.
Viajero:
has llegado a
la región más transparente del aire.
En la era
de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias extraordinarias y
amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a descubrir nuevos
mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho político cede puesto
a los discursos etnográficos y a la pintura de civilizaciones. Los
historiadores del siglo XVI fija el carácter de las tierras recién halladas,
tal como éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado por la sorpresa,
exagerado a veces. El diligente Giovanni Battista Ramusio publica su peregrina
recopilación Delle Navigationi et Viaggi en Venecia y el año de 1550. Consta la
obra de tres volúmenes in-folio, que luego fueron reimpresos aisladamente, y
está ilustrada con profusión y encanto. De su utilidad no puede dudarse: los
cronistas de Indias del Seiscientos (Solís al menos) leyeron todavía algunas
cartas de Cortés en las traducciones italianas que ella contiene.
En sus
estampas, finas y candorosas, según la elegancia del tiempo, se aprecia la
progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos se deslizan por una
raya que cruza el mar; el pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un
monstruo marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica.
Desde el seno de la nube esquemática, sopla un Éolo mofletudo, indicando el
rumbo de los vientos —constante cuidado de los hijos de Ulises. Vense pasos de
la vida africana, bajo la tradicional palmera y junto al cono pajizo de la
choza, siempre humeante; plantas exóticas y soñadas islas. Y en las costas de
la Nueva Francia, grupos de naturales entregado a los usos de la caza y la
pesquería, al baile o a la edificación de ciudades. Una imaginación como la de
Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro ante una cartografía infantil,
hubiera tramado, sobre las estampas del Ramusio, mil y un regocijos para
nuestros días nublados.
Finalmente,
las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí nuestros ojos:
he aquí un nuevo arte de naturaleza.
La
mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una
miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana
—imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se nos dice que sorbe sus
jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires
sus plumeros; los "órganos" paralelos, unidos como las cañas de la
flauta y útiles para señalar la linde; los discos del nopal —semejanza del
candelabro—, conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo
ello nos aparece como una flora emblemática, y todo como concebido para
blasonar un escudo. En los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo
y raíz, son caras abstractas, sin color que turbe su nitidez.
Esas
plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es, como la
del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de
Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de
los siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y
los colonos devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al
valle su carácter propio y terrible: —En la tierra salitrosa y hostil,
destacadas profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales,
defendiéndose de la seca.
Abarca la
desecación del valle desde el año 1449 hasta el año de 1900. Tres razas han
trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco hay de común entre el
organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años
de paz augusta. Tres regímenes monárquicos, divididos por paréntesis de
anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante
las mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar. De
Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece
correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía
echando la ultima palada y abriendo la última zanja.
Es la
desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo
escénico. Ruiz de Alarcón lo había presentido vagamente en su comedia de El
semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y
Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los
tajos. Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los
dictámenes adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas
de la prisión se cierran tras Enrrico Martín, que alza su nivel con mano
segura.
Semejante
al espíritu de sus desastres, el agua vengativa espiaba de cerca a la ciudad;
turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y cruel, barriendo sus piedras
florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres valientes.
Cuando
los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social.
El
viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en
América mucho árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla
americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente (por
mucho que en vez de colinas la quiebre enormes montañas), donde el aire brilla
como espejo y se goza de un otoño perenne. La llanura castellana sugiere
pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos fáciles y
sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad.
Alfonso Reyes
Visión de Anáhuac (1519)
____
Ver texto completo
en Google books
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.