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EL REINO DE LOS SUEÑOS EN LA NOVELA EXPRESIONISTA POR ANTONOMASIA: "LA OTRA PARTE", DE ALFRED KUBIN



―Vengo a hacerle varias propuestas. No le estoy hablando en mi nombre, sino en el de un hombre a quien usted tal vez haya olvidado, pero que aun le recuerda perfectamente. Este hombre se halla en posesión de riquezas cuya cuantía supera todo lo que un europeo pueda imaginar. Me estoy refiriendo a Claus Patera, su ex compañero de escuela. ¡Le ruego que no me interrumpa! Gracias a una extrañísima casualidad Patera llego a tener en sus manos acaso la fortuna más grande del mundo. Su viejo amigo se consagro entonces a la realización de un proyecto que, de algún modo, supone la existencia de recursos materiales prácticamente inagotables. ¡Había decidido fundar un Reino de los sueños!... El asunto es complicado, pero tratare de ser breve. 
―Como primera medida adquirió un lugar adecuado de tres mil kilómetros cuadrados. Una tercera parte de esta zona esta constituida por terrenos muy montañosos, el resto comprende una llanura y una región cubierta de colinas. Grandes bosques, un lago y un río dividen y animan este pequeño Reino. Luego fundó una ciudad y, haciendo frente a una necesidad inmediata, se establecieron también aldeas y alquerías, pues la población inicial se elevaba ya a las doce mil almas. Hoy, el Reino de los sueños cuenta con sesenta y cinco mil habitantes. 
El extraño señor hizo una breve pausa y bebió un sorbo de té. Yo permanecí en completa calma y solo atine a decir, bastante perplejo: 
―¡Prosiga! 
Y me enteré de lo siguiente: 
―Patera siente una profunda aversión contra todo lo que, en general, guarde relación con cualquier forma de progreso. Repito, contra todo lo que guarde relación con cualquier forma de progreso, especialmente en el campo científico. Le ruego que interprete mis palabras lo mas literalmente posible, pues en ellas esta resumido el propósito fundamental del Reino de los sueños. Este se halla separado del mundo exterior por un muro de circunvalación y esta protegido contra cualquier ataque por sólidos baluartes. Hay una sola puerta, que sirve de entrada y salida al mismo tiempo y permite un estricto control sobre el movimiento de personas y mercancías. En el Reino de los sueños, refugio para los descontentos con la cultura moderna, se ha previsto todo lo necesario para satisfacer cualquier tipo de necesidades corporales. Sin embargo, nada es más ajeno al Amo de aquel país que la idea de forjar una Utopía o una especie de Estado del futuro. Si bien la penuria material ha sido, dicho sea de paso, erradicada de él, los nobles y elevados objetivos de aquella comunidad no apuntan en modo alguno a la conservación de los valores materiales de la masa de pobladores o del individuo aislado. ¡No, en absoluto!... Pero ya veo su sonrisa de incredulidad y, en efecto, le aseguro que me resulta casi imposible explicar en pocas palabras lo que Patera intenta hacer realmente con el Reino de los sueños
―En primer término, debo precisar que toda persona que encuentra acogida entre nosotros esta, sea por nacimiento o por algún golpe de fortuna ulterior, predestinada para ello. Como es sabido, una extrema agudeza en los órganos sensoriales permite a sus poseedores captar ciertas relaciones del mundo individual que, salvo en momentos aislados, no existen para el hombre común. Y fíjese usted: son precisamente esas cosas que podemos llamar inexistentes, las que constituyen la quintaesencia de nuestras aspiraciones. El insondable fundamento del Universo es, en su sentido último y más profundo, algo en que los soñadores ―que así se autodenominan― no dejan de pensar un solo instante. La vida normal y el mundo onírico son tal vez conceptos antitéticos, y es precisamente esta diferencia lo que hace tan difícil un acuerdo entre ambos. Ante la pregunta: ¿qué sucede realmente en el Reino de los sueños?, ¿cómo vive allí la gente?, me vería obligado, sin más, a guardar silencio. Yo solo podría describirle su aspecto superficial y, sin embargo, la búsqueda de la profundidad es justamente uno de los rasgos esenciales de quienes viven en el País de los sueños. Todo aspira allí a lograr la máxima espiritualización de la vida; las penas y alegrías de sus contemporáneos son totalmente ajenas al mundo del soñador; y es natural que así sea, ya que el mismo actúa según una escala de valores totalmente diferente. Acaso el concepto que más se aproxime ―al menos ilustrativamente― a la esencia de la cuestión, sea el de estado de ánimo. Nuestra gente solo experimenta estados de ánimo o, mejor dicho, solo vive por estados de ánimo. Toda la apariencia exterior, que ellos configuran a su antojo y gracias a un sutilísimo esfuerzo mancomunado, no constituye más que la materia prima. Cierto que hemos tomado todas las medidas necesarias para evitar que esta se agote. Sin embargo, el soñador no cree en nada más que en el sueño, en su sueño, fomentado y desarrollado por nosotros; perturbarlo sería un delito de alta traición inimaginable. De ahí que las personas invitadas a convivir en nuestra republica sean sometidas antes a un riguroso examen. Para decírselo en pocas palabras y acabar de una vez ―y al llegar aqui, Gautsch dejo el cigarrillo y me miro tranquilamente a la cara: 
