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LA IMAGEN POÉTICA DE LUIS DE GÓNGORA (Fragmentos de la conferencia de Federico García Lorca)


(Texto completo de la conferencia aquí.)

No quisiera, como es natural, daros la lata… vuestros profesores, con raras y modernas excepciones, os han dicho que Góngora era un poeta muy bueno, que de pronto, obedeciendo a varias causas, se convirtió en un poeta muy extravagante (de ángel de luz se convirtió en ángel de tinieblas, es la frase consabida) y que llevó el idioma a retorcimientos y ritmos inconcebibles para cabeza sana. Eso os han dicho en el Instituto mientras os elogiaban a Núñez de Arce el insípido, a Campoamor, poeta de estética periodística, bodas, bautizos, entierros, viajes en expreso, etc., o al Zorrilla malo (no al magnífico Zorrilla de los dramas y las leyendas).

El lenguaje está hecho a base de imágenes, y nuestro pueblo tiene una riqueza magnífica de ellas. Llamar alero a la parte saliente del tejado es una imagen magnífica; o llamar a un dulce tocino del cielo o suspiros de monja, otras muy graciosas, por cierto, y muy agudas; llamar a una cúpula media naranja es otra, y así, infinidad. En Andalucía la imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las transformaciones son completamente gongorinas. A un cauce profundo que discurre lento por el campo lo llaman un buey de agua, para indicar su volumen, su acometividad y su fuerza; y yo he oído decir a un labrador de Granada: “A los mimbres les gusta estar siempre en la lengua del río”.



Algunos críticos achacan lo que ellos llaman el cambio repentino de don Luis de Góngora, con cierto sentido histórico a las teorías de Ambrosio de Morales, a las sugestiones de su maestro  Herrera, a la lectura del libro del cordobés Luis Carrillo (apología de estilo oscuro) y a otras causas que parecen razonables. Pero el francés M. Lucien Paul Thomas lo achaca a perturbación  cerebral y el señor Fitzmallrice-Kelly, se inclina a creer que el propósito del poeta de las Soledades no fue otro que el de llamar la atención sobre su personalidad literaria.



El Góngora culterano ha sido considerado en España, y lo sigue siendo por un extenso núcleo de opinión, como un monstruo de vicios gramaticales cuya poesía carece de todos los elementos fundamentales para ser bella. Las Soledades han sido consideradas por los gramáticos y retóricos más eminentes como una lacra que hay que tapar, durante dos largos siglos en que se nos ha estado repitiendo… “no acercarse, porque no se entiende… “. Es un problema de comprensión. A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo. Góngora no viene a buscarnos, como otros poetas, para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo razonablemente. A Góngora no se le puede entender de ninguna manera en la primera lectura.



¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer su revolución lírica? ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva le lleva a un nuevo modelado del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No hay que buscarlo en la historia, sino en su alma.
Inventa por primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes. Después ha escrito Marcel Proust: “Sólo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo”. La necesidad de una belleza nueva y el aburrimiento que le causaba la producción poética de su época desarrolló en él una
aguda y casi insoportable sensibilidad crítica. Llegó casi a odiar la poesía.

Se dio cuenta de la fugacidad del sentimiento humano y de lo débiles que son las expresiones espontáneas que sólo conmueven en algunos momentos y quiso que la belleza de su obra radicara en la metáfora limpia de realidades que mueren, metáfora situada en un ambiente extraatmosférico.

Amaba la belleza objetiva, la belleza pura e inútil, exenta de congojas comunicables. Mientras que todos piden el pan, él pide la piedra preciosa de cada día. Sin sentido de la realidad real, pero dueño absoluto de la realidad poética. ¿Qué hizo el poeta para dar unidad y proporciones justas a su credo estético? Limitarse. Hacer examen de conciencia y con su capacidad crítica, estudiar la mecánica de su creación.


Un poeta tiene que ser profesor en los cinco sentidos corporales. Los cinco sentidos corporales, en este orden: vista, tacto, oído, olfato y gusto. Para poder ser dueño de las más bellas imágenes tiene que abrir puertas de comunicación en todos ellos y con mucha frecuencia ha de superponer sus sensaciones y aun de disfrazar sus naturalezas.

La metáfora une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación. El cinematográfico Jean Epstein dice que “es un teorema en que se salta sin intermediario desde la hipótesis a la conclusión”. Exactamente.

Hace falta que el siglo XIX traiga al gran poeta y alucinado profesor Stéphane Mallarmé. Hasta entonces no tuvo Góngora su mejor discípulo, que no lo conocía siquiera. Ama los mismos cisnes, espejos, luces duras, cabelleras femeninas, y tiene el idéntico temblor fijo del barroco, con la diferencia de que Góngora es más fuerte y aporta una riqueza verbal que Mallarmé desconoce.

