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Yo el supremo Dictador de la República
Ordeno que al acaecer mi muerte mi
cadáver sea decapitado; la cabeza puesta
en una pica por tres días en la Plaza de la
República donde se convocará al pueblo al
son de las campanas echadas a vuelo.
Todos mis servidores civiles y militares
sufrirán pena de horca. Sus cadáveres
serán enterrados en potreros de extramuros
sin cruz ni marca que memore sus nombres.
Al término del dicho plazo, mando que mis
restos sean quemados y las cenizas
arrojadas al río.
¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de Gaceta porteña ni arrancada de libros, señor. ¡Qué libros va a haber aquí fuera de los míos! Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichean en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Tráeme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea del año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta en su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado de su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Tráeme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de de la independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más de chillar. No han enmudecido todavía. Siempre encuentra nuevas formas de secretar su maldito veneno.
Sacan panfletos, pasquines, libelos, caricaturas. Soy una figura indispensable para la maledicencia. Por mi, pueden fabricar su papel con trapos consagrados. Escribirlo, imprimirlo con letras consagradas sobre una prensa consagrada. ¡Impriman sus pasquines en el Monte Sinai, si se les frunce la realísima gana, folicularios letrinarios!
Hum. Ah. Oraciones fúnebres, panfletos condenándome a la hoguera. Bah. Ahora se atreven a parodiar mis Decretos supremos. Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de el; llegar hasta mí desde sus madrigueras. Taparme la boca con la voz que los fulmino. Recubrirme en palabra, en figura. Viejo ruco de los hechiceros de las tribus. Refuerza la vigilancia de los que se alucinan con poder suplantarme después de muerto.
Augusto Roa Bastos
Yo el supremo, 1974
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Augusto Roa Bastos (1917-2005) es uno de los narradores hispanoamericanos de mayor relieve internacional. Premio Cervantes en 1989, su obra proyecta hacia el futuro la literatura paraguaya, gracias al peso que adquiere en ella la cultura hispana guaraní. El resultado de este proceso es un discurso novedoso que recoge las preocupaciones de autores como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el peruano José María Arguedas. Expresión de lo que la crítica ha designado como neoindigenismo, su obra narrativa desde El trueno entre las hojas, hace visible la vigorosa literatura popular de tradición oral que ha estado presente en la cultura del Paraguay.
(...) La maestría de este autor se aprecia en sus procedimientos y en los diversos elementos que conjuga en su discurso novelesco: testimonios y documentos históricos, que entrevera con otros de invención, de modo que los datos documentales se tornan ficticios al incorporarse a la novela. Se ha destacado de manera especial la imagen que nos ofrece Roa Bastos del célebre dictador Gaspar Rodríguez Francia, que inspira la historia de Yo, el Supremo. El autor entiende lo literario como un hecho de lengua en el contexto de una cultura, compromiso que asumió en su sentido más profundo y raigal.
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