―Claus Patera, Señor absoluto del Reino de los sueños, me encarga transmitirle, en calidad de agente suyo, una invitación para trasladarse a su país. 
Mi visitante pronuncio las últimas palabras en voz más alta y con un tono bastante formal. Luego, el buen hombre se calló y al principio yo también guarde silencio, cosa que cualquiera de mis lectores comprenderá. La sospecha de estar sentado frente a un loco se abrió paso en mí casi a la fuerza. Me resultaba sumamente difícil ocultar mi agitación. Haciendo como si jugara, aparte la lámpara fuera del radio de acción de mi visitante, y al mismo tiempo, retire con gran habilidad, un compás y un cuchillo raspador, objetos puntiagudos y peligrosos. 
A decir verdad, toda la situación era en extremo embarazosa. Cuando empezó lo de la historia del País de los sueños, pensé que se trataba de una broma que algún conocido se tomaba la libertad de gastarme. Lamentablemente, este atisbo de esperanza fue disminuyendo en forma alarmante, y llevaba ya diez minutos sopesando desesperadamente mis posibilidades. No ignoraba que lo mejor que uno puede hacer cuando está con un enfermo mental es no desechar nunca sus ideas fijas. ¡Pero también es cierto que yo no soy precisamente un gigante, sino un hombre tímido y débil en el fondo! Y allí, sentado en mi habitación, estaba el corpulento señor Gautsch, con su correcta fisonomía de asesor, sus quevedos y su barbilla rubia, terminada en punta. 
Tales eran, a grandes rasgos, las ideas que en aquel momento cruzaron por mi mente. Y algo tenía que decir de todos modos, ya que el buen hombre esperaba mi respuesta. En caso de que le sobreviniera un ataque de rabia aun podía, en última instancia, apagar la lámpara de un soplo y escabullirme de la habitación, que conocía palmo a palmo. 
―¡Claro, claro! ¡Estoy entusiasmadísimo! Solo quisiera consultar el caso con mi esposa. Mañana, señor Gautsch, recibirá usted mi respuesta. 
Dije todo esto en un tono conciliatorio y me levante. Pero mi huésped siguió sentado tranquilamente y replico con voz seca: 
―Veo que no ha logrado comprender nuestra situación actual, cosa que no me extraña en absoluto. Lo más probable es que no conceda usted crédito alguno a mis palabras, si es que su nerviosismo, contenido con gran dificultad, no encubre una sospecha aun mas grave sobre mi persona. Le aseguro que estoy completamente sano, tan sano como cualquiera. Lo que le acabo de comunicar es un asunto sumamente serio, aunque reconozco, claro esta que pueda parecer extraordinario o fantástico. Tal vez se tranquilice en cuanto haya visto esto. 
Y al decir estas palabras saco un paquetito de su bolsillo y lo puso sobre la mesa, delante de mí. En el leí mi dirección exacta; rompí el precinto y tuve entre mis manos un estuche de cuero liso y color gris verdoso, en cuyo interior se veía una pequeña miniatura: el típico retrato de medio cuerpo de un joven. Sus rizos castaños se ensortijaban en torno a un rostro de apariencia extrañamente clásica: grandes y clarísimos, los ojos me miraban fijamente desde la imagen, ¡se trataba indiscutiblemente de Claus Patera!... Durante los veinte años en que no nos habíamos visto apenas pensé alguna vez en este compañero de escuela, a quien daba por perdido. Al contemplar su retrato, de gran parecido con el original, el considerable lapso de tiempo se fue reduciendo en mi espíritu. Ante mi surgieron los largos corredores, pintados de amarillo, del Instituto de Salzburgo. Volví a ver al viejo conserje del bocio señorial, disimulado con gran dificultad por una elegante y bien cuidada barba. Me vi nuevamente en medio de los muchachos, entre los que también se hallaba Claus Patera, deslucido por un rígido sombrero de fieltro que el estrafalario gusto de una tía adoptiva le había impuesto a la fuerza. 
―¿Dónde consiguió este retrato? ―exclamé con una involuntaria mezcla de curiosidad y alegría. 
―Ya se lo he dicho ―replico mi interlocutor―. Y su temor también parece haberse desvanecido ―añadió con una sonrisa afable e inofensiva. 
-¡Esto es un disparate, una broma, un infundio! -acerté a proferir entre risas nerviosas.

La otra parte
(Alfred Kubin, 1908)

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