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ELOÍSA ESTÁ DEBAJO DE UN ALMENDRO (Enrique Jardiel Poncela)

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MUTACIÓN

ACTO PRIMERO

Salón —llamémoslo así— en casa del padre de MARIANA. Es una pieza, a todo foro, de trazado irregular; el lateral izquierdo es perpendicular a la batería, pero el derecho forma en su segunda mitad un brusco ángulo recto y la pared sigue en una extensión de unos dos metros y medio, paralela a la batería para torcer de nuevo al cabo de ellos, alejándose de un modo un poco oblicuo y ya definitivamente hacia el foro. A lo largo de ese trozo de pared de dos metros y medio paralelo a la batería, se abre un hueco de dos metros de largo por tres metros o tres metros y medio de alto que permite ver un fragmento de una segunda habitación. El hueco tiene acceso a la escena merced a una grandilla de dos escalones que corre en toda su extensión. En el tercer término de dicho lateral derecho existe una puerta muy alta, y en el tercer término del lateral izquierdo, otra del mismo tamaño. Al fondo del foro, cristalera que da a un jardín; la cristalera está decorada con motivos primitivos y religiosos. En la izquierda del mismo foro, arranque de escalera, hacia abajo, que se pierde en el foso. Esto en cuanto a la estructura de la estancia. En cuanto al moblaje, la decoración y el atrezzo, la habitación no puede resultar más absurda: tiene el sitio de recibir, de cuarto de estar y de salón-museo; y también tiene algo de almoneda, y algo también de sala de manicomio. Por lo pronto, y para empezar por algún lado, hay que advertir que en el hueco que se abre en el trozo del lateral derecho paralelo a la batería se alza una cama con dosel, del más puro siglo xvi, y en el primer término del lateral, en el ángulo, para compensar, una linterna cinematográfica. Y detrás de ella, otra puerta. A la derecha de la cabecera de la cama se ve una inmensa librería, llena de volúmenes, revistas y papeles, y en una de cuyas tablas más próximas al lecho hay instalado un bar americano y un aparato de radio; por arriba, la librería se pierde detrás del dosel. A los pies de la cama, dos anchos estantes repletos de cajas de cartón de tamaños diversos y en donde reposan multitud de objetos extraños: un microscopio, un violín, un saxófono, una guitarra, una ruleta, un mecano, dos o tres juguetes de cuerda y un par de pistolas de salón son los más visibles. Para concluir lo que afecta al lecho, al que —naturalmente— se sube desde la escena por la gradilla de dos escalones ya mencionada, diremos que, apretando determinado resorte, el hueco abierto en la pared queda tapado por una especie de persiana de corredera, parecida a las que cierran los bureaux americanos, que juega de arriba abajo y que al bajarse oculta la cama y la habitación. En la pared, cerca del lecho, una campana de estación. Enfrente, en el lateral izquierdo, resulta un tiro al blanco que han fijado en la pared. En el mismo lateral y en el ángulo del tercer término se alza un piano de cola y cuatro atriles musicales. El moblaje general de la estancia es de tal modo abundante que hay muchos más muebles que espacios para circular. Se ven tres tresillos diferentes, cinco o seis sillones de épocas y dimensiones distintas, cuatro o cinco mesas, también de diversos tamaños y formas, tres o cuatro consolas, dos o tres cómodas, un vis-à-vis y un ejército de sillas. También se descubre en un rincón un monumental brasero de copa. Ninguna mesa, consola ni cómoda está libre, sino ocupada por multitud de cacharros, jarrones, relojes de mesa, lámparas, velones, floreros, urnas y fanales, y en todo el espacio que la vista alcanza, desde