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LA HOJA ROJA (Miguel Delibes)

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Observaba a Gil con concentrada insistencia y Gil remido la marcha tratando de arrastrar al viejo en pos de sí, pero el viejo Eloy apenas avanzó unos pasos tornó a detenerse y a mirar a Gil y dijo de súbito: 

—¿Sabe usted lo que decía mi amigo Vázquez allá por el año treinta y mire que ya ha llovido?

—¿Qué? —dijo Gil.

El viejo carraspeó:

—Vázquez decía que el retiro es la antesala del otro mundo, ¿qué le parece?


Mauro Gil se impacientaba. De nuevo trató de reanudar la marcha, mas la leve presión de la mano del viejo en su antebrazo le obligó a detenerse. Contempló sus ojos gastados:—¡Bobadas! —dijo. Mas como el rostro del viejo vacilase, añadió con calor—: ¡Tonterías! El viejo Eloy pareció animarse: —Eso pienso yo. El mismo Vázquez se fue sin guardar antesala. Y ya ve usted, mi hijo Goyito, el segundo, a los veintidós. Eran como dos sombras espectrales entre la bruma, erguidos en la plaza solitaria. El viejo constató que algo insidioso le reptaba por la garganta y, al fin, confesó: 

—Puede que Vázquez exagerase —dijo—, pero de todas maneras a mí me ha salido la hoja roja en el librillo de papel de fumar (1), eso es. Había en sus pupilas estremecidas un transfondo de complacencia. Añadió con un hilo de voz: —Quedan cinco hojas.1 Se dejó arrastrar por Gil que le había tomado de un brazo. El viejo Eloy se movía a trompicones, ofreciendo una resistencia instintiva, mas cuando iba a insistir en su punto de vista, Gil le cubrió con sus palabras: 

—Bobadas. Hoy un hombre a los 70 no es un viejo, métaselo en la cabeza, don Eloy. La ley dijo setenta como pudo decir noventa. El retiro es un premio. Hoy un hombre a los setenta no es un viejo. Usted ahora podrá dedicar su tiempo a lo que le plazca; a sacar fotografías, por ejemplo.

Mientras brincaba sobre el pavimento, el viejo Eloy observaba de reojo a su compañero cuya piel cetrina, debido, sin duda, a la tirantez muscular de la vigilia y a la luz mortecina de los focos, asumía una apariencia cadavérica. La presión de la mano de Gil era cada vez más firme en su antebrazo. Ante el portal de su casa cedió y el viejo Eloy aprovechó el momento para restregarse blandamente la nariz con el pañuelo. La idea de encerrarse a solas en su habitación le producía pavor. Dijo para ganar tiempo, tercamente: 

—Quedan cinco hojas, Gil, convénzase. Las llaves tintineaban en sus manos temblonas. Entonces Gil, para reanimarle, le tomó por los hombros y dijo: —Ganas de hablar. Después de dormir pensará usted de otra manera. Es la cena y el vino y la medalla y todo. Que usted descanse, don Eloy. Mas no había llegado a la esquina cuando sintió pasos tras sí. El viejo Eloy trotaba torpemente por la calle en penumbra y al llegar a su altura jadeaba penosamente y le sonreía como pidiendo indulgencia. Guardó las llaves en el bolsillo y dijo anhelante: 

—Si no le importa, Gil, ahora le acompañaré yo a usted. He cenado demasiado. Me vendrá bien dar un paseo, creo yo.

 


Miguel Delibes
La hoja roja, 1959
 

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(1) Los librillos de papel de fumar para envolver el tabaco suelen incluir, en España, una hoja roja, en la que se advierte al usuario: «Quedan cinco hojas». (N. del E.)


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