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MUTACIÓN
ACTO
PRIMERO
Salón
—llamémoslo así— en casa del padre de MARIANA. Es una pieza, a todo foro, de
trazado irregular; el lateral izquierdo es perpendicular a la batería, pero el derecho
forma en su segunda mitad un brusco ángulo recto y la pared sigue en una extensión
de unos dos metros y medio, paralela a la batería para torcer de nuevo al cabo
de ellos, alejándose de un modo un poco oblicuo y ya definitivamente hacia el foro.
A lo largo de ese trozo de pared de dos metros y medio paralelo a la batería, se
abre un hueco de dos metros de largo por tres metros o tres metros y medio de alto
que permite ver un fragmento de una segunda habitación. El hueco tiene acceso a
la escena merced a una grandilla de dos escalones que corre en toda su extensión.
En el tercer término de dicho lateral derecho existe una puerta muy alta, y en
el tercer término del lateral izquierdo, otra del mismo tamaño. Al fondo del
foro, cristalera que da a un jardín; la cristalera está decorada con motivos
primitivos y religiosos. En la izquierda del mismo foro, arranque de escalera,
hacia abajo, que se pierde en el foso. Esto en cuanto a la estructura de la estancia.
En cuanto al moblaje, la decoración y el atrezzo, la habitación no puede resultar
más absurda: tiene el sitio de recibir, de cuarto de estar y de salón-museo; y
también tiene algo de almoneda, y algo también de sala de manicomio. Por lo pronto,
y para empezar por algún lado, hay que advertir que en el hueco que se abre en
el trozo del lateral derecho paralelo a la batería se alza una cama con dosel,
del más puro siglo xvi, y en el primer término del lateral, en el ángulo, para compensar,
una linterna cinematográfica. Y detrás de ella, otra puerta. A la derecha de la
cabecera de la cama se ve una inmensa librería, llena de volúmenes, revistas y
papeles, y en una de cuyas tablas más próximas al lecho hay instalado un bar americano
y un aparato de radio; por arriba, la librería se pierde detrás del dosel. A los
pies de la cama, dos anchos estantes repletos de cajas de cartón de tamaños diversos
y en donde reposan multitud de objetos extraños: un microscopio, un violín, un
saxófono, una guitarra, una ruleta, un mecano, dos o tres juguetes de cuerda y
un par de pistolas de salón son los más visibles. Para concluir lo que afecta
al lecho, al que —naturalmente— se sube desde la escena por la gradilla de dos
escalones ya mencionada, diremos que, apretando determinado resorte, el hueco
abierto en la pared queda tapado por una especie de persiana de corredera, parecida
a las que cierran los bureaux americanos, que juega de arriba abajo y que al
bajarse oculta la cama y la habitación. En la pared, cerca del lecho, una
campana de estación. Enfrente, en el lateral izquierdo, resulta un tiro al
blanco que han fijado en la pared. En el mismo lateral y en el ángulo del
tercer término se alza un piano de cola y cuatro atriles musicales. El moblaje
general de la estancia es de tal modo abundante que hay muchos más muebles que
espacios para circular. Se ven tres tresillos diferentes, cinco o seis sillones
de épocas y dimensiones distintas, cuatro o cinco mesas, también de diversos
tamaños y formas, tres o cuatro consolas, dos o tres cómodas, un vis-à-vis y un
ejército de sillas. También se descubre en un rincón un monumental brasero de
copa. Ninguna mesa, consola ni cómoda está libre, sino ocupada por multitud de
cacharros, jarrones, relojes de mesa, lámparas, velones, floreros, urnas y
fanales, y en todo el espacio que la vista alcanza, desde la batería al
farolillo, deja de verse un objeto y otro, porque, asimismo, hay profusión de esculturas
de todas las escuelas y estilos. En el barandado de arranque de la escalera del
fondo se levanta una figura femenina de bronce, de las que tanto se estilaban
en el siglo xix, sosteniendo unos globos de luz apagados; y a ambos lados del
ventanal del foro también existen otras figuras escultóricas, de regular
tamaño. Con las paredes, tanto del salón en que nos hallamos como de la
habitación que se descubre a través del hueco de la derecha, ocurre lo propio
que con el suelo y los muebles; y el número de cuadros, panoplias, grabados,
fotografías, cornucopias y espejos que cuelgan de ellas es tal, que las cubre
casi por entero. Por lo que afecta al techo, tampoco él se ve libre de la
abrumadora abundancia y, dejando aparte las pinturas y escayolas que lo
adornan, penden de su centro, hacia el segundo término, una inmensa araña, y,
cerca del fondo, otra más pequeña; sobre el lecho de la derecha hay también una
luz supletoria, y, por último, la escalera del fondo que simula conducir a la
planta baja, asimismo se halla iluminada por un farolón de vidrios de colores.
