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Imagen: Anna Hammerl |
El patio morado
El paño morado de una prolongada tristeza colgaba de los largos patios, de las cámaras abullonadas que formaban el palacio del obispado. En el centro el gran patio cuadrado parecía inundado de amistosas sombras desde la muerte de Monseñor. Los pasos fríos de los sacerdotes, que parecían contados por una eternidad que se divierte, lo atravesaban como el eco baritonal de un sermón fúnebre. Siempre había sido un palacio melancólico, no como son todos los palacios, sino con la melancolía que nos invade más que nos posee cuando contemplamos un surtidor de escarcha. Ahora era algo más que un palacio melancólico, una tristeza fuerte e invasora pesaba no como una sombra, sino como el crepúsculo que va quemando sus diminutos címbalos, sus últimas llamas ante la invasión de la lluvia tenaz. El patio en el centro del palacio, y en el patio, esquinado, el loro. La humedad era imborrable: el que por allí pasaba después recordaba aquella frialdad en el calambre que ocupaba la punta de un dedo o que rociaba un buen fragmento de su espalda. Las paredes de aquel patio parecían intentar asimilar cada una de las lagartijas que manchaban su epidermis; gigantescos sumandos de colas de lagartijas habían depositado un blando tegumento parecido al sudor del caballo. Todo lo contrario sucedía en las plumas del loro: la humedad picada en uno de sus puntos por la tangente del rayo de luz producía un vicioso deslumbramiento.
La capa blanducha depositada en las paredes tendría el mismo espesor que lentas pisadas, en ocasiones rapidísimas, había ido depositando sobre el suelo. Estas pisadas tenían tanta relación con la aparición de ciertos pensamientos, como el desenvolvimiento de la figura en el tiempo. Si es un paso lento, fraguado laboriosamente, un pensamiento espeso, impenetrable, le va dictando casi en ondas marmóreas su continuidad inalterable. Cuando el paso se hace más ligero, el pensamiento se detiene, busca apoyarse en los objetos. En ocasiones no logra apoyarse, sólo roza al pasar, o los roza tan sólo con la mirada. Las cosas decisivas y concretas –la jarra con heliotropos o el pájaro que conduce al girasol en su pico rosado–, tendrían que ser barridas con el tacto. ¿Una mirada es insuficiente para congelarlos en su carrera? No es la mirada enteramente lineal la que los detiene, logrando sólo producir una invisible malla que como el tufo del plomo detiene la oxidación de la sangre. El paso podía ser raudo, o casi inmóvil, pero las baldosas se contentaban con crujir como el misal que aun apretado levemente suena como la seda cuando el cuchillo la pulimenta sin rasgarla.
–«Las alondras del obispo»– exclamaban los muchachos cuando penetraban furtivamente en el patio. Después muy cerca formaban una turbadora conversación. De pronto, se apartaba lentamente uno de los muchachos como si sintiera que lo llamaban del patio del obispado. Era algún encargo: traería agua con limón, o iría un poco más lejos a comprar hilo morado. Dos o tres de esos ociosos donceles muy raras veces prorrumpían en el patio, pero el eco diciéndonos que esa visita no era deseada, se decidía a imponerles la separación. En realidad el patio estaba ocupado por tres misterios de indudable atracción: el eco, peligrosa divinidad, el loro y una jaula conteniendo las alondras del Obispo, situada frente a las babilónicas llamas que lanzaba el plumaje del loro. En la tarde, un hombre abundante de las células estrelladas que forman el tejido adiposo, con su voz como la de barítono castrado, abría la portezuela de la jaula. Alguna de las alondras, a las que los años de prisión habían casi cegado, permanecían inalterables, pero las más jóvenes buscaban codiciosas la luz. La más reciente de las alondras se apartaba de las que no deseaban salir de la jaula y del grupo más numeroso de las que se reunían para la hora de paseo que les concedía aquel hombre gordo, rojizo, reiterado, que era como la caricatura que las sombras producían al apoyar sus pantuflas en los palios y en las cortinas moradas. La alondra marcada con un pequeño lazo amarillo para distinguirla de las demás, saltaba para posarse en los palos cruzados donde se apacentaba el loro. Era una fiesta veneciana, un paisaje de arrozales en Ceylán, el momento en que el sol se subdividía en tal forma que parecía como si los dos animales, uno al lado del otro, rodeados por un halo de agua tornasol, soltasen diminutas fuentes, donde la maravilla no fuese el líquido chorro ascensional, sino la ascensión de los peces ocultos en el mismo chorro.
