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PARA LEVANTAR ESPAÑA (Santiago Ramón y Cajal)

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Bien ajenos estábamos al publicar las páginas precedentes, donde nos lamentamos de nuestro desdén por la ciencia, que habíamos de recoger muy pronto el fruto de nuestra incultura. Una nación rica y poderosa, gracias a su ciencia y laboriosidad, nos ha rendido casi sin combatir. En tan desigual batalla, librada entre el sentimiento y la realidad, entre un pueblo dormido sobre las rutinas del pasado, y otro enérgico, despierto y conocedor de todos los recursos del presente, el resultado estaba previsto; pero es preciso confesar que nuestra ignorancia, aún más que nuestra pobreza, ha causado el desastre, en el cual no hemos logrado ni el triste consuelo de vender caras nuestras vidas. Una vez más la ciencia creadora de riqueza y de fuerza se ha vengado de los que la desconocen y menosprecian.

Por ignorar, ignorábamos hasta la fuerza incontrastable del adversario: la ciencia de sus ingenieros y de sus químicos (inventores de bombas incendiarias que barrían la cubierta de nuestros buques e imposibilitaban toda defensa), la superioridad de sus barcos y corazas, la excelencia y tino de sus artilleros, la energía y pericia de sus generales.

Y lo más sensible es que el desastre pudo haber sido evitado si en el pueblo y en los estadistas españoles hubiera existido verdadero sentido político, esa cualidad suprema de los pueblos prácticos que ya echaba de menos en nuestra raza el gran Alejandro Humboldt. Porque en estos tiempos de frío positivismo, sólo España hace política de sentimiento.
A la ruina nos han llevado, más que las ideas que nos faltan, los sentimientos e ilusiones que nos sobran. El sentimiento caballeresco del honor, excelente para los individuos, daña gravemente a los pueblos cuando no está contrapesado con el criterio de la utilidad colectiva. Dígase lo que se quiera por los que sueñan con un pasado que no volverá jamás, la política se hace con conveniencias, no