El poeta que va a hacer un poema (lo sé por experiencia propia) tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón. Para serenarse, siempre es conveniente beber un vaso de agua fresca y hacer con la pluma negros rasgos sin sentido. Digo negros, porque… ahora voy a hacerles una revelación íntima…. yo no uso tinta de colores. Va el poeta a una cacería. Delicados aires enfrían el cristal de sus ojos. La luna, redonda como
una cuerna de blando metal, suena en el silencio de las ramas últimas. Ciervos blancos aparecen en los claros de los troncos. La noche entera se recoge bajo una pantalla de rumor. Aguas profundas y quietas cabrillean entre los juncos… Hay que salir. Y éste es el momento peligroso para el poeta. El poeta debe llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe estar sereno frente a las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de belleza que han de pasar ante sus ojos. Debe tapar sus oídos como Ulises frente a las sirenas, y debe lanzar sus flechas sobre las metáforas vivas, y no figuradas o falsas, que le van acompañando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como lo haga, no podrá nunca levantar su obra. El poeta debe ir a su cacería limpio y sereno, hasta disfrazado. Se mantendrá firme contra los espejismos y acechará cautelosamente las carnes palpitantes y reales que armonicen con el plano del poema que lleva entrevisto. Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los halagos populares sin sentido estético y sin orden ni belleza. Nadie como Góngora preparado para esta cacería interior.

Dice el gran poeta francés Paul Valéry que el estado de inspiración no es el estado conveniente para escribir un poema. Como creo en la inspiración que Dios envía, creo que Valéry va bien encaminado. El estado de inspiración es un estado de recogimiento pero no de dinamismo creador. Hay que reposar la visión del concepto para que se clarifique. No creo que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre. Aun los místicos, trabajan cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo por las nubes. Se vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. La inspiración da la imagen, pero no el vestido. Y para vestirla hay que observar ecuánimemente y sin apasionamiento peligroso la calidad y sonoridad de la palabra.

Góngora No es espontáneo, pero tiene frescura y juventud. No es fácil, pero es inteligible y luminoso. Aun cuando resulta alguna rara vez desmedido en la hipérbole, lo hace con una gracia andaluza tan característica que nos hace sonreír y admirarlo más, porque sus hipérboles son siempre piropos de cordobés enamoradísimo.

A Góngora no hay que leerlo. Hay que amarlo.

Una de las causas que hacían a Góngora oscuro para sus contemporáneos, que era el lenguaje, ha desaparecido ya. Su vocabulario, aunque sigue siendo exquisito, no tiene palabras desconocidas. Y es usual. Quedan sus sintaxis y sus transformaciones  mitológicas.

Sus oraciones, con ordenarlas como se ordena un párrafo latino, quedan claras. Lo que sí es difícil es la comprensión de su mundo mitológico. Difícil porque casi nadie sabe Mitología y porque no se contenta con citar el mito, sino que lo transforma o da sólo un rasgo saliente que lo define. Es aquí donde sus metáforas adquieren una tonalidad inimitable. Aquí es donde están sus zarpazos poéticos, sus atrevidas transformaciones y su desdén por el método explicativo.

Procede por alusiones. Pone a los mitos de perfil, y a veces sólo da un rasgo oculto entre otras imágenes distintas.

Góngora tuvo un problema en su vida poética y lo resolvió. Hasta entonces, la empresa se tenía por irrealizable. Y es: hacer un gran poema lírico para oponerlo a los grandes poemas épicos que se cuentan por docenas. Pero ¿cómo mantener una tensión lírica pura durante largos escuadrones de versos? ¿Y cómo hacerlo sin narración? Si le daba a la narración, a la anécdota, toda su importancia, se le convertía en épico al menor descuido. Y si no narraba nada, el poema se rompía por mil partes sin unidad ni sentido. Góngora elige entonces su narración y se cubre de metáforas. Ya es difícil encontrarla. Está transformada. La narración es como un esqueleto del poema envuelto en la carne magnífica de las imágenes. Todos los momentos tienen idéntica intensidad y valor plástico, y la anécdota no tiene ninguna importancia, pero da con su hilo invisible unidad al poema. Hace el gran poema lírico de proporciones nunca usadas… Las Soledades.

Quevedo es más difícil que Góngora, puesto que no usa el idioma, sino el espíritu del idioma.

El verso corto puede ser alado. El verso largo tiene que ser culto, construido con peso. Recordemos el siglo XIX, Verlaine, Bécquer. En cambio, ya Baudelaire usa verso largo, porque es un poeta preocupado de la forma. Y no hay que olvidar que Góngora es un poeta esencialmente plástico.

Llega el año 1627. Góngora, enfermo, endeudado y el ánima dolorida, regresa a su vieja casa de Córdoba. Regresa de las piedras de Aragón, donde los pastores tienen barbas duras y pinchosas como hojas de encina. Vuelve sin amigos ni protectores. El marqués de Siete Iglesias muere en la horca para que su orgullo viva, y el delicado gongorino marqués de Villamediana cae atravesado por las espadas del rey. Su casa es una casona con dos rejas y una gran veleta, frente al convento de Trinitarios Descalzos. Córdoba, la ciudad más melancólica de Andalucía, vive su vida sin secreto. Góngora viene a ella sin secreto también. Ya es una ruina. Ya no le quedan, según frase suya, más que sus libros, su patio y su barbero. Mal programa para un hombre como él. La mañana del 23 de mayo de 1627 el poeta pregunta constantemente la hora que es. Se asoma al balcón y no ve el paisaje, sino una gran mancha azul. Sobre la torre Malmuerta se posa una Iarga nube iluminada. Góngora, haciendo la señal de la cruz, se recuesta en su lecho oloroso a membrillos y secos azahares. Los amigos piensan que no se debe llorar a un hombre como Góngora, y filosóficamente se sientan en el balcón a mirar la vida lenta de la ciudad.

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