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LEOPOLDO ALAS CLARÍN Y EL AUTOR DE LAS VÍRGENES LOCAS, OCTAVIO ORTEGA Y CARRIÓN (Joaquín Juan Peñalva)




Hace algunos años la editorial Lengua de Trapo rescataba de ese purgatorio literario que son las publicaciones periódicas del XIX uno de los textos más interesantes de todo el siglo, Las vírgenes locas, una novela colectiva publicada por entregas en el Madrid Cómico entre mayo y septiembre de 1886. Ocasionalmente los escritores sienten una irrefrenable tentación de probarse a sí mismos como tales, poniéndose cuantas trabas, obstáculos y pies forzados sean necesarios para lograr un triple salto mortal sin red de orden literario, o, en palabras de Rafael Reig, el encargado de la edición mencionada, «una huida hacia delante basada en el principio narrativo-circense del más difícil todavía». El resultado literario -normalmente de escaso valor- no es tan relevante como los subterfugios de que se vale cada autor para salir del brete en que le ha metido su predecesor. Algo de todo eso hay en Las vírgenes locas, cuyos responsables se afanaron en crear una de las obras más particulares, atractivas y extravagantes de cuantas pudieron disfrutar los lectores de su tiempo.

Esta práctica literaria tiene mucho que ver con la tradición de las academias y cenáculos del Siglo de Oro, cuando una serie de intelectuales se reunían de manera periódica en un mismo lugar para leer las composiciones que habían escrito ad hoc siguiendo las pautas marcadas por el presidente. Dichas composiciones tenían poco de arte y mucho de oficio, pues habían de constreñirse a una serie de limitaciones impuestas por alguien distinto del autor: metro, rima, extensión, tema... Las vírgenes locas supone un paso más allá dentro de este tipo de «juegos», como veremos, pero no disuena en el ambiente cultural de finales del XIX, pues, como afirma Reig, «[d]ebían de hacer de vez en cuando cosas parecidas a Las vírgenes locas, es decir, lo que hoy en los suplementos culturales llamarían (seguro) propuestas. Consta que en una ocasión se reunieron unos cuantos en el Círculo Artístico de la calle Alcalá y Vital Aza lanzó el siguiente desafío: cada uno debía escribir un sainete en un mes de plazo y con el título que decidieran en aquel instante. Bonitas están las leyes fue el que le tocó a Ricardo de la Vega, por ejemplo; y a Sinesio Delgado, La baraja francesa. Todos cumplieron y alguno llegó a tener gran éxito, como El chaleco blanco, de Ramos Carrión».

El inductor de Las vírgenes locas, una auténtica «gamberrada» novelística, fue Sinesio Delgado, que en aquel momento era el director del Madrid Cómico. Lo que pretendía era ofrecer a sus lectores un nuevo tipo de novela, valiéndose para ello de primeras firmas puestas al servicio de un proyecto con tintes vanguardistas avant la lettre. El resultado fue un prólogo, diez capítulos y un epílogo; he aquí sus títulos y autores: «A guisa de prólogo», de Sinesio Delgado (muerto en 1914); «I. Donde el lector empieza a saber quiénes eran las vírgenes locas», de Jacinto Octavio Picón (1852-1923); «II. En que se sabe que algunas vírgenes eran locas, pero no vírgenes», de José Ortega Munilla (1856-1922); «III. En que se precipitan los acontecimientos», de Miguel Ramos Carrión (1845-1915); «IV. En que se explican ciertos antecedentes que, al parecer, son de gran importancia», de Enrique Segovia Rocaberti (muerto en 1890); «V. En que, por fin, se presentan las verdaderas vírgenes locas, aunque tarde y con daño», de Flügel; «VI. Un paraíso sin manzanas», de Clarín (1852-1901); «VII. De cómo la fatalidad... o la Providencia toman tarjetas en el asunto», de Pedro Bofill (1840-1894); «VIII. En que se presenta a los lectores el hombrecillo de las gafas verdes», de Vital Aza (1851-1911); «IX. Extraña relación del hombre de las gafas verdes, seguida de otros varios y no esperados sucesos», de José Estremera (1852-1895); «X. El manicomio. Sistemas. Don Felipe de la Cuña. Final», de Eduardo de Palacio (¿1836?-1900); y, por último, el epílogo, «En donde resulta que el mundo es una jaula», de Luis Taboada (1848-1906). Repasaremos brevemente todos los capítulos, deteniéndonos en el quinto y en el sexto, en los que tomó parte Clarín.