Otras veces el peligro era inverso. El loro se introducía momentáneamente en el centro de la jaula de las alondras. Entonces todo el color se iba reconcentrando en un punto que aumentaba hasta reventar. A su alrededor cada alondra parecía nadar en su canto, prescindiendo de aquel bulto de tan mal gusto que el loro colocaba; colocándose en el centro de todas las alondras.
Esto hacía que el que entraba con precipitación en el patio del obispado, dudase, sobre todo cuando el sol se entretenía en sus cegadores manotazos, de la verdadera situación del loro y de la verídica extensión del canto de las alondras.
Un día de atmósfera tibia el loro se mecía tranquilamente, cuando un grupo de muchachos penetró en el patio. El portero observaba con sus ojos de refracción acuosa. Era el intermediario entre la inmovilidad del palacio y las cosas que pasaban en la esquina o en el café de la otra esquina; primero que nadie sabía cuándo había habido una reyerta en el café «El triunfo de Babilonia», o cuándo la policía, esto lo comentaba muy secretamente, se había llevado a dos muchachos que él conocía desde pequeños, por consumidores de drogas. No era que fuera un hombre de aventuras, sus maneras lentas y circulares le impedían los largos paseos. Conocía su barrio como Champollion un papiro egipcio. Y en él se revelaba todos los días un maestro silencioso que podría desenvolverse gracias a que nadie sabía donde estaba escondido ese enemigo delicioso. Inmóvil gustaba de contemplar cómo los más pequeños muchachos del barrio no se decidían a prolongar sus juegos, dejando en la misma mañana más sobrantes para las palabras transparentes, o las más rápidas comprensiones.
Aquel día los muchachos jugaban con un pequeño anillo de hierro donde habían engastado un pedazo de vidrio morado que la tarde anterior había saltado de una ventana, cuando ésta había recibido la visita intempestiva de una pelota en cuyo interior sonreía una tripita de pato. Ya el portero estaba acostumbrado a verlos entrar en el patio, al principio muy despaciosos, como si siguiesen con el oído los pasos de una codorniz atravesada en su garganta por la tangente del rayo de sol, viéndose al fondo las tubas del órgano del obispado. A esa hora la luz luchando con la humedad lograba una matización violeta, morado marino, sumando por partes desiguales una figuración plástica que le provocaría un sueño glorioso a un primitivo. Aunque el portero permaneció inmóvil, permanecer inmóvil era su ocupación predilecta –gimnasia difícil a la que únicamente había llegado después de haber vigilado durante más de veinte años el patio del obispado. Se había dado cuenta de que algo raro se hinchaba ante sus ojos, por lo menos su cara reflejó la extraña sensación que se apoderaría de ella el día en que leído el testamento del Obispo otorgándole un chapín, o aquellas flores de oro, que él sabía que no eran de oro, pero que colocadas en las paredes de su alcoba vinieron a ser como la pelusilla suave de una mano que nunca le había envuelto en las pesadillas ni en la más comúnicas venturas.
Le poseía la agradable visión de que los muchachos no penetraban en el patio más allá de aquel punto invisible pero nunca cambiable en el que de pronto retrocedían y partían hacia la calle. Para su vida serenísima un pellizco adquiría la dimensión de un globo de fuego y una jarra que oscilara y cayera como un volcán que le hacía pensar con espanto sagrado lo que se derivaría si él hubiese tenido familia en esa no precisada ciudad italiana. Pero no sólo prosiguieron su marcha, sino que a partir de aquellas columnas de Hércules de su prudencia, su marcha adquirió una finalidad determinada por días de anteriores meditaciones.
