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EL SUEÑO EVANESCENTE DE ESCIPIÓN (Cicerón)



LIBRO SEXTO

SINOPSIS.

Premios que aguardan a los buenos políticos y gobernantes. El sueño de Escipión: con ocasión de verse acogido éste por el rey Masinisa, gran amigo de su padre adoptivo, el primer Africano, la noche inmediata lo ve en sueños elevado a los cielos, según las creencias pitagóricas, y conversando con él de los destinos de Roma y los suyos personales.

* Las pasiones, pesadas dueñas del pensamiento exigen imperiosamente una, infinidad de cosas, que, como no pueden satisfacerse ni colmarse de ninguna manera, incitan a cualquier fechoría a cuantos se ven arrebata-dos por sus atractivos.

* ... lo que todavía era más grave, pues, siendo colegas acusados por igual, no sólo no lo fueron en la impopularidad, sino que el favor de Graco salvó de ésta a Claudio.

* Nuestros antepasados, en efecto, quisieron que los matrimonios tuvieran una firme estabilidad.

* ESCIPION. - ...pero, aunque no tienen los sabios mayor premio de su virtud que la conciencia de sus gestas egregias, sin embargo, su virtud divina no necesita estatuas fijadas con plomo, ni honores triunfales con marchitos laureles, sino un tipo de premios más perennes y más lozanos.

LELIO. - ¿Cúales son estos premios?

ESCIP. - Tened paciencia pues ya estamos en el tercer día de las Ferias Latinas.

(SUEÑO DE ESCIPION)

* ESCIPIÓN. - Habiendo llegado a África, cerca del cónsul Manio Manilio, como tribuno militar, ya lo sabéis, de la cuarta legión, nada deseaba más que visitar al rey Masinisa, muy amigo, por justos motivos, de mi familia. Al encontrarle, el anciano rey rompió a llorar, abrazándome, y poco después, mirando al cielo, dijo: «Te doy gracias, soberano Sol, y a vosotros, los demás astros, porque antes de emigrar de esta vida puedo ver en mi reino y bajo este mismo techo a Publio Cornelio Escipión, cuyo mismo nombre al oírlo me conforta: hasta tal extremo no me abandona nunca el recuerdo de aquel hombre óptimo e invictísímo.» Luego, yo le pregunté sobre su reino y él sobre nuestra re-pública, y se nos pasó el día con una larga conversación entre los dos.

Después de la recepción solemne en el palacio real, continuamos conversando hasta muy avanzada la noche, no hablando el anciano rey de otra cosa que del Africano, y recordando no sólo sus gestas sino también sus dichos. Finalmente, al retirarnos a la cama, estando yo cansado de la jornada y de haber trasnochado, me cogió el sueño más profundo de lo que solía, y se me apareció el Africano, bajo la imagen que me era más conocida por su retrato que por haberlo visto. Creo que fue por lo que habíamos hablado, pues suele suceder que nuestros pensamientos y conversaciones producen luego en sueños algo parecido a lo que escribe Ennio de Homero, sobre el que muchas veces, de día, solía pensar y hablar; en cuanto lo reconocí, me asusté ciertamente, pero él me dijo: «Ten ánimo y no temas: pro-cura recordar lo que te voy a decir. ¿Ves esa ciudad que yo obligué a obedecer al pueblo romano, pero renueva ahora su antigua guerra y no puede estar tranquila?» Y me enseñaba Cartago, desde un lugar alto y estrellado, espléndido y luminoso. «Tú vienes ahora para asediarla, siendo poco más que un simple soldado; dentro de dos años la destruirás como cónsul y ese nombre (de Africano) que tienes ahora como sucesor mío, te lo habrás ganado por ti mismo. Una vez que hayas aniquilado Cartago, hayas celebrado el triunfo hayas sido censor, hayas ido como legado a Egipto, Si-ria, Asia y Grecia, por segunda vez serás elegido cónsul, en tu ausencia, y harás la más terrible guerra: asolarás Numancia. Pero cuando subas al Capitolio en el carro triunfal, tropezarás con una república perturbada por la- imprudencia de mi nieto.
En este momento, tú, Africano, deberás descubrir a la patria la luz de tu valeroso ingenio y de tu prudencia; pero veo la ruta, diría, del destino como doble en ese momento.
Cuando tu edad haya cumplido siete veces ocho giros solares, y estos dos números, que se tienen los dos como perfectos por distintas razones, hayan completado por natural circuito la edad destinada, la ciudad se volverá entera sólo hacia ti y hacia tu apelli-do: el Senado tendrá la vista puesta en ti, y todas las personas de honor, los aliados, los latinos; tú serás el único en quien apoyar la salvación de la ciudad, y, para decirlo pronto, deberás como dictador poner orden en la república, si es que consigues escapar de las impías manos de tus parientes.
Como, al oír esto, Lelio hubiera lanzado una excla-mación y los otros hubieran gemido sensiblemente, Escipión sonriendo suavemente dijo: «¡Chis ... !, por favor. No me despertéis del sueño, y escuchadme todavía un poco más.