La génesis de la novela queda explicada en el prólogo de Sinesio Delgado, donde se detallan algunos pormenores interesantes: «Se trata de escribir y publicar en el Madrid Cómico una novela sin género ni plan determinado y de la cual cada capítulo ha de ser original de un autor diferente, que lo firmará y se retirará de la palestra sin cuidarse más del desarrollo del asunto ni de lo que harán los que le sigan». Delgado, padre del invento, ha de dar cuenta del prólogo y poner la única premisa de la obra: el título. El único problema es que la obra que ha de prologar todavía no existe, y no hay posibilidad alguna de conocer su desarrollo posterior. Ahora bien, es de suponer, dice el prologuista, «que la obra resultará interesante, por el afán que cada cual ha de tener, al redactar su capítulo, de salir airoso del compromiso en que le colocó su antecesor y hacer por su parte cuanto sea posible para poner en aprieto al sucesor». Efectivamente, ésa va a ser la pauta que domine Las vírgenes locas: cuando un autor toma de nuevo la narración, tiene que reconstruir el relato y después volver a derruirlo. Ninguno de los colaboradores sabía quién iba a redactar el capítulo siguiente: «Yo me encargo de evitar que unos y otros puedan ponerse de acuerdo, reservándome la elección del que ha de continuar, hasta el momento preciso de la publicación de cada artículo. / Con lo cual, nuestros colaboradores se divertirán honestamente en este torneo de ingenio, y el público pasará agradables ratos, caminando siempre de sorpresa en sorpresa». Aunque conocemos la identidad de los escritores que participaron en el proyecto, parece que Delgado contaba con las posibles colaboraciones de Sellés, Pérez Galdós y Pereda, que al final se desentendieron o nunca llegaron a saber nada de él.

Jacinto Octavio Picón fue el primero en romper el fuego con su capítulo «Donde el lector empieza a saber quiénes eran las vírgenes locas». A caballo entre el relato decadentista y el cuento de misterio, Picón sitúa la narración en el presente (Madrid, diciembre de 188...), momento en que la condesa del Jaral y su amante -únicamente en sentido espiritual, no corporal- se separan. La condesa es, en realidad, la presidenta de una sociedad secreta, las Vírgenes Locas, que se reúnen en un «sombrío caserón» de Chamberí: «Las veinticinco mujeres ostentaban en sus túnicas de inmaculada blancura un número cada una, y a cada lado de la presidencia había clavada en un pedestalillo de mármol el asta de oro de dos banderas de raso negro, con un letrero cada una. En la de la derecha decía: HONESTIDAD; ESCÁNDALO. En la de la izquierda: VIRTUD; LIBERTINAJE. En el centro de la sala había colocada una mesa de mármol, algo inclinada, como para hacer autopsias. Cada una de aquellas mujeres tenía cubierto el rostro por un antifaz negro». En esa reunión, las Vírgenes, a instancias de una de ellas, ajustician al amante de la condesa cortándole las manos, los pies y la cabeza. El final es bastante divertido, pues pone en un serio apuro al siguiente autor: «-¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo le salvaré? [exclamaba la condesa]».

La solución que encuentra Ortega Munilla tiene mucho que ver con las novelas góticas. Se le revela al lector la identidad del amante, el marqués Julián de Santurce, y de su delatora, Elena de Coto-Cerrado. La condesa pretende vengarse de su contrincante y devolverle la vida a Santurce. Para lo segundo, recurre a un doctor de nombre exótico, Antesfakire, discípulo «del viejo Fakir Rameniaona, que cortaba en diez pedazos una serpiente, y luego unía los pedazos y salía la serpiente andando». Condesa y doctor se dirigen al depósito judicial de cadáveres. La ironía distanciadora con que Ortega Munilla recrea el episodio es magistral: «No es posible describir la escena, que fue rápida. Además, no nos permite contemplarla lo escaso de la luz que arroja un farolillo que el guarda del depósito dejó sobre la mesa de autopsias. Lo que sí puedo asegurar es que el doctor ajustó los pies y las manos en los muñones y colocó la cabeza sobre los hombros del cadáver». Como colofón, el autor decide ponerle la cabeza al revés a este peninsular Frankenstein.