Dos infantes se destacaron del grupo. Dispensadme esta descripción rápida e imprecisa. Uno de ellos existía tan sólo por sus ojos que parecían fijarse constantemente en el vértice de su ángulo de visión, pero aunque su haz de rayos visuales –cuya esperada coincidencia le comunica una espléndida alegría al trabajo de los ópticos–, convergía en el punto apetecido a semejanza de todos los humanos, los haces en este caso especial estaban tan tensos que sufrían la influencia de la oscilación impuesta por la marcha. De tal manera que como sus pasos eran incesantes y violentas las necesidades de la carrera, sus miradas parecían de continuo agitadas y refractadas. Cosa para ser vista pero difícil de comunicar, muy semejante a los temblores que una pequeña caja de cristal, llena de alfileres y agujas, aun situada en la última pieza de la casa, siente cuando pasa el tranvía. El otro muchacho existía por su voz, de igual calidad que la perfección de sus años, un tanto burlona con la indecisión, con la falta de continuidad de la voz de los adolescentes. Voz que no parecía producida por las entrañas, sino por los extraños oficios de la fluidez de un río breve y domesticado aunque se sabe de ajena y misteriosa pertenencia. El portero continuaba inmutable con la misma pesadez de la nube que mezcla a dosis iguales el barro y el esmalte blanco. Al principio los muchachos lo miraron de reojo, ahora lo colocaban en la categoría de la verja pintada de blanco para los bautizos, o de los escaparates toscos donde se guardaban las casullas de los días de ceremonia mayor, una de ellas, de seda blanca combinada en tal forma con hilos plateados que producía al ser contemplada una sensación cremosa, enviada por León XIII. Los dos muchachos ya no miraban hacia atrás, empezaba una labor donde la punta de los dedos estaba impulsada por la rapidez de las miradas. Junto con el anillo de hierro enarbolaban una finísima tira de lino. Rápidos los dedos apresaban las paticas del loro que estaba en su trono de mediodía –las dos maderas cruzadas eran suficientes para construirle un albergue señorial–, ostentando una siesta impenetrable, único momento en el que no miraba la jaula de las alondras, para poner allí después de todo un poco de necesaria confusión. Mientras uno de los muchachos procuraba estirar la fina pata de loro, el otro lograba hacer un lazo con la tira de lino de donde pendía el anillo de hierro. Miraban al portero no para ser impedidos, sino para comprender qué haría después que ellos se hubieran retirado. Permanecía el portero inmóvil, sin asentir ni reaccionar. No se sonreía, pero tampoco se levantaría para sujetar entre sus manos aquella bruñida pata de loro y deshacer con una grasosa decisión, toda la labor breve pero conducida por una graciosa indecisión. Unos golpes leves, una mano que convierte en escala las paticas apresadas, cae el anillo de hierro y la tira de lino lo retiene. Significaba ese pequeño lazo en la vida del loro una perspectiva ilimitada. La tira de lino del loro se había enroscado en el palo que lo sostenía, adquiriendo una nueva feria de diversión. Daba un pequeño salto aventurero, y caía en tal forma que el anillo de hierro se le introducía en una de las patas, mientras que con un golpe de ala lograba asirse totalmente de la tira. Era un movimiento violento, no lo podría prolongar mucho tiempo, pero se podía observar que tenía el loro un regusto en aventurarse, en acometer aquella pequeña travesura. Con ese pequeño riesgo borraba la monotonía de las tardes, pues el sol en constante refracción sobre las plumas del loro, provocaba breves incendios de coloreada plenitud, que le impedían quedarse adormecido, sin que instantáneamente viese cómo precisos alfileres venían a revolar primero –cartografía impresionista–, y a clavarse después –estructurada saeta del Chirico–, con la precisión de un corolario en una tumba de hielo, más que en la carne, en aquel delicioso abultamiento que rodeaba el globo óptico del loro. Se encogía con movimientos tardos que sólo el calor tornaba disculpable, caía sobre la pequeña tira de lino, de la misma manera que un anciano cuya adolescencia transcurre entre elegante competencia de natación y que ya en la hora de su muerte al apoyarse en la eternidad, le naciera una vejiga natatoria que favorecía su entrada en un mundo desconocido pero suavizado por el recuerdo de sus gestas marinas, de tal modo que su alma no sentía la violencia de la despedida de su cuerpo, si no siguiese apoyándose en un punto intermedio de líquido equilibrio y buscando un punto final de reposo en la misma y última dirección de la ola.
