1. Noche
No hay luz eléctrica en Barcelona. Ni luna. Sólo tiros e iglesias ardiendo. La gente por la calle va de un incendio a otro. Intentaron salir los bomberos, pero el pueblo cortó las mangas. Se consumen las iglesias, pero no la Catedral, ni el monasterio de Pedralbes. Lo gótico no se quema, es el único orden que le impone al pueblo. Barcelona a oscuras pero con bastantes iglesias para poder andar por la ciudad, con el trágala de las caballerías muertas y los tiros de los fascistas confortablemente instalados tras su balcón, asesinando a mansalva. Un millón de habitantes sin más luz que gigantescas antorchas. Todos los templos se parecen ahora a la Sagrada Familia, y Barcelona huele a chamusquina. Largos ramos, pobladísimas lenguas de chispas por lo negro, negro de la noche; y los humos contra las estrellas. La gente callada, de una estación a otra, con su sentido trágico de la vida en los bolsillos, esperando el milagro; dándose cuenta de que nace un mundo nuevo, que puede morir en cierne, como otras tantas veces en este mismo lecho; pero todos husmean el parto; y, barruntándolo, nadie dice nada: oyese sólo el crepitar del fuego. El fuego hacia los cielos y la ciudad negra con heridos por los portales y asesinos por los tejados. Se ven las panzas del humo a la luz de las llamas, no las espaldas, ni la altura.
Rafael Serrador, apoyado en una farola, mira cómo se abrasa la iglesia del Carmen. No se le alcanza, en su nueva vida, por qué destruyen e incendian, por qué no lo guardan para sí. Le duelen las llamas. Ya ha preguntado a veinte por qué queman, y todos se han alzado de hombros. Sin embargo, algo les mueve.
Pegado a una de las puertas divisa un viejo al que cree recordar; mirando cómo sacan las imágenes y hacen una gran falla; síguele con la vista, no le suelta y se le acerca.
-¿Por qué queman?
El vejete le mira y le dice confidencialmente:
-¡Chist! Hay que empezar siempre por el coro. Siempre.
-¿Por qué?
-¡Ahí está el meollo! -y mirándole fijo a los ojos-: Si no, son capaces de volverse a sentar allí. El hombre se lleva a Serrador Ramblas arriba: -Ven. Le hace subir a la terraza del edificio de Las Noticias.
Desde allí se descubren diez o doce incendios.
-¿Ves tú, pequeño? De cuando en cuando hay que quitarse las chinches de encima y desinfectar el ambiente. Yo he sido mozo en la escuela de Ferrer, ¿sabes? ¡Aquel sí que era un hombre! Ya sabían lo que se hacían cuando lo fusilaron. Esta va a ser tan sonada como aquélla. ¿Crees que queman por quemar? ¡Pues no! Se mata lo que se odia. Se quema por purificar y salvar la vida: para ahuyentar los malos espíritus y rehabilitar la tierra. En el mundo hay dos cosas puras y hermosas: el fuego y el desnudo. ¿El arte? Historias y engañabobos. ¡Dímelo a mí! Fabrico vírgenes del siglo XVI. Los burgueses, los comunistas; creen que quemamos por destruir, que robamos para enriquecernos. Aquí cuando un niño es malo le dicen: eres peor que un ravachol ¡Asquerosos! Lo de Ravachol es por un tranvía de Valencia, que descarrilaba con frecuencia y mató a unos cuantos. No viene a cuento. Quemamos para salvar y hacer tabla rasa; y cuando ha hecho falta robar es que hacía falta para vivir. Ya sé que no sé quién eres, pero me es igual.
El viejo estaba completamente ido y mirando la ciudad, lloraba. «¡Ferrer santo! -musitaba ¡Ferrer santo!»
De pronto se volvió rápido hacia Serrador y le dijo tajante:
-¡Porque si no las queman, volverán!
-¿Quiénes?
-Curas y diablos.
Rafael bajó otra vez hacia el puerto. Anduvo hasta la «Buena Sombra», convertida en cuartel del asalto a Atarazanas. Reinaba un barullo tremendo. Se sentó en un rincón al lado de un librero de viejo y de un vendedor de biblias protestantes.
-Mira -decía el más viejo-; la cosa no puede ser más sencilla. Aquí estamos los que no creemos en Dios y enfrente están los que creen. Y nada más. Huelgan otras explicaciones. Cuando deje de haber curas dejará de haber ricos.
-Mira, Ambrosio -dijo Serrador- más bien creería lo contrario.
-¡Tú qué sabes, mocoso! Aquí la nada, y ellos con Dios. ¡Imponente! (Era su bordón.) ¡Imponente! Claro está que lo grande es que, para los que husmeamos la verdad, pelea la nada contra la nada, pero eso se queda para los escogidos.
-Sí -dijo el vendedor de biblias-, hace siglos que nos quieren romper la crisma en nombre de Dios.
-¡Y lo que te rondaré, morena!
