aire de Andalucía. La raza
andaluza, el andaluz mismo, viene después; se siente a sí mismo como el
segundo factor, mero usufructuario de esa delicia terrena, y en este sentido, no
por especiales calidades humanas, se cree un pueblo privilegiado. Todo
andaluz tiene la maravillosa idea de que ser andaluz es una suerte loca con que ha
sido favorecido. Como el hebreo se juzga aparte entre los pueblos porque Dios
le prometió una tierra de delicias, el andaluz se sabe privilegiado porque, sin
previa promesa, Dios le ha adscrito al rincón mejor del planeta. Frente al
hombre de la tierra prometida, es el hombre de la tierra regalada, el hijo de
Adán a quien ha sido devuelto el Paraíso.
Conviene insistir sobre esta
raíz primaria del alma andaluza que es el peculiar entusiasmo por su trozo de
planeta. Y véase cómo empieza a dibujarse el sentido positivo que encierra
mi diagnóstico de la cultura andaluza como cultura campesina. La unión del
hombre con la tierra no es aquí un simple hecho, sino que se eleva a
relación espiritual, se idealiza y es casi un mito. Vive de su tierra no sólo
materialmente, como todos los demás pueblos, sino que vive de ella en idea y aun
en ideal. El gallego lejos del terruño siente morriña; el asturiano y el
vasco viven doloridos lejos de sus valles angostos y humeantes. Sin embargo, su nexo
con la campiña maternal es ciego, como físico, sin sentido de
espíritu. En cambio, para el andaluz, que no siente en la ausencia esas repercusiones
mecánicas del sentimiento, es vivir en Andalucía el ideal, consciente ideal. Y,
viceversa, mientras un gallego sigue siendo gallego fuera de Galicia, el
andaluz trasplantado no puede seguir siendo andaluz; su peculiaridad se
evapora y anula. Porque ser andaluz es convivir con la tierra andaluza,
responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas.
Este ideal -la tierra andaluza
como ideal- nos parece a nosotros, gentes más del Norte, demasiado sencillo,
primitivo, vegetativo y pobre. Está bien. Pero es tan básico y elemental, tan
previo a toda otra cosa que el resto de la vida, al producirse sobre él, nace ya
ungido y saturado de idealidad. De aquí que toda la existencia andaluza,
especialmente los actos más humildes y cotidianos -tan feos y sin
espiritualizar en los otros pueblos-, posea ese divino aire de idealidad que la
estiliza y recama de gracia. Mientras otros pueblos valen por los pisos altos de su
vida, el andaluz es egregio en su piso bajo: lo que se hace y se dice en cada
minuto, el gesto impremeditado, el uso trivial...
Pero también es verdad lo
contrario: este pueblo, donde la base vegetativa de la existencia es más ideal que
en ningún otro, apenas si tiene otra idealidad. Fuera de lo cotidiano, el
andaluz es el hombre menos idealista que conozco.
José Ortega y Gasset
Teoría de Andalucía y otros ensayos, 1927
Madrid, Revista de Occidente, 1942
_______
2 Cuenta Chateaubriand que al llegar los cien mil hijos de San Luís a la divisoria de Sierra Morena y descubrir súbitamente la campiña andaluza, les produjo tal efecto el espectáculo, que espontáneamente los batallones presentaron armas a la tierra maravillosa.
3 Espero que se me entienda bien. No se trata neciamente de censurar al andaluzsuponiendo que no hace más que vegetar. Mi idea es que su cultura -por tanto, su actividad "espiritual"- exalta y pule el plano vegetativo de la existencia. De aquí, entre otros muchos detalles, la tierna amistad del andaluz con el vegetal, con el productivo y con el superfluo, con la vid y con la flor. Cultiva el olivar, pero también el tiesto. En cuanto a la alimentación, la sensiblería socialista nos ha hecho notar innumerables veces que el gañán del campo andaluz no come apenas y está atenido a una simple dieta de gazpacho. El hecho es cierto y, sin embargo, la observación es falsa porque es incompleta. Sería más verídica si añadiese que en Andalucía come poco y mal todo el mundo, no sólo el pobre. La cocina andaluza es la más tosca, primitiva y escasa de toda la Península. Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de Córdoba o Jaén. Hasta en esto imita el andaluz al vegetal: se alimenta sin comer, vive de la pura inmersión en tierra y cielo. Lo mismo el chino.
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