Miguel Ramos Carrión, cuyo capítulo se encuentra dividido en cinco apartados, presenta al personaje de esta guisa: «Maravillaba una extraña, inverosímil, absurda e inconcebible particularidad que ofrecía aquel hombre. Arrellanado sobre el mueble, como si procurase disfrutar lo más de cerca posible el calor de la chimenea, tenía sin embargo vuelta la cabeza hasta tal punto, que la barba descansaba encima del respaldo de la butaca y el lazo de un pañuelo blanco de seda que rodeaba su cuello, venía a quedar precisamente sobre el cogote». La apostilla inmediata de Carrión despeja cualquier duda sobre la identidad de este sujeto con la cabeza vuelta: «Suponemos que el lector, por torpe que sea, habrá comprendido quién era aquel hombre. Por si no lo ha adivinado todavía, se lo diremos. Era Julián de Santurce». A pesar de los esfuerzos curativos de Antesfakire, Santurce no da muestras de pensamiento abstracto y las únicas palabras que puede articular son «mama, chacha y teta». Mientras tanto, Elena de Coto-Cerrado planea su venganza y decide secuestrar a Santurce. Le encarga el trabajo a Jaramago, un gitano que va de pueblo en pueblo haciendo acrobacias y que a partir de entonces contará en su repertorio con un nuevo espectáculo: «EL HOMBRE DE LA CABEZA AL REVÉS. Entrada, un real. Niños y soldados, cuatro cuartos».

En el capítulo cuarto, «En que se explican ciertos antecedentes que, al parecer, son de gran importancia», Enrique Segovia Rocaberti emprende una huida hacia atrás y trata de perfilar los límites de la relación entre Elena de Coto-Cerrado y Jaramago. Traslada la acción en el tiempo (retrocede unos años) y en el espacio (sierra de Córdoba): el conde del Jaral contrata a Jaramago y su cuadrilla para secuestrar a una joven que se le resiste, pero, cuando Jaramago descubre que se trata de Elena, con quien estaba en deuda, impide que el cacique la violente. El argumento de este capítulo debe mucho al folletín: joven desvalida, cacique malvado, bandido bondadoso...

De todas maneras, poco importa lo que hasta ahora se ha contado, pues el anónimo autor del capítulo quinto (Flügel) opta por romper la baraja y recomenzar la novela: «Aquello no tenía pies ni cabeza. El pobre Octavio leía una y cien veces el rimero de cuartillas que tenía sobre la mesa, y no reconocía su obra de la noche anterior. Una noche de fiebre creadora, de excitación nerviosa que tocaba en la locura, una noche de esas que gastan la vida del cerebro más que diez años de tranquilo far niente, había tenido por resultado aquel cúmulo de despropósitos». Se produce un verdadero punto de inflexión, pues se acaba con Santurce, Elena, Jaramago y la condesa, que terminan convertidos en personajes de la novela que está escribiendo otro personaje de la misma, Octavio Ortega y Carrión, natural de Rocaberti. Octavio había accedido a escribir una novela que se ajustara al título de Las vírgenes locas, pie forzado impuesto por el editor, don Salustio Durante. El capítulo quinto se publicó en dos entregas; al final de la primera, Sinesio Delgado incluyó la siguiente nota: «Este capítulo anónimo me fue remitido cuando me ocupaba en buscar quien continuara la novela. Llegó, pues, como pedrada en ojo de boticario. Acompañábale una carta, anónima también, en que se ofrecía la conclusión de él para el viernes; pero a la hora de cerrar el número no ha llegado. Supongo que esto será cuestión de Correos y podré publicar la terminación del capítulo el sábado próximo. Entonces aparecerá la firma, si la tiene. A mí se me figura conocer la letra y el estilo, pero me guardaré muy bien de decirlo. Veremos en qué para esto».

Cuando se publicó la segunda entrega, el capítulo iba firmado con un pseudónimo, Flügel. No se sabe a ciencia cierta quién se escondía tras él, pero las deducciones de David Torres parecen aproximarse mucho a la verdadera identidad del colaborador: «Resulta punto menos que imposible identificar al Flügel que firmó el capítulo quinto. Por lo visto se trata de un novelista o crítico literario inteligente, ansioso de cortar el descabellado vuelo que la narración iba tomando. ¿No sería acaso el mismo Delgado? Por el estilo y las ideas, nos inclinamos a sospechar que este capítulo lo escribió Clarín antes de dar comienzo a su propio relato; después de todo, la palabra alemana 'Flügel' significa 'Alas'». Lo cierto es que el capítulo sexto es una continuación natural del quinto, donde se deja en suspenso la verdadera identidad de las vírgenes locas, hijas de don Salustio, lo que vendría a reforzar la teoría que considera a Clarín su autor.