Se trata, en suma, como ya se habrá comprendido, al llegar aquí, de una
habitación inverosímil, tan extraña e incongruente como sus propios dueños, y
entrar en la cual no deja de producir algún mareo y se le hace difícil, por
entre las barreras de muebles, a todo aquel que no esté acostumbrado a vivir en
campos atrincherados o que no posea condiciones personales para encontrar
fácilmente la salida en los laberintos de las verbenas. Tres puertas, la del
primer término derecho, la del tercer término derecho y la del tercer término
izquierdo, ostentan gruesos y pesados cortinajes, recogidos a ambos lados con
cordones y grandes borlas; y, en general, el gusto que preside el arreglo del
salón —suponiendo que pueda presidirlo algún gusto— es el que estuvo de moda
setenta u ochenta años atrás, complicado y agravado por la insensatez diversa y
variada de sus habitantes. A excepción de los globos de luz de la escultura
femenina que remata el arranque de la escalera, las demás lámparas juegan todas
y se hallan encendidas al comenzar el acto; en total, no suman arriba de una
docena. Son las once y media, aproximadamente, de la misma noche en que se
desarrolló el prólogo. Al encenderse la luz de la mutación a oscuras, en
escena, solo y acostado en la cama, EDGARDO. Se trata, como se habrá supuesto,
del padre de MARIANA. Es un caballero de cincuenta años largos, de cara
angulosa, gran aspecto y muy cuidadoso de su persona. Decir que está acostado
no es completamente exacto, pues, en realidad, se halla sentado en la cama,
bordando en un gran bastidor rectangular. Su actitud, sin embargo, es
perfectamente digna, y todos sus ademanes, pausados y armoniosos, así como en
su empaque personal, denota inteligencia y educación exquisita. Tiene la misma
distinción innata que MARIANA y CLOTILDE, y es preciso dudar que un príncipe de
la sangre bordase a mano con más altivez, mayor prosopopeya, mayor nobleza ni
más elegancia. Viste un batín del mejor corte, de la mejor tela y del mejor
gusto, y en el bolsillo del pecho le asoman, diestramente colocadas, las cuatro
puntas de un perfumado pañuelo de seda. De tiempo en tiempo, sin dejar de
bordar, fuma, dándole lentas chupadas a una larga boquilla de esmalte que coge
y deja en un cenicero. Durante unos momentos EDGARDO borda y fuma
tranquilamente. La radio, instalada al lado de la cama, toca una música moderna
de aire romántico, que EDGARDO tararea complacido de cuando en cuando. De
pronto la música concluye y se oye la voz del speaker.
EMPIEZA
LA ACCIÓN
La
voz del «speaker».—Es un disco Odeón, e interpretada por la orquesta Whitman, acaban
ustedes de oír, señores...
EDGARDO.—(Apagando
la radio y haciendo enmudecer al speaker.) Sé perfectamente lo que acabo de oír
y no necesito que usted me lo diga. (Nueva pausa. Por la escalera del fondo
aparece entonces Fermín. Es el ayuda de cámara de Edgardo y viste el uniforme con
gran empaque. Tiene treinta y cinco años, poco más o menos. Al llegar arriba se
inclina para hablarle a alguien que viene detrás.)