Uno de sus atrevimientos más vistosos, mostrado casi siempre antes de irse volando a la jaula de las alondras, consistía en dejar repentinamente el tosco trapecio en que se apoyaba, buscando alcanzar el anillo que colgaba de la tira de lino. Cuando lo realizaba lo apretaba entre sus dedos y prorrumpía en un grito mate. A causa de la sacudida nerviosa perdía aislados grupos de plumas, pero lucía con obstinación furiosa el anillo apretado, y después desentumecía, lo soltaba como si sus dedos se hubiesen rodeado de un fango blanco, y esbozaba, desinflando sus plumas un gesto de entonada satisfacción. Otras, las menos, no lograba que al cerrar los ojos y saltar sus dedos apresaran el anillo, cayendo al suelo, marchándose cubriendo la silenciosa ebullición de sus plumas de escoriaciones, de adherencias arcillosas, como si de pronto desapareciese en una civilización antigua el culto al sol porque unos guerreros enanos y zambos, distrajesen sus noches fabricando unos ídolos con el fango sagrado de un río ancestral. Pero manchadas sus plumas, sonando como la palabra de un reloj su risa espesa de delantal con viandas groseras, tendría que salvarse en el collarín de carne fatigada que rodeaba su ojo, ya que al refractarse con la tangente del rayo de sol, avivaba el carbunclo de sus plumas, logrando el rebrillo necesario para producir la visión. Su ojo de carne desgastada y venerable, el alba de sus plumas que aún guardaba adheridas gotas de fango, hasta el momento en que las patas se crispaban, eran su lujo principal. Y de pronto el genio solar pulverizando, destruyendo momentáneamente aquella ave sin gracia, transfigurándola, quedando tan sólo después de ese deslumbramiento su nariz que cae y sus dedos crispados que han fracasado de nuevo, que no han encontrado en el abismo el anillo de asidero.
El mismo sol al lanzarse sobre unos rastrojos que crecen en las paredes del patio, produce un círculo donde predominan paradojalmente los colores de la humedad, acentuando los islotes violetas, pequeños pinares y florecillas de alambre pascual.
Así continuaba aquel juego y así también todos los días visitaba el café de la esquina, a una hora especial alejada de las vulgares del desayuno o de la merienda. El hombre que sin ser leproso se tapaba la cara con un periódico; el que realizaba el milagro extraordinario, pero cotidiano y humilde de ingerir el líquido posando sus labios sobre un cristal; el que intentaba leer el periódico por encima del hombro de su vecino, sacudiendo indolentemente la ceniza de su cigarro sobre una consumida taza de café; el que cuenta mentalmente los pasos de un balcón cerrado y pregunta la hora con sílabas largas. Todos juntos en una hora especial convirtiendo el vulgar café de la esquina en el barco fantasma o en el trirreme, que con la proa incendiada, hace más de cien años que continúa su travesía.