Leopoldo Alas firmó el capítulo sexto, «Un paraíso sin manzanas», el más largo de toda la novela, publicado en tres entregas. Allí don Salustio relata su historia y la de sus hijas gemelas, Cristina y Carmela, que han caído en la locura a causa de la educación recibida. Cristina se hace llamar Elena y está obsesionada por el mundo griego, mientras que Carmela tiene delirio místico, se viste como una monja y anhela la vía unitiva. A don Salustio le preocupa la situación de Elena, que había llegado a contraer matrimonio con su prometido, Evaristo Quiñones, con quien estuvo casada poco más de una semana: «Se casaron..., fueron a viajar... y a los ocho días, el capitán de caballería me entregaba a Cristina, diciendo que estaba loca, que le había querido matar más de cien veces porque él exigía... lo que era natural y justo que exigiese una vez marido legítimo. No hubo divorcio, ni anulación del matrimonio, ni cosa por el estilo. Pero Evaristo no pudo resistir la presencia de su mujer, que no quería ser suya, y además, Cristina llegó a aborrecerle de modo que, aun sin exigir él nada, se enfurecía en su presencia». Lo que pretendía don Salustio de Octavio era convertirlo en el amor platónico de su hija Elena, haciendo de él un esposo fingido. Elena accedió de buen grado a desposarse con el novelista, siguiendo unos rituales que ella misma había dispuesto. La escena que se dibuja a continuación es realmente asombrosa: Octavio, vestido con una túnica griega, ha de vencer el frío y los continuos arrumacos de Elena, mientras que don Salustio, disfrazado de Jesús, se le aparece a Carmela. Al final, ambos se separan de las gemelas: «Jesús... se quedó solo paseando por el jardín. Su silueta sagrada, mística, santa cruz en la sombra de la nada, en la falsedad y el engaño, difundía un aroma de piedad en la noche clara de luna llena... 'Sí -se dijo Octavio-, es la escena del jardín de Fausto..., pero, en último término, no está Mefistófeles que se burla, sino Jesús... que me agradece lo que hago'. La sombra del Nazareno suavizaba el espíritu de Octavio. Las malas pasiones huían ante aquel perfil de Cristo».

La contribución de Clarín, que se apoya en la dicotomía amor/locura y aporta algunas notas de perversión sexual y burla de lo religioso, supone un giro importante para la novela, cuyos continuadores se encargarán de embrollar hasta dejarla fuera de quicio. Para David Torres, resulta un tanto sorprendente la participación de Clarín en el proyecto de Sinesio Delgado: «A primera vista parece mentira que un autor de la categoría de Leopoldo Alas hubiera accedido a colaborar en esta novela, al año siguiente de haber escrito La Regenta. Sin embargo, el gran novelista no se aparta del estilo jocoserio que había utilizado en sus demás cuentos. En efecto, este capítulo puede leerse independientemente, ya que apenas se alude a los capítulos anteriores. Como en otras narraciones del autor, encontramos su poco de sátira, al burlarse de las novelas de Octavio Feuillet y de la traducción de Hegel hecha por Fabié». Además, existe la posibilidad de que Clarín se inventara a Octavio Ortega y Carrión, lo que le confiere al texto un carácter metanovelístico muy sorprendente para la época en que apareció.

Cuando Pedro Bofill prosigue la narración decide que Octavio se enamore perdidamente de Elena y tenga un altercado casual con Evaristo Quiñones, el esposo de su amada. Se trata sólo de la primera vuelta de tuerca en una larga serie de ellas. Vital Aza hace entrar en el juego a un nuevo personaje, don Martín Velasco, a quien Octavio conoce en casa de su amigo Celestino Peláez. Don Martín, al escuchar el nombre de don Salustio, afirma que Elena y Carmen no son sus hijas. El relato de don Martín se encuentra en el capítulo de José Estremera, que se apropia de la estrategia del folletín y empieza a trocar identidades y a revelar parentescos. El falso don Salustio es el cómico Quintana, tutor de Octavio tras la muerte de sus progenitores. Quintana suplantó a Durante cuando éste se lanzó a un torrente. En un acceso de locura, don Martín interrumpe su relato, recita unos versos en inglés de Hamlet y se lanza por el balcón. Al ir en busca de ayuda, Octavio se encuentra con Elena, que estaba en casa de Peláez porque don Martín, en realidad, era el auténtico don Salustio, que logró sobrevivir al torrente lo mismo que había sobrevivido a la nueva caída desde el balcón.