FERMÍN.—Suba
por aquí. (Por la escalera surge Leoncio, un hombre de la edad aproximada de
Fermín. Aunque va de paisano, en el cuello de celuloide, en lo mal que lleva
puesta la corbata y en el chaleco a rayas que descubre debajo de la americana,
se le nota que también es criado de profesión.) Y le digo lo mismo que le dije
en los salones de abajo: mucho cuidado de no tropezar con los muebles, ¿eh?
LEONCIO.—¡Ya,
ya!
FERMÍN.—Ni
rozarlos. Ni apartarlos un dedo de donde están, porque... .), porque aquí hubo
un criado, hace cuarenta y seis años, que al limpiarlo, corrió medio palmo a la
izquierda aquel sofá que ve usted ahí. (Señala.), y se tuvo que ir a La Habana,
y murió allí de fiebre amarilla. LEONCIO.—¿Contagiado?
FERMÍN.—Del
disgusto.
LEONCIO.—(Dejando
escapar un silbido de asombro.) ¡Toma!
FERMÍN.—Para
que se vaya usted dando cuenta de dónde se va a meter...
LEONCIO.—Ya
vengo informado; pero es que el sueldo...
FERMÍN.—¡Qué
va usted a decirme! Los sueldos que se dan en esta casa son únicos en Madrid y
provincias. Pues ¿por qué he aguantado yo cinco años? Pero, amigo, pasan cosas
aquí que ni con el sueldo... Cocineras he conocido veintinueve.
LEONCIO.—Tendrá
usted el estómago despistado.
FERMÍN.—De
chóferes, manadas. De doncellas, nubes. Y de jardineros, bosques, y ya ha
llegado un momento que no puedo resistir tanta chaladura y tanta perturbación;
y en cuanto a usted, o el que me sustituya, se imponga en las costumbres de la
casa, saldré pitando... Por más que no sé si tendré aguante para esperar aún
esos días que faltan. (Edgardo ha vuelto a abrir la radio y se oye de nuevo la
voz del speaker.)
La
voz del «speaker».—Las mejores pastillas para la tos...
EDGARDO.—(Cerrando
la radio.) Ni yo tengo tos ni creo en la eficacia de las pastillas que usted
recomienda.
FERMÍN.—(Aparte,
a Leoncio.) El señor...
LEONCIO.—¿Con
quién habla?
FERMÍN.—Con
el speaker de la radio. Son incompatibles.
EDGARDO.—(Que
ha oído ruido, pero no puede verlos por la posición de la cama.) ¡Fermín!
FERMÍN.—Ya nos ha oído. (Sin moverse de donde está.) ¿Señor?
EDGARDO.—¿Qué
haces ahí?
FERMÍN.—Estoy
con el aspirante a criado nuevo, señor.
EDGARDO.—Acércamelo,
a ver si me gusta. FERMÍN.—Me parece que sí que le va a gustar al señor.
(Aparte, a Leoncio, en voz baja.) Atúsese usted un poco, que como no le pete al
primer golpe de vista, no entra usted en la casa. (Le ayuda a peinarse un poco
y a ponerse bien la corbata.) Ahora le hará el interrogatorio misterioso. ¿Se
acuerda usted bien de las respuestas? LEONCIO.—Sí, sí...
FERMÍN.—Dios
quiera que no meta usted la pata...
EDGARDO.—¡Fermín!
¿No me has oído?
FERMÍN.—Sí,
señor, sí. Ahí vamos.
LEONCIO.—¿Por dónde se llega a la cama? ¿Por
aquí? (Intenta echar a andar por entre dos muebles.) FERMÍN.—No. Ése es el
camino que lleva a la consola grande. Y por ahí (Señala otros dos muebles.) se
va al tiro al blanco. A la cama es por aquí. Sígame usted con cuidado... (Echa
a andar por entre los muebles, seguido de Leoncio, con muchas precauciones para
no tirar osas, lentamente y haciendo infinidad de eses.)
EDGARDO.—¡Fermín!
Enrique Jardiel Poncela
Eloísa está debajo de un almendro, 1940
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