Pero para que tú, Africano, estés más decidido en la defensa de la república, ten esto en cuenta: para to-dos los que hayan conservado la patria, la hayan asisti-do y aumentado, hay un cierto lugar determinado en el cielo, donde los bienaventurados gozan de la eternidad. Nada hay, de lo que se hace en la tierra, que tenga mayor favor cerca de aquel dios sumo que gobierna el mundo entero que las agrupaciones de hom-bres unidos por el vínculo del derecho, que son las lla-madas ciudades. Los que ordenan y conservan éstas, salieron de aquí y a este cielo vuelven.

En este momento, aunque estaba yo atemorizado, no tanto por el temor de la muerte como por el de las asechanzas de mis allegados le pregunté si él vivía, y mi padre Paulo y los otros que pensamos que se han extinguido.

Y dijo Escipión: «Nada de eso; antes bien viven des-pués de haber conseguido escapar volando de las atadu-ras corporales como si fuera de una cárcel. Esta que vosotros llamáis vida, en cambio, es una muerte. ¿No ves, pues, que viene hacia aquí tu padre Paulo?» Al ver-le, prorrumpí yo en llanto, y él no me dejaba llorar, abrazándome y besándome.

Y yo, apenas pude empezar a hablar después de contener el llanto, dije: «Padre mío respetadísimo y ópti-mo, si, como oigo decir al Africano, esta vuestra es la verdadera vida, ¿por qué sigo yo en la tierra?, ¿por qué no me apresuro a venir con vosotros?» Dijo él: «No es cosa de eso. En tanto no te libere de la prisión de tu cuerpo este dios cuyo templo es todo lo que ves no hay entrada para ti aquí. Porque los hombres fueron engendrados con esta ley, y deben cuidar de este globo que ves en el centro de este templo y se llama la tierra, y se les dio el alma sacada de aquellos fuegos eternos que llamamos constelaciones y estrellas, que en forma de globos redondos, animados por mentes divinas, reco-rren con admirable celeridad sus órbitas circulares». Por lo que, tú, Publio, y otros hombres piadosos como tú, debéis conservar el ánimo en la prisión del cuerpo, y no debéis emigrar de la vida humana sin autorización de aquel que os la dio, para que no se diga que habéis rehuido el encargo humano asignado por dios. Antes bien, tú, Escipión, como tu abuelo aquí presente, como yo mismo que te engendré, vive la debida piedad, la cual, siendo muy importante respecto a los progenitores y parientes, lo es todavía más respecto a la patria. Tal conducta es el camino del cielo y de esta reunión de los que ya han vivido y, libres del cuerpo, habitan este lugar que ves -era, en efecto, un círculo que bri-llaba con resplandeciente blancura entre llamas- y que, siguiendo a los griegos, llamáis la Vía Láctea. Desde él podía contemplar todo el resto luminoso y maravilloso. Eran las estrellas que nunca vemos desde la Tierra, todas de grandeza que nunca pudimos sospechar, de las cuales era la mínima una que, la más alejada del cielo y más próxima a la Tierra, brillaba con luz ajena. No había comparación entre las esferas estelares y el tamaño de la Tierra, pues la misma Tierra me pareció tan pequeña, que me avergoncé de este imperio nuestro que ocupa casi sólo un punto de ella. »

