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LAS CRÓNICAS DE EFRAÍN HUERTA (Guillermo Sheridan)

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La década de los años treinta concentra las pasiones del siglo XX. En asunto de poesía, sus contradicciones, sus formas de fe y sus mitologías se expresaron en disputas e himnos legendarios. Apretó el ímpetu de las vanguardias previas, y procedió a replantearlas en un escenario de profundas tensiones sociales y políticas. Un frenesí creativo y libertario acorde a tiempos en que se replanteaba la naturaleza misma de la sociedad, y cuyas discusiones sobre el sentido de la literatura afectarían al resto del siglo. Esa tirantez se halla determinada por el apogeo de las ideologías políticas (todas en crisis) y de sus diversas, rijosas traducciones: la aparición de las “masas” como un actor histórico, la crisis del capitalismo, el protagonismo del intelectual como conciencia moral y del poeta como su traductor, la mitificación y vulgarización de la ciencia, la crisis final de los viejos imperios nobiliarios y el surgimiento de los imperios militares, el colapso de las convicciones religiosas... Un adecuado caldo de cultivo para incubar la plaga de los totalitarismos.
El reflejo de esos conflictos en el terreno de las ideas provocó un hervor crítico de magnitud tal que el resto del siglo se opaca ante esa década. Nacida con la gran depresión de 1929, parida por una guerra mundial y ya preñada de la siguiente, la década roja contiene todas las discusiones que definieron la modernidad. Los treintas son también años cenitales en producción de artes y letras. Contienen el grand finale de las vanguardias; las luchas y deificaciones del propagandismo; el escritor adornado de laureles en el Kremlin o de gargajos en el gulag; el apogeo de la propaganda y la publicidad, las querellas sobre la función de las ideas y el papel de los escritores, las corporaciones de intelectuales y la seducción de los “tontos útiles” (como les llamaba Stalin); los encontronazos definitorios entre la conciencia creativa individual y las corporaciones políticas.
Aurora roja reúne cien crónicas periodísticas escritas por el poeta y periodista Efraín Huerta entre 1936 y 1939. Es un libro pertinente, pues los treintas mexicanos –más allá de la política local, y aún ahí con reservas– están lejos de haber sido bien estudiados. Los treintas son el continente negro de la historiografía mexicana. Son si acaso una capilla mítica de la iglesia contestataria, poblada de lugares comunes y santitos simplones, apresuradamente canonizados. Y parecería que se les prefiere así y que es mejor no interrogarlos demasiado: en no pocos aspectos, esa década es la matriz de conflictos, posturas y sentimientos que parecen reciclarse en el México que ingresa al siglo xxi. Poco a poco, a pesar de todo, los treinta comienzan a alzar la cabeza. El ámbito mexicano, en su escala, refleja la intensidad de la década y la traduce a sus propias circunstancias y necesidades. Lo hace con un empeño que desata a la vez comedias penosas y actos de enorme nobleza. La cultura mexicana vive como propias querellas que escapaban los límites de su nacionalismo y ensaya una fraternidad intelectual inédita con el mundo. Trotsky abre la curiosidad y luego se viven intensamente la expansión de los imperialismos, el drama de la Guerra Civil Española y la Guerra Mundial. Una ebullición ejemplar en la que se viven y discuten ideas económicas, políticas, sociales y morales de toda índole y coloratura: la vulgarización de las ideas de Freud o Einstein alteran los paisajes mentales, el apogeo del cinematógrafo y la radio socializan la experiencia del mundo exterior, el atractivo de la ciencia, la cultura del turismo, la instauración definitiva del reino de la publicidad, modifican todos los esquemas en la asombrada conciencia de ser parte de la modernidad.