En este punto resulta casi imposible no haberse perdido, pero Eduardo de Palacio todavía puede girar un poco más la tuerca. Un personaje sin identificar -el narrador- visita el manicomio de San Felíu del Llobregat, donde un interno, don Felipe de la Cuña, confiesa ser el autor de Las vírgenes locas: «Yo he soñado siempre con una obra maestra que pudiera acabar con el Quijote, y pensando pensando, y aun consultando con mi portera, que tiene un chico empleado en correos en clase de conductor pedáneo, di con un asunto. [...] Yo soy el padre de Las vírgenes locas. Por esto me apellidan las gentes El Virgen Loco». De alguna manera, Eduardo de Palacio trata de hacer lo mismo que había hecho Flügel en el capítulo quinto, darle un giro radical a la narración. No le dejaría Luis Taboada, que da la puntilla en el epílogo, «En donde resulta que el mundo es una jaula», donde mezcla la realidad con la ficción. Se presenta a sí mismo y a Sinesio Delgado como personajes de la novela. Delgado le cuenta la locura de Eduardo Palacio, producida por un específico con que Quintana le humedeció el cuello: «Las vírgenes locas no es una creación de la acalorada mente; no es un cuento inverosímil; es una terrible, pero verídica, relación de hechos que se desarrolla a nuestro alrededor. Eduardo debía descubrir el misterio en el capítulo encomendado a su bien cortada pluma, pero Quintana supo evitarlo, extraviando la razón de nuestro pobre amigo y obligándole a decir que Las vírgenes locas es la obra de un demente». Delgado continúa la historia en el punto en que la había dejado José Estremera. El auténtico don Salustio planea su venganza en tanto que Quintana se libra de Evaristo Quiñones, quien, tras haber perdido la razón, se lanza por el viaducto de la calle de Segovia. Al final, el verdadero don Salustio logra apresar a Quintana, que pone en conocimiento de los demás un secreto inconfesado hasta ese momento: «Elena y Octavio se aman -siguió diciendo el cómico-. La muerte de Quiñones acaba de resolver el conflicto, y la virgen loca y el novelista sueñan con el dulce momento de unirse ante el altar... Pues bien, sabedlo de una vez: ¡Elena y Octavio son hermanos!». Se trata del aspaviento final de un personaje desesperado, que tendrá funestas consecuencias en el resto de personajes: «Elena y Carmela están en San Bandilio; Octavio y don Salustio figuran en la lista de pensionistas de Leganés; Quintana vivió loco en la cárcel-modelo, y Peláez, loco también, recorre las calles de la villa tocando el violín». No contento con este giro final, Taboada todavía guarda en la manga una carta ganadora: hace enloquecer a Sinesio Delgado. Sin duda, el director del Madrid Cómico recibió gozoso la broma, por eso se apresuró a incluir una nota de la redacción donde se leía lo siguiente: «En este momento se acaba de volver loco el señor Taboada».


Las vírgenes locas es una auténtica joya literaria del siglo XIX, no sólo por lo interesante del proyecto, sino porque pone al descubierto la técnica y los trucos empleados por los novelistas. Es, a un mismo tiempo, burla y homenaje de las novelas góticas y filosóficas, pero también de las de misterio y amor. Sus autores revelan muchos trucos del oficio, permitiendo que el lector contemple la tramoya literaria que se esconde tras los argumentos y los diálogos. Sin duda, el mismo Tristan Tzara hubiera querido para sí semejante delirio narrativo. Rafael Reig, al hablar del autor, encuentra nada menos que catorce, doce reales y dos ficticios: «Es la escritura, el texto, la que construye al autor. En este sentido, Las vírgenes locas resulta ejemplar: los doce escritores componen una novela que, a su vez, inventa a su propio autor. De hecho -más difícil todavía- inventa dos autores. Primero uno fuera de la novela, en la realidad (digamos) y, más adelante, otro aún más exterior: fuera de la razón. Dicho de otra forma: primero un sujeto situado fuera de la novela: en la realidad; luego un sujeto situado fuera de la realidad: en la locura» Las vírgenes locas ignorando las particularidades de la novela. Al final de la misma hay tal concentración de giros inesperados que frente a ella palidecerían Los misterios de París e incluso Madre, el drama padre, donde Enrique Jardiel Poncela satirizaba hasta el extremo la técnica folletinesca. Ha merecido la pena rescatarla, aunque sólo sea para imaginarse la cara de los lectores del Madrid Cómico. Un lector que acceda a las reflexiones de Reig sin conocer previamente la novela quedará totalmente desconcertado, pero más desconcertado quedará el lector que se adentre en Las vírgenes locas ignorando las particularidades de la novela. Al final de la misma hay tal concentración de giros inesperados que frente a ella palidecerían Los misterios de París e incluso Madre, el drama padre, donde Enrique Jardiel Poncela satirizaba hasta el extremo la técnica folletinesca. Ha merecido la pena rescatarla, aunque sólo sea para imaginarse la cara de los lectores del Madrid Cómico durante el verano de 1886.


Joaquín Juan Penalva
Biblioteca Virtual Miguel Cervantes, 2002



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