Al mirarla yo por un cierto tiempo, dijo Africano: «¿Hasta cuándo estará tu mente fija en el suelo? ¿No ves a qué templos has venido? Todo el universo puedes ver encerrado en nueve órbitas, o mejor esferas, de las cuales hay una exterior celeste, que encierra a todas las demás, como el dios supremo que gobierna y contiene a los otros, y en la que están fijadas aquellas órbitas sempiternas que recorren las estrellas. A esta órbita se supeditan las otras siete que giran al revés, en sentido contrario al celestial. De ellos hay uno que ocupa aquella estrella que en la Tierra llaman Saturno. Viene luego el astro fulgurante, propicio al género humano y saludable, que se llama Júpiter. Luego aquel enrojecido terrible que llamáis Marte. Más abajo, el Sol ocupa como la zona central, a modo de jefe principal y moderador de las demás luminarias, mente y armonía del mundo, y de tal magnitud que ilumina y llena todo con su luz. Le siguen como acompañantes la órbita de Venus y la de Mercurio, y más abajo de todos gira la Luna encendida por los rayos del Sol. Debajo de ella ya no queda nada que no sea mortal o caduco, a excepción de las almas dadas al género humano como don divino. Por encima de la Luna todo es eterno. Y la Tierra, que está en medio en noveno lugar, no se mueve y es la menor; hacia ella tienden todos los cuerpos por su propio peso».

Cuando me recuperé de contemplar estupefacto, dije: «¿Qué es eso? ¿Qué sonido es éste tan grandioso y suave que llena mis oídos?» Respondió él: «Es el sonido que se produce por el impulso y movimiento de las ór-bitas, compuesto de intervalos desiguales, pero armoni-zados, y que, templando los tonos agudos con los gra-ves, produce equilibradamente armonías varias. Porque tan grandes movimientos no podrían causarse con silencio, y hace la naturaleza que los extremos suenen, unos, graves, y otros, agudos. Por lo cual, la órbita su-perior del Cielo, aquella de las estrellas, cuyo giro es el más rápido, se mueve con un sonido agudo e intenso, y con el sonido más grave, en cambio, este inferior de la Luna, pues la Tierra, en el noveno lugar, permanece siempre en su misma sede, inmóvil, ocupando el lugar central de todo el mundo. Esas ocho órbitas, dos de las cuales son iguales, producen siete sonidos distintos por sus intervalos, cuyo número siete es como la clave de todas las cosas. Imitando esto los hombres sabios en las cuerdas de la lira y en los modos del canto, se abrie-ron el camino para poder regresar a este lugar, lo mismo que otros que, con superior inteligencia, cultivaron en su vida humana los estudios divinos. Los oídos humanos han quedado ensordecidos por la plenitud de este sonido, del mismo modo que, allí donde el Nilo se precipita desde altísimas montañas en los llamados Ca-tadupos, la gente que vive en aquel lugar carece del sentido del oído a causa de la intensidad de tal ruido. Este otro es tan fuerte a causa del rapidísimo movimien-to del mundo, que los oídos humanos no pueden captar-lo, como tampoco podéis mirar el sol de frente y vues-tras vista no resiste sus rayos.»

A pesar de que admiraba yo estas cosas, de hito en hito dirigía mi mirada a la Tierra. Dijo entonces Africa-no: «Veo que todavía contemplas la sede doméstica de los hombres. Pero si te parece pequeña, como efectivamente es, mira siempre estas otras cosas celestiales y desprecia aquellas otras humanas. Porque tú ¿qué fama de elocuencia humana o qué deseable gloria puedes al canzar? Ya ves tú que se habita la Tierra sólo en pocos lugares estrechos, y que esos mismos lugares habitados son como manchas en las que hay extensos desiertos intermedios, y que los habitantes de la tierra, no sólo están separados que nada se puede comunicar de unos a otros, sino que algunos se hallan en posición oblicua, otros en transversal y otros incluso adversos a voso-tros de ellos no podéis esperar ciertamente gloria alguna.

Es más: aunque la generación de los hombres venideros quisieron luego transmitir a la posteridad la fama de cualquiera de nosotros que le transmitieron sus an-tepasados, sin embargo, a consecuencia de las inunda-ciones e incendios de la Tierra que necesariamente su-ceden en determinados momentos, no conseguiríamos una fama, no ya eterna, pero ni siquiera duradera. ¿Qué importa que tu posteridad hable de ti, si no lo hicieron los que te precedieron, que no fueron menos y fueron ciertamente mejores, teniendo en cuenta sobre todo que incluso ninguno de aquellos que pueden hablar de nosotros puede alcanzar el recuerdo de un año? En efecto, los hombres miden corrientemente el año por el giro solar, es decir, el de un solo astro, pero, en realidad, sólo se puede hablar de año verdaderamente completo cuando todos los astros han vuelto al punto de donde partieron a la vez, y hayan vuelto a componer tras largos intervalos la misma configuración del cielo entero, tiempo en el que no me atrevería a decir cuántos siglos humanos pueden comprenderse, pues como en otro tiempo vieron los hombres que había desaparecido y se había extinguido el Sol al entrar el alma de Rómulo en estos mismos templos en que estarnos, siempre que el Sol se haya eclipsado en el mismo Punto y hora, entonces tened por completo el año, con todas las constelaciones y estrellas colocadas de nuevo en su punto de partida; pero de este año sabed que no ha transcurrido aún la vigésima parte.