Atravesaba el patio, la rapidez con que lo hacía borraba la sensación de deslizarse, lo que recuperaba por el silencio con que ganaba la gran puerta, aumentándola después cuando ya en la calle no entornaba los ojos ante la soberbia de la luz. Seguía su deslizamiento ante la tediosa linealidad de la calle que se insinuaba frente a él, pero no sentía ningún afán de apoderamiento, de justificación. Llegaba hasta el café. Los extraños y divertidos personajes que allí se encontraban no se movían ni estaban ansiosos de integrar nuevas combinaciones. Helados, muertos dentro de un témpano, podían parecer vikingos, bretones, normandos, que seguían los rasgos en la nieve de una expedición perdida. El hastío formaba la niebla espesa y metálica y la ceniza que se fracturaba del cigarro igual podía ser una orden de muerte, que una manera brusca de abandonar aquella piedra del hastío, en un lago de fango blanco. Entraba el portero en aquella inmóvil fauna, cambiaba unas palabras rápidas con el hombre que servía y penetraba de nuevo en el patio. En ese momento el loro lucía sus ojos blandamente cerrados y dos niños de túnica bermeja penetraban en el patio para ver furtivamente el lenguaje de las manecillas del reloj. Extraño personaje que también ocupaba aquel patio, pero con una solemnidad tan superficial que nos gana la mención, pero no la mención honorífica que reservamos íntegra para el loro y para el portero, frenético amante de los secretos inútiles.
A veces en sus pasos demasiado ligeros se esbozaba la sombra de una expiación. Sus vesperales excursiones al café estaban unidas a un deslumbramiento: a una hora fija esperaba un blando cometa amable. Un suave crujir de sedas y morados rebrillos y por la escalera lateral descendía Monseñor. En ocasiones el descenso era solitario, pero casi siempre algún acompañante obstinado en cuchichear al oído de su Eminencia le acompañaba. Al pasar por su lado, él se curvaba radicalmente. Monseñor, con una voz semiapagada, le decía: «Puedes ir.» Esas palabras lo impulsaban, no se ponía en marcha hacia el café con el paso mascullado de las otras ocasiones cuando esa palabra no caía en sus oídos agrandándose como el apacible ocio de una flauta. Cuando se acercaba el atardecer, esperaba siempre esa visión. Se repetía con continuidad esa sensación tibia y perfecta, y entonces su intranquilidad se mantenía pensando en los días desolados y venideros cuando Monseñor pasaría por su lado sin decirle la frase que lo colmaba. Dos o tres días en que la para él cegadora visión olvidaba decir su frase, y el día en que la oía de nuevo le parecía que entraba en un sublimado paraíso regalado. Pero esa visión llegaba a límites extremos y curiosos, cuando coincidía con la entrada del loro en la jaula de las alondras. Llegaba entonces con el «puedes ir» pegado a la oreja como una tapa sometida a las leyes de la ebullición, al café de la esquina. Esas sensaciones superpuestas al principio, y después agitadas y confundidas, le producían la agradable atmósfera de vivir un secreto inexistente, sin principio ni fin, rocío o grosera adherencia, bastante a producir en el dormido una locuacidad progresiva y peligrosa, hasta que lentamente vuelve a caer en su clausura de interminable extensión.
Ya era la tarde y el portero se dirigía de nuevo al café de la esquina, que era, como ya dijimos anteriormente, para un portero guardador del patio morado de un obispado como convertirse en el tripulante último del buque fantasma. «Puedes ir, café de la esquina, tira de lino, anillo de hierro», se habían convertido en él en ásperas y zumbadoras mitologías, en carretas trasladadoras de ciudades.
Aislaba siempre la magnificencia de ese «puedes ir», como un filósofo que subraya el acierto de los patronímicos homéricos: «el domador de potros, el de la larga nariz, el que ciñe la tierra». Vio como por el extremo de la calle avanzaba una inundación, que los infantes furtivos que entraban en el patio a ver la hora o a colocar en la pata bruñida del loro la tira de lino, se zambullían, saltaban, parecían ir desarrollando la inundación, prolongándola en fragmentos menos peligrosos, o ya peinando las aguas que avanzaban, levantaban cortos remolinos. Abrió la boca al sentir la extraña descarga que receptaba y se desplomó. Ágiles y silenciosos los muchachos lograron arrastrarlo hasta la gran puerta que protege el patio morado. En la otra esquina otro grupo se reía lenta y suficientemente. Después por la noche lucía en las habitaciones inferiores la iluminación que era de ritual. Solamente lograron encontrarle una manta ya vieja, que sin haber sido nunca usada parecía haberse consumido en muchos otoños secretos.
