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ANDUBE CORRIENDO ELCÁRABO (Miguel Delibes)






pero, tan pronto caía el sol, el Azarías se azorraba mirando las brasas, masticando la nada y al cabo de un rato, erguía la cabeza y súbitamente, decía,

mañana me vuelvo donde el señorito,

y antes de amanecer, así que surgía una raya anaranjada en el firmamento delimitando el contorno de la sierra, el Azarias ya andaba en la trocha y, cuatro horas más tarde, sudoroso y hambriento, en cuanto oía a la Lupe descorrer el gran cerrojo del portón, ya empezaba,

milana bonita, milana bonita,

una y otra vez, sin dejarlo, y a la Lupe, la Porquera, ni los buenos días y el señorito tal vez andaba en la cama, descansando, pero así que aparecía a mediodía en el zaguán, la Lupe le daba el parte,

el Azarías nos entró de mañana, señorito, y el señorito amusgaba los ojos somnolientos,

de acuerdo, decía, y alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque ya se sentía al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y arrastrando la herrada por el patio de guijos, y de este modo, iban transcurriendo las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al ponerse el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al búho y salía con él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su antebrazo, oteaba los alrededores y conforme oscurecía, levantaba un vuelo blando y silencioso y volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un pinzón y allí mismo, junto al Azarías, devoraba su presa, mientras él le rascaba entre las orejas, y escuchaba los latidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Angela, apareándose también, y de cuando en cuando, le decía,

la zorra anda alta, milana, ¿oyes?,

y el búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora ya no, pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, no se volvieron a oír, y a cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran Duque, en tales casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el Azarías venga de reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba con voz empañada,

¿estás cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo,

y dicho y hecho, al día siguiente, con el crepúsculo, salía solo sierra adelante, abriéndose paso entre la jara florecida y los tamujos y la montera, porque el cárabo ejercía sobre el Azarias la extraña fascinación del abismo, una suerte de atracción enervada por el pánico, de tal manera que al detenerse en plena moheda, oía claramente los rudos golpes de su corazón y entonces, esperaba un rato para tomar aliento y serenar su espíritu y al cabo, voceaba,

¡eh!, ¡eh!,

citándole, citando al cárabo, y seguidamente, aguzaba el oído aguardando respuesta, mientras la luna asomaba tras un celaje e inundaba el paisaje de una irreal fosforescencia poblada de sombras, y él, un tanto amilanado, hacía bocina con sus manos y repetía desafiante,

¡eh!, ¡eh!,

hasta que, súbitamente, veinte metros más abajo, desde una encina corpulenta, le llegaba el anhelado y espeluznante aullido,

¡buhú, buhú!,

y, al oírlo, el Azarías perdía la noción del tiempo, la conciencia de sí mismo, y rompía a correr enloquecido, arruando, hollando los piornos, arañándose el rostro con las ramas más bajas de los madroños y los alcornoques y tras él, implacable, saltando blandamente de árbol en árbol, el cárabo, aullando y carcajeándose y, cada vez que reía, al Azarías se le dilataban las pupilas y se le erizaba la piel y recordaba a la milana en la cuadra, y apremiaba aún más el paso y el cárabo a sus espaldas tornaba a aullar y a reír y el Azarías corría y corría, tropezaba, caía y se levantaba, sin volver jamás la cabeza y al llegar, jadeante, a la dehesa, la Lupe, la Porquera, se santiguaba,

¿de dónde te vienes, di?,

y el Azarías sonreía tenuemente, como un chiquillo cogido en falta, y, de correr el cárabo, que yo digo, decía, y ella comentaba,

¡Jesús qué juegos!, te has puesto la cara como un Santo Cristo,

pero él ya andaba en la cuadra, restañándose la sangre de los rasguños con la bayeta, quieto, escuchando los dolorosos golpes de su corazón, la boca entreabierta, sonriendo al vacío, babeando, y al cabo de un rato, ya más sereno, se llegaba al tabuco de la milana, agachado, sin meter ruido, y súbitamente, se asomaba al ventano y hacía,

¡uuuuith!,

y el búho revolaba hasta la peana y le miraba a los ojos, ladeando la cabeza, y entonces el Azarías le decía muy ufano,

anduve corriendo el cárabo



Miguel Delibes
Los santos inocentes



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