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Adentro, vueltos de la revolución como de un tránsito normal, los sirvientes colocaban los muebles en su lugar y bruñían los picaportes con gamuzas. Mouche, al parecer, había salido con su amiga. Cuando ambas reaparecieron, pasado el toque de queda, afirmando que habían estado caminando por las calles, extraviadas en la multitud que celebraba el triunfo del partido victorioso, me pareció que algo raro les ocurría. Las dos tenían un no sé qué de indiferencia fría ante todo, de suficiencia —como de gente que regresara de un viaje a dominios vedados —, que no les era habitual. Yo las había observado tenazmente para sorprender alguna mirada entendida; pensaba cada frase dicha por una u otra, buscándoles un sentido oculto o revelador; trataba de sorprenderlas con preguntas desconcertantes, contradictorias, sin el menor resultado. Mi prolongada frecuentación de ciertos ambientes, mis alardes de cinismo, me decían que ese proceder era grotesco.
Y, sin embargo, sufría por algo mucho peor que los celos: la insoportable sensación de haber sido dejado fuera de un juego tanto más aborrecible por ello mismo. No podía tolerar la perfidia presente, la simulación, la representación mental de ese «algo» oculto y deleitoso que podía urdirse a mis espaldas por convenio de hembras. De súbito, mi imaginación daba una forma concreta a las más odiosas posibilidades físicas, y, a pesar de haberme repetido mil veces que era un hábito de los sentidos y no amor lo que me unía a Mouche, me veía dispuesto a comportarme como un marido de melodrama. Yo sabía que cuando hubiera pasado la tormenta y confiara esas torturas a mi amiga, ella se encogería de hombros, afirmando que era demasiado ridículo para provocar su enojo, y atribuiría la animalidad de tales reacciones a mi primera educación, transcurrida en un ámbito hispanoamericano. Pero, una vez más, en la quietud de estas calles desiertas, me habían asaltado sospechas. Apreté el paso para llegar cuanto antes a la casa, con el temor y el anhelo, a la vez, de una evidencia. Pero allá me aguardaba lo inesperado: había un tremendo alboroto en el estudio, con mucho trasiego de copas. Tres artistas jóvenes habían llegado de la capital un momento antes, huyendo, como nosotros, de un toque de queda que les obligaba a encerrarse en sus casas desde el crepúsculo. El músico era tan blanco, tan indio el poeta, tan negro el pintor, que no pude menos que pensar en los Reyes Magos al verles rodear la hamaca en que Mouche, perezosamente recostada, respondía a las preguntas que le hacían, como prestándose a una suerte de adoración. El tema era uno solo: París. Y yo observaba ahora que estos jóvenes interrogaban a mi amiga cómo los cristianos del Medioevo podía interrogar al peregrino que regresaba de los Santos Lugares. No se cansaban de pedir detalles acerca de cómo era el físico de tal jefe de escuela que Mouche se jactara de conocer; querían saber si determinado café era frecuentado aún por tal escritor; si otros dos se habían reconciliado después de una polémica acerca de Kierkegaard; si la pintura no figurativa seguía teniendo los mismos defensores.
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