Pero fue otra la suerte de la cotorra. Sus miembros se desperezaron, aún más crujieron algunas articulaciones. Creía que su fuerza para el vuelo sólo le duraría lo suficiente para llegar hasta la jaula de las alondras. La inundación avanzaba sin sobresaltos, ocupando el gran molde que le estaba señalando, con la misma tranquilidad con que un artesano vierte sin medidas previas la suficiente cantidad de bronce en el molde que va adquiriendo la curvatura de un brazo o el torneado de un pie que puede ser de una Diana o de una galga rusa. Las nubes eran impulsadas por un viento que las obligaba a tomar figuras groseras: un coche, un establo, una barcaza de Sorolla. El viento que al llegar al patio del obispado se arremolinaba y parecía jugar con los manteos, convirtiéndolos en la tienda de un circo visto el único día del año que el elefante furioso rompe todos los postes sostenedores, descansando después en una inconfundible calma, sin ver siquiera los destrozos causados. Una estremecida potencia recorría al loro otorgándole un poderoso don de vuelo. Durante tres noches la impulsión no cesaba, sin contemplar siquiera que ya sólo volaba sobre una extensión ocupada por un cono de rocas y sobre un mar apagado donde las olas se sucedían a las olas como los invisibles lamentos de una naturaleza enfriada. El ave sin gracia caía en el momento en que la envoltura de la ola la recogía suavemente. Todo parecía indicar que aquella sucesión de elegantes curvaturas la depositaría en un banco de arena hasta el final de sus días. El cuerpo de la cotorra un tanto relajado por la violencia frenética de la marcha impuesta, había perdido sus coloraciones y se había declarado impotente para refractar la esbeltez del rayo de sol. Calzaba de su pata, más morada por la falta de circulación que bruñida por el cuidado del portero, la misma tira de lino que sostenía el mismo anillo de hierro. Recordaba que había sido un sostén y un inicio de juego cuando saltaba para apresar en sus dedos el anillo, cayéndose, pero mostrándolo en otras ocasiones acompañado de un grito mate, ridículo y aplastado, mientras su ojo se irisaba con todos los cambiantes de una furia tenebrosa. Podía comenzar de nuevo su diversión, sólo que las rocas en torno vendrían a reemplazar la jaula de las alondras. La experiencia del largo vuelo le acuciaba la temeridad. Sostener tan sólo entre sus dedos el anillo de hierro le parecía pequeña proeza al alcance de cualquier Walhalla. La decoración imponente exigía la variabilidad respetable, un hecho que a todos convenciese. Dio su salto de siempre, con poca destreza y estirando sus dedos para aprisionar el objeto en la brevedad de aquel espacio saltado, introdujo el cuello en el anillo, y como antes en apretarlo entre sus dedos, quería ahora el garbo de su cuello a través de aquel límite de hierro. Sus músculos, sus definiciones, la brevedad de su cuello tenía que lucir aquella última adquisición. Pensaba que su cuello estaba hecho para el anillo, dada la tendencia de sus patas para crisparse. Aquella tramoya wagneriana hecha con grandes armaduras de cartón requería el sacrificio de su cuello para atrapar el anillo caído. Como un rey que se inclina quedaría el anillo en su cuello. No resonó el acostumbrado grito mate después de cada una de sus proezas. La curva del oleaje fue modificada por la ola siguiente, conduciendo el cuerpo inservible del ave retadora, depositándola en el coro de las rocas. La continuidad indeterminable de la espuma en aquel confín frío e inanimado ha venido a reemplazar a la jaula de las alondras que antaño atolondrara el loro, manchando la callada perfección que de noche lucía el patio del obispado.
José Lezama Lima
de Cuentos, 1936-1946
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