la batería al farolillo, deja de verse un objeto y otro, porque, asimismo, hay profusión de esculturas de todas las escuelas y estilos. En el barandado de arranque de la escalera del fondo se levanta una figura femenina de bronce, de las que tanto se estilaban en el siglo xix, sosteniendo unos globos de luz apagados; y a ambos lados del ventanal del foro también existen otras figuras escultóricas, de regular tamaño. Con las paredes, tanto del salón en que nos hallamos como de la habitación que se descubre a través del hueco de la derecha, ocurre lo propio que con el suelo y los muebles; y el número de cuadros, panoplias, grabados, fotografías, cornucopias y espejos que cuelgan de ellas es tal, que las cubre casi por entero. Por lo que afecta al techo, tampoco él se ve libre de la abrumadora abundancia y, dejando aparte las pinturas y escayolas que lo adornan, penden de su centro, hacia el segundo término, una inmensa araña, y, cerca del fondo, otra más pequeña; sobre el lecho de la derecha hay también una luz supletoria, y, por último, la escalera del fondo que simula conducir a la planta baja, asimismo se halla iluminada por un farolón de vidrios de colores. Se trata, en suma, como ya se habrá comprendido, al llegar aquí, de una habitación inverosímil, tan extraña e incongruente como sus propios dueños, y entrar en la cual no deja de producir algún mareo y se le hace difícil, por entre las barreras de muebles, a todo aquel que no esté acostumbrado a vivir en campos atrincherados o que no posea condiciones personales para encontrar fácilmente la salida en los laberintos de las verbenas. Tres puertas, la del primer término derecho, la del tercer término derecho y la del tercer término izquierdo, ostentan gruesos y pesados cortinajes, recogidos a ambos lados con cordones y grandes borlas; y, en general, el gusto que preside el arreglo del salón —suponiendo que pueda presidirlo algún gusto— es el que estuvo de moda setenta u ochenta años atrás, complicado y agravado por la insensatez diversa y variada de sus habitantes. A excepción de los globos de luz de la escultura femenina que remata el arranque de la escalera, las demás lámparas juegan todas y se hallan encendidas al comenzar el acto; en total, no suman arriba de una docena. Son las once y media, aproximadamente, de la misma noche en que se desarrolló el prólogo. Al encenderse la luz de la mutación a oscuras, en escena, solo y acostado en la cama, EDGARDO. Se trata, como se habrá supuesto, del padre de MARIANA. Es un caballero de cincuenta años largos, de cara angulosa, gran aspecto y muy cuidadoso de su persona. Decir que está acostado no es completamente exacto, pues, en realidad, se halla sentado en la cama, bordando en un gran bastidor rectangular. Su actitud, sin embargo, es perfectamente digna, y todos sus ademanes, pausados y armoniosos, así como en su empaque personal, denota inteligencia y educación exquisita. Tiene la misma distinción innata que MARIANA y CLOTILDE, y es preciso dudar que un príncipe de la sangre bordase a mano con más altivez, mayor prosopopeya, mayor nobleza ni más elegancia. Viste un batín del mejor corte, de la mejor tela y del mejor gusto, y en el bolsillo del pecho le asoman, diestramente colocadas, las cuatro puntas de un perfumado pañuelo de seda. De tiempo en tiempo, sin dejar de bordar, fuma, dándole lentas chupadas a una larga boquilla de esmalte que coge y deja en un cenicero. Durante unos momentos EDGARDO borda y fuma tranquilamente. La radio, instalada al lado de la cama, toca una música moderna de aire romántico, que EDGARDO tararea complacido de cuando en cuando. De pronto la música concluye y se oye la voz del speaker.