-Yo -dijo Serrador- creo que aquéllos creen en lo que tienen, y que son ustedes los que creen en Dios.
-¡Imponente, mocoso, imponente! ¿Me vas a querer dar lecciones a mí? Nosotros creemos en el hombre.
-Es lo mismo -dijo condescendiente Rafael. -¿Cómo que es lo mismo? Aquéllos creen en Dios porque le tienen miedo al hombre, y Dios es buen comodín.
Rafael le pregunta al propagandista protestante:
-¿Cómo vendes biblias siendo ateo?
-Si creyese en Dios, las regalaría. A mí no me engaña ni Dios -le responde guiñando un ojo y descubriendo unas encías sin más diente que un incisivo amarillo y gris oscuro, mitad por mitad.
-Yo tengo publicado un libro -encadena el librero-, donde demuestro que todas las calamidades nacen de la creencia en Dios. Con más de doscientas citas y prólogo del conde de Tolstoi.
-¿Te lo mandó él?
-¡Lo recorté yo!
El café concierto puede apenas con su oscuridad a pesar de las dos o tres docenas de bujías repartidas en mesas, mostrador y escenario. El camino de la bodega estaba libre y el bombo desfondado con una vela en el parche.
Alrededor de una mesa discutían varios hombres de la F.A.I.
-La ciudad es nuestra de arriba abajo. -¿Y la Esquerra? -¿Qué es la Esquerra sin nosotros? Ya se vio hace dos años.
-¿Y los de la U.G.T.?
-Eso es otro cantar. Pero no nos vengan con monsergas, ellos no son nadie aquí, ¡nadie! Aquí mandamos nosotros. Y en Zaragoza, y en Sevilla. Y en Valencia, si me apuras. Referente a Madrid y Bilbao, ya hablaremos.
-Tú crees que vamos a tomar directamente el poder?
-Ya resolverá el comité. Yo creo que no. Esta no es «nuestra» revolución: es la de las derechas. Ellas lo han querido, ¡allá ellas! Pero por eso mismo no podemos perder las apariencias republicanas. Nos ha llegado la hora de salvaguardar las esencias liberales y democráticas. «Afions, enfants de la Patrie. .. »
-¡No fastidies!
-Sí, hijo: ¡y viva la Constitución!
-¿Qué se sabe de Zaragoza?
-Nada. Yo siempre dije que el secretario de la Federación...
Rafael bajó otra vez hacia el puerto. Anduvo hasta la «Buena Sombra», convertida en cuartel del asalto a Atarazanas. Reinaba un barullo tremendo. Se sentó en un rincón al lado de un librero de viejo y de un vendedor de biblias protestantes.
-Mira -decía el más viejo-; la cosa no puede ser más sencilla. Aquí estamos los que no creemos en Dios y enfrente están los que creen. Y nada más. Huelgan otras explicaciones. Cuando deje de haber curas dejará de haber ricos.
-Mira, Ambrosio -dijo Serrador- más bien creería lo contrario.
-¡Tú qué sabes, mocoso! Aquí la nada, y ellos con Dios. ¡Imponente! (Era su bordón.) ¡Imponente! Claro está que lo grande es que, para los que husmeamos la verdad, pelea la nada contra la nada, pero eso se queda para los escogidos.
-Sí -dijo el vendedor de biblias-, hace siglos que nos quieren romper la crisma en nombre de Dios.
-¡Y lo que te rondaré, morena!
-Yo -dijo Serrador- creo que aquéllos creen en lo que tienen, y que son ustedes los que creen en Dios.
-¡Imponente, mocoso, imponente! ¿Me vas a querer dar lecciones a mí? Nosotros creemos en el hombre.
-Es lo mismo -dijo condescendiente Rafael. -¿Cómo que es lo mismo? Aquéllos creen en Dios porque le tienen miedo al hombre, y Dios es buen comodín.
Rafael le pregunta al propagandista protestante:
-¿Cómo vendes biblias siendo ateo?
-Si creyese en Dios, las regalaría. A mí no me engaña ni Dios -le responde guiñando un ojo y descubriendo unas encías sin más diente que un incisivo amarillo y gris oscuro, mitad por mitad.
-Yo tengo publicado un libro -encadena el librero-, donde demuestro que todas las calamidades nacen de la creencia en Dios. Con más de doscientas citas y prólogo del conde de Tolstoi.
-¿Te lo mandó él?
-¡Lo recorté yo!
El café concierto puede apenas con su oscuridad a pesar de las dos o tres docenas de bujías repartidas en mesas, mostrador y escenario. El camino de la bodega estaba libre y el bombo desfondado con una vela en el parche.
Alrededor de una mesa discutían varios hombres de la F.A.I.
-La ciudad es nuestra de arriba abajo. -¿Y la Esquerra? -¿Qué es la Esquerra sin nosotros? Ya se vio hace dos años.
-¿Y los de la U.G.T.?