La perspectiva de estas crónicas es la de un joven poeta que vive intensamente esas tensiones y las vive como las narra: con pasión y frescura descaradas. Participa de la convicción colectiva de vivir en la alborada de la verdadera historia, de que la “liberación” es inminente, que la lucha contra el fascismo y la democracia burguesa es el último obstáculo hacia el mundo perfecto de la dictadura del proletariado, que los amores no sólo son más amorosos que antes, sino un éxtasis perpetuo. Ningún escritor en México vivió tan radicalmente esas convicciones como Huerta. Se levanta cada mañana en una exaltación que las crónicas reflejan: cada beso funda repúblicas liberadas, cada viaje hacia el interior del país conduce hacia las verdad profunda de México, cada película vista, cada poema escrito o leído es un paso en la marcha hacia la libertad social, política, sexual. Huerta no dudó nunca de esa fe y su exaltación no dejaba sitio para la duda crítica; no fue, ni quiso ser un intelectual. La única resistencia a su fe será el paso del tiempo, que termina por institucionalizar esa liturgia a contrapelo y por conducirla a la amargura de algunos poemas, como el magnífico “Borrador para un testamento”. Los artículos que recoge este libro son las ilustraciones periodísticas de la materia prima de ese fervor juvenil. Ecos del entusiasmo colectivo del cardenato, el desglose trabado de un “redimir al mundo cada mañana” que se convierte en artículo semanal. Dentro de ese fervor, Huerta acoge en estas crónicas todos los tópicos de la hora: la lucha de los frentes populares contra el fascismo, el debut de los jóvenes universitarios como activos del poder, la celebración de la URSS, la creación de los colectivos de intelectuales, las querellas entre antiguos y modernos, el paso de la polémica sobre nacionalismo a las disputas entre literatura “comprometida” y “pura”, o sobre el imperativo de practicar el “realismo-socialismo”. En las crónicas repercuten todos los conflictos: la transición de Maiakovsky de poeta-héroe comunista a suicida pequeñoburgués, la renuncia de André Gide al pc francés luego de su retorno de la URSS, el asesinato de García Lorca, el conflicto entre surrealistas y estalinistas.
Pero el periodismo juvenil de Huerta no se limitó a esas cuestiones y por eso, además de relevante, es un libro delicioso. La intensidad del muchacho se vuelca hacia el cine, el amor, los viajes, la vida juvenil y universitaria, los barrios de su ciudad amada y aborrecida. Y, de manera esencial, la poesía, pues a cada momento las crónicas registran temas, y aun versos o imágenes que aparecen también en los poemas. Sabrosos paseos por la dicha de vivir, amar, combatir, leer. En este sentido, el material aquí recopilado no es sólo una reflexión relevante sobre la vida en México en tiempos de Cárdenas (en el extremo opuesto al de Salvador Novo), sino también una compañía activa para la lectura del Huerta poeta y una inmejorable ventana hacia su taller. Sobre todo en las crónicas alejadas del hervor político, hay una voluntad de escritura que ansía elevarse en vuelo poético; un tono con elementos de la crónica del México reciente que llega a su apogeo en López Velarde, evidente maestro de Huerta a la hora de narrar la experiencia de la ciudad en prosa. Ávido de su país, Huerta hace crónicas de sus viajes al interior quizá redactadas durante el cumplimiento de sus tareas políticas. O narrar un encuentro de futbol, la historia de la generación de Taller, trazar semblanzas de sus amigos, confesar intimidades de su vida amorosa, abrir su diario de lecturas (Pellicer, González Tuñón, Alberti, Paz, Neruda).
Las crónicas de Aurora roja (crónicas juveniles en tiempos de Lázaro Cárdenas, 1936-1939) fueron reunidas por Maribel Torre, Maribel de la Fuente, Gustavo Jiménez y por quien firma esta nota, responsable también de las notas y el estudio preliminar. Es un libro peculiar: no está a la venta. La edición se limita a cincuenta ejemplares no venales y fuera de comercio que han sido entregados a otras tantas bibliotecas en México y el extranjero. Leído el trabajo, de cuya existencia siempre estuvo al tanto, David Huerta, heredero de Efraín, recordó en el último momento que su padre había dicho que esas crónicas juveniles nunca se recogieran en libro y luego propuso que el trabajo se quedase en la biblioteca. No me parece mal: las bibliotecas son de los pocos lugares dignos que restan en México.


Guillermo Sheridan




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