Por lo cual, si llegaras a perder la esperanza de volver a este lugar en el que encuentran su plenitud los hombres grandes y eminentes, ¿de qué valdría, después de todo, esa fama humana que apenas puede llenar la mínima parte de un año? Así, si quieres mirar arriba y ver esta sede y mansión eterna, no confíes en lo que dice el vulgo, ni pongas la esperanza de tus acciones en los premios humanos; debe la rflisnia virtud con sus atractivos conducirte a la verdadera gloria. Allá los otros con lo que digan de ti, pues han de hablar; porque todo lo que digan quedará circunscrito también por este pequeño espacio de las regiones que ves, desaparece con la muerte de los hombres y se extingue con el olvido de la posteridad.»

Después de haber hablado de él así, dije yo: «Ahora yo, Africano, puesto que está abierto lo que llamaríamos acceso del Cielo a los beneméritos de la patria, aunque no os hice deshonor siguiendo desde joven las hue-llas de mi padre y tuyas, voy a esforzarme con mucha mayor diligencia a la vista de tan gran premio.» Dijo Africano: «Esfuérzate, y ten por cierto que sólo es mor-tal este cuerpo que tienes, y que no eres tú el que mues-tra esta forma visible, sino que cada uno es lo que es su mente y no la figura que puede señalarse con el de-do. Has de saber que eres un ser divino, puesto que es dios el que existe, piensa, recuerda, actúa providentemente, el que rige, gobierna y mueve ese cuerpo que necesariamente deja de vivir cuando termina aquel movimiento: - así también el alma sempiterna mueve un cuerpo caduco.»

Porque lo que siempre se mueve es eterno, en tanto que lo que transmite a otro el movimiento, siendo él mismo movido desde fuera, necesariamente deja de vivir cuando termina aquel movimiento: sólo lo que se mueve a sí mismo, como no se separa de sí mismo, nun-ca deja tampoco de moverse, y es, además, la fuente de todo lo demás que se mueve, el principio del movimiento; y lo que es principio no tiene origen, pues todo procede del principio y él no puede nacer de otra cosaalguna, pues no sería principio si fuera engendrado por otro; si nunca nace, tampoco puede morir jamás, y si el principio se extingue, no puede renacer de otro, ni podrá crear nada por sí mismo, ya que necesariamente todo procede de un principio. Así, pues, el principio del movimiento lo es porque se mueve a sí mismo, y eso no puede ni nacer ni morir, o sería necesario que el cielo entero se derrumbe y toda la naturaleza se pare, sin poder encontrar principio alguno por el que ser movido.

Siendo evidente así que es eterno lo que se mueve a sí mismo, ¿quién puede negar que esta naturaleza es la atribuida a las almas? Ahora bien: todo lo que es impulsado desde fuera carece de alma, y lo que tiene alma es excitado por un movimiento propio interior. Esta es la naturaleza y esencia del alma, y si es única entre todas las cosas que ella mueve por sí misma, es cierto que no tiene nacimiento y es eterna.

Ejercita tú el alma en lo mejor, y es lo mejor los desvelos por la salvación de la patria, movida y adiestrada por los cuales, el alma volará más velozmente a esta su sede y propia mansión; y lo hará con mayor ligereza, si, encerrada en el cuerpo, se eleva más alto, y, contemplando lo exterior, se abstrae lo más posible del cuerpo. En cambio, las almas de los que se dieron a los placeres corporales haciéndose como servidores de éstos violando el derecho divino y humano por el impulso de los instintos dóciles a los placeres, andarán vagando alrededor de la misma Tierra, cuando se liberen de sus cuerpos, y no podrán regresar a este lugar sino tras muchos siglos de tormento.».

El Africano se marchó, y yo me desperté del sueño.


Marco Tulio Cicerón
De re-publica,  Libro VI (53 a. C.)

Traducción: A. D’Ors,
Biblioteca Clásica Gredos 
Madrid, 1984




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