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LOS BRAVOS (Jesús Fernández Santos)





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Tardó en cobrar conciencia de su desvelo. Recordaba el remolino de las sábanas en torno a su cuerpo. A la luz de la luna que entraba en el cuarto vio a Socorro asomada, hablando con alguien abajo, envuelta en el abrigo sobre el camisón.
—¿Quién es?
—Preguntan por ti.
Miró el cielo. Aún debían faltar casi dos horas para que amaneciese. Del patio surgió una voz masculina con un acento extraño al pueblo.
—Está muy malo.
—¿Queda lejos?
—Un poco. Traje dos caballerías.
—En seguida bajo.
Se vistió lo más aprisa que pudo. Recordando la pequeña sombra en el patio, envuelta hasta los ojos en la manta, se puso un jersey bajo la chaqueta. El relente de la noche le metió en el cuerpo un temblor. El otro le ofreció una manta alzándola del aparejo.
Los caballos, bajo la luna, parecían dormir, cubiertos hasta el cuello por los aparejos de piel blanca y sedosa. Partieron. El médico sentía al animal tantear el camino, la cabeza pegada al suelo, hasta llegar a la carretera. El pastor iba delante y al llegar al puente se detuvo, sacando una botella blanca, cuajada, que le ofreció.
—Eche un trago.
Era aguardiente y le templó el cuerpo; lo sintió bajar hasta el estómago con un sabor a hierbas y madera destilada. Aprovechó que el otro se acercaba a recoger la botella para preguntarle:
—¿Es junto al puerto?
—Está en el chozo. Tiene mucha fiebre. Yo digo sí será pulmonía...
Subían una pendiente de grava y cascajo, y el ruido de los cascos era más espaciado y seco, retumbando en cada golpe toda la potencia de la pata. Pensó en Socorro. Se habría vuelto a acostar y tardaría en dormirse. Seguía en la ventana cuando salieron; no la veía; no dijo nada, pero allí debía estar porque la luz tardó en apagarse, y aún le alcanzó el resplandor hasta más allá del puente.
«Pulmonía.» Nunca le habían venido a buscar de tan lejos. Antes de amanecer no llegarían al chozo.
Ya no sentía el frío, aquel temblor de antes, aunque a veces una racha de viento helado le azotaba la cara. «Allá arriba ha de soplar más fuerte aún; no me extrañaría que fuera pulmonía.» En la cima de la cuesta volvió el eco del río, que se fue haciendo más fuerte y claro a medida que la carretera se acercaba.
—¿Tenemos que pasar el río?
—Sí... Nosotros estamos en Bustiambre.
El nombre no le dijo nada; lo recordaba de haberlo oído otras veces; era uno de los puertos.
—¿Cuántos?
—Dos: Pascual y yo.
El otro estaba en el chozo, bajo las mantas, solo y febril, esperando. Apareció el río. Después de todo, no sería la primera vez que caía enfermo, y en cuanto a la soledad, bien acostumbrado debía estar a ella.
—¿Por qué dices que será pulmonía?
El otro iba mirando el cielo y le contestó sin volverse:
—Por el calor, ya sabe. Y el pobre tiene mucha fatiga —se llevó la mano al costado—. Le duele aquí.






Jesús Fernández Santos
Los bravos, 1954



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