-Eso es otro cantar. Pero no nos vengan con monsergas, ellos no son nadie aquí, ¡nadie! Aquí mandamos nosotros. Y en Zaragoza, y en Sevilla. Y en Valencia, si me apuras. Referente a Madrid y Bilbao, ya hablaremos.
-Tú crees que vamos a tomar directamente el poder?
-Ya resolverá el comité. Yo creo que no. Esta no es «nuestra» revolución: es la de las derechas. Ellas lo han querido, ¡allá ellas! Pero por eso mismo no podemos perder las apariencias republicanas. Nos ha llegado la hora de salvaguardar las esencias liberales y democráticas. «Afions, enfants de la Patrie. .. »
-¡No fastidies!
-Sí, hijo: ¡y viva la Constitución!
-¿Qué se sabe de Zaragoza?
-Nada. Yo siempre dije que el secretario de la Federación...
-Parece que allí empiezan a fusilar gente.
-Vosotros diréis lo que queráis, pero si no es por la guardia civil y los de asalto, ¡ya quisiera yo ver dónde estaríamos a estas horas!
-¿Y la tropa sin nosotros?
-Eso es harina de otro costal. Pero vamos a ver lo que hace la Confederación en Zaragoza y Sevilla.
-Dependerá un tanto de los gobernadores.
-¡Che, callarse! -dijo un valenciano en la oscuridad-. Hemos luchado todos por la revolución, y ahí fuera todavía quedan cuarteles que tomar.
-Sí, bueno. Hoy la Guardia Civil ha estado con nosotros, pero, ¿y mañana? Lo que hay que hacer es disolverla. Y en seguida.
En otro local ‘el del P.S.U.C., Vidiella y Comorera abonaban en el mismo sentido.
-Hay que formar Comités de Obreros y Campesinos.
Companys, después de consultar con unos y otros, formaba el Comité Central de Milicias.
-¡Se hunde la legalidad republicana! --clamaba por los gloriosos patios de la Generalidad un importante burócrata, de la Liga-: ¡Eso es crear el poder revolucionario por decreto!
-¿Y quién se lo ha buscado, monín? -le contestaba un ordenanza.
Siguen subiendo hacia los cielos oscuros las abullonadas columnas de color rojuelo, salpicadas de pavesas brillantes.
Rafael Serrador vaga por las calles tropezando con las gentes y sintiendo los lazos que le unen con los hombres, y como cogido en una red de la cual él fuese una de las mallas, una de las hebras de la noche. Por la plaza del Pino pasea un hombre completamente desnudo, gritando:
-¡Viva el Sr. Kneipp! ¡Viva el Sr. Kneipp!
Un mundo salido de sí, un mundo sin madre. Apoyado en un canalón, Rafael Serrador piensa en el agua, un agua bárbara, ímpetu bronco, raudo, tenaz, incontenible: como el de un toro de fuego, un arco iris de fuego, por encima de la ciudad vencedora.
-Vosotros diréis lo que queráis, pero si no es por la guardia civil y los de asalto, ¡ya quisiera yo ver dónde estaríamos a estas horas!
-¿Y la tropa sin nosotros?
-Eso es harina de otro costal. Pero vamos a ver lo que hace la Confederación en Zaragoza y Sevilla.
-Dependerá un tanto de los gobernadores.
-¡Che, callarse! -dijo un valenciano en la oscuridad-. Hemos luchado todos por la revolución, y ahí fuera todavía quedan cuarteles que tomar.
-Sí, bueno. Hoy la Guardia Civil ha estado con nosotros, pero, ¿y mañana? Lo que hay que hacer es disolverla. Y en seguida.
En otro local ‘el del P.S.U.C., Vidiella y Comorera abonaban en el mismo sentido.
-Hay que formar Comités de Obreros y Campesinos.
Companys, después de consultar con unos y otros, formaba el Comité Central de Milicias.
-¡Se hunde la legalidad republicana! --clamaba por los gloriosos patios de la Generalidad un importante burócrata, de la Liga-: ¡Eso es crear el poder revolucionario por decreto!
-¿Y quién se lo ha buscado, monín? -le contestaba un ordenanza.
Siguen subiendo hacia los cielos oscuros las abullonadas columnas de color rojuelo, salpicadas de pavesas brillantes.
Rafael Serrador vaga por las calles tropezando con las gentes y sintiendo los lazos que le unen con los hombres, y como cogido en una red de la cual él fuese una de las mallas, una de las hebras de la noche. Por la plaza del Pino pasea un hombre completamente desnudo, gritando:
-¡Viva el Sr. Kneipp! ¡Viva el Sr. Kneipp!
Un mundo salido de sí, un mundo sin madre. Apoyado en un canalón, Rafael Serrador piensa en el agua, un agua bárbara, ímpetu bronco, raudo, tenaz, incontenible: como el de un toro de fuego, un arco iris de fuego, por encima de la ciudad vencedora.
Max Aub
Campo cerrado, 1943
(de El laberinto mágico)
Ver Campo cerrado
en Scribd
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.