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En esto, Montezuma dispara una flecha a Cortés, y se arma un lío tal en el escenarioque el indiano pierde el hilo de la historia y sólo es sacado de su alelamiento al ver que cambia la decoración y nos vemos, de pronto, en el interior de un palacio cuyas paredes se adornan de símbolos solares, donde aparece ahora el Emperador de México vestido a la española.—“¡Eso sí que está raro!” —observa el indiano, al darse cuenta de que el Signor Massimiliano Miler se ha quitado el disfraz que él —el que está aquí, en este palco, el rico, el riquísimo negociante de plata— llevaba puesto anoche, antenoche, o ante-ante-antenochísima, o no sé cuándo, para parecerse a los señores de la aristocracia romana que, por presumir de austeros ante las extravagancias de la Serenísima República, adoptaban ahora las modas de Madrid o de Aranjuez, como lo hacían muy naturalmente, desde siempre, los ricos señores de Ultramar. Pero, de todos modos, este Montezuma ataviado a la española resulta tan insólito, tan inadmisible, que la acción vuelve a enredarse, atravesarse, enrevesarse, en la mente del espectador, de tal modo que ante el nuevo atuendo del Protagonista, del Jerjes vencido, de la tragedia musical, se le confunde el cantante con las tantas y tantas gentes de personalidad cambiada como pudieron verse en el carnaval vivido anoche, antes de anoche o no sé cuándo, hasta que se cierra el telón de terciopelo encarnado sobre un vigoroso llamado a combate naval, lanzado por un Asprano, otro “general de los mexicanos” a quien jamás mencionaron Bernal Díaz del Castillo ni Antonio de Solís en sus crónicas famosas... Suenan nuevamente las horas dadas por los “mori” del Orologio; se conciertan en presurosas percusiones los martillos tramoyistas, pero el Preste Vivaldi no abandona el ámbito de la orquesta, cuyos músicos se ponen a pelar naranjas o empinan las fiascas del tintazo, y, sentándose en un taburete, se entrega a la tarea de revisar los papeles pautados del acto siguiente, marcando una corrección, a veces, con malhumorada pluma. Tal atención de lectura se observa en su modo de pasar las hojas, con gestos que en nada afectan la inmovilidad de su flaco lomo, que nadie se atreve a molestarlo. —“Tiene mucho de Licenciado Cabra” —dice el indiano, recordando el célebre dómine de la novela que ha corrido por toda América.— “Licenciado “
Cabro”, diría yo...” —apunta Filomeno, a quien las redondas caderas y el sonrosado escote de Anna Giró no dejaron insensible... Pero ahora el arco del virtuoso da entrada a una nueva sinfonía —en tiempo lento y apoyado, esta vez—, ábrese el escenario, y estamos en una vasta sala de audiencias, en todo parecida a la que se nos muestra en el cuadro que posee el indiano en su casa de Coyoacán, donde se asiste a un episodio de la Conquista —más fiel a la realidad, en cierto modo, que lo que hasta ahora se ha visto aquí. Ahora Teutile (¿hay que aceptar, decididamente, que es hembra y no varón?), lamenta el destino de su padre, cautivo de los españoles, que actuaron con alevosía. Pero Asprano dispone de hombres listos a rescatarlo: “ Están impacientes mis guerreros por montar en sus canoas y piraguas; impacientes por castigar al Duce ” (sic) “que a su palabra faltó”.” Entran en escena Hernán Cortés y la Emperatriz y se entrega la mexicana a un patético lamento donde un acento evocador de la Reina Atossa de Esquilo se mezcla (en este comienzo que escuchamos ahora) a un cierto derrotismo malinchero. Reconoce Mitrena-Malince que aquí se vivía en tinieblas de idolatría; que la derrota de los aztecas había sido anunciada por pavorosos presagios. Además:
“Per sécolo si lunghi
furo i popoli cotanto idioti
ch´anche i propi tesor gl´érano ignoti”,
y se había entendido de pronto que eran Falsos Dioses los que en estas tierras se adoraban; y que, al fin, por Cozumel, en trueno de cañones y lombardas, había llegado la Verdadera Religión, con la pólvora, el caballo y la Palabra de los Evangelios. Una civilización de hombres superiores se había impuesto con dramáticas realidades de razón y de fuerza... Pero, por lo mismo (y aquí se esfumaba el malinchismo de Mitrena en valiente subida del tono), la humillación impuesta a Montezuma era indigna de la cultura y el poderío de tales hombres:
"Si del Cielo de Europa a esta parte del
Occidente habéis pasado, sed Ministro, señor, y no Tirano".
Aparece Montezuma encadenado. Se envenena la discusión. Se agitan los músicos del Maestro Antonio bajo el repentino alboroto de su batuta; hay mutación de escena como sólo, por operación portentosa de sus “machinas”, las hacen los tramoyistas venecianos, y, en luminosa visión, aparece el gran Lago de Texcoco, con volcanes por fondo, surcado de embarcaciones indias, y se arma una tremenda naumaquia con encarnizada trabazón de españoles y mexicanos, clamores de odio, muchas flechas, ruido de aceros, morriones caídos, tajos y mandoblazos, hombres al agua, y una caballería que irrumpe repentinamente por el foro, acabando de desaforar la turbamulta; suenan trompetas arriba, suenan trompetas abajo, hay estridencias de pífanos y clarines, y es el incendio de la flota azteca, con fuego griego, fumarolas de artificio, centellas, humos y pirotecnias de alto vuelo, vocerío, confusión, gritos y desastres.—“¡Bravo! ¡Bravo! —
clama el indiano—: ¡Así fue! ¡Así fue!”—“¿Estuvo usted en eso?” —pregunta Filomeno, socarrón.—“No estuve, pero digo que así fue y basta”...
Alejo Carpentier
Concierto Barroco, 1974
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