EMPIEZA LA ACCIÓN

La voz del «speaker».—Es un disco Odeón, e interpretada por la orquesta Whitman, acaban ustedes de oír, señores...

EDGARDO.—(Apagando la radio y haciendo enmudecer al speaker.) Sé perfectamente lo que acabo de oír y no necesito que usted me lo diga. (Nueva pausa. Por la escalera del fondo aparece entonces Fermín. Es el ayuda de cámara de Edgardo y viste el uniforme con gran empaque. Tiene treinta y cinco años, poco más o menos. Al llegar arriba se inclina para hablarle a alguien que viene detrás.)

FERMÍN.—Suba por aquí. (Por la escalera surge Leoncio, un hombre de la edad aproximada de Fermín. Aunque va de paisano, en el cuello de celuloide, en lo mal que lleva puesta la corbata y en el chaleco a rayas que descubre debajo de la americana, se le nota que también es criado de profesión.) Y le digo lo mismo que le dije en los salones de abajo: mucho cuidado de no tropezar con los muebles, ¿eh?

LEONCIO.—¡Ya, ya!

FERMÍN.—Ni rozarlos. Ni apartarlos un dedo de donde están, porque... .), porque aquí hubo un criado, hace cuarenta y seis años, que al limpiarlo, corrió medio palmo a la izquierda aquel sofá que ve usted ahí. (Señala.), y se tuvo que ir a La Habana, y murió allí de fiebre amarilla. LEONCIO.—¿Contagiado?

FERMÍN.—Del disgusto.

LEONCIO.—(Dejando escapar un silbido de asombro.) ¡Toma!

FERMÍN.—Para que se vaya usted dando cuenta de dónde se va a meter...

LEONCIO.—Ya vengo informado; pero es que el sueldo...

FERMÍN.—¡Qué va usted a decirme! Los sueldos que se dan en esta casa son únicos en Madrid y provincias. Pues ¿por qué he aguantado yo cinco años? Pero, amigo, pasan cosas aquí que ni con el sueldo... Cocineras he conocido veintinueve.

LEONCIO.—Tendrá usted el estómago despistado.

FERMÍN.—De chóferes, manadas. De doncellas, nubes. Y de jardineros, bosques, y ya ha llegado un momento que no puedo resistir tanta chaladura y tanta perturbación; y en cuanto a usted, o el que me sustituya, se imponga en las costumbres de la casa, saldré pitando... Por más que no sé si tendré aguante para esperar aún esos días que faltan. (Edgardo ha vuelto a abrir la radio y se oye de nuevo la voz del speaker.)

La voz del «speaker».—Las mejores pastillas para la tos...

EDGARDO.—(Cerrando la radio.) Ni yo tengo tos ni creo en la eficacia de las pastillas que usted recomienda.

FERMÍN.—(Aparte, a Leoncio.) El señor...

LEONCIO.—¿Con quién habla?

FERMÍN.—Con el speaker de la radio. Son incompatibles.

EDGARDO.—(Que ha oído ruido, pero no puede verlos por la posición de la cama.) ¡Fermín! FERMÍN.—Ya nos ha oído. (Sin moverse de donde está.) ¿Señor?

EDGARDO.—¿Qué haces ahí?

FERMÍN.—Estoy con el aspirante a criado nuevo, señor.

EDGARDO.—Acércamelo, a ver si me gusta. FERMÍN.—Me parece que sí que le va a gustar al señor. (Aparte, a Leoncio, en voz baja.) Atúsese usted un poco, que como no le pete al primer golpe de vista, no entra usted en la casa. (Le ayuda a peinarse un poco y a ponerse bien la corbata.) Ahora le hará el interrogatorio misterioso. ¿Se acuerda usted bien de las respuestas? LEONCIO.—Sí, sí...

FERMÍN.—Dios quiera que no meta usted la pata...

EDGARDO.—¡Fermín! ¿No me has oído?

FERMÍN.—Sí, señor, sí. Ahí vamos.

 LEONCIO.—¿Por dónde se llega a la cama? ¿Por aquí? (Intenta echar a andar por entre dos muebles.) FERMÍN.—No. Ése es el camino que lleva a la consola grande. Y por ahí (Señala otros dos muebles.) se va al tiro al blanco. A la cama es por aquí. Sígame usted con cuidado... (Echa a andar por entre los muebles, seguido de Leoncio, con muchas precauciones para no tirar osas, lentamente y haciendo infinidad de eses.)

EDGARDO.—¡Fermín!  



Enrique Jardiel Poncela
Eloísa está debajo de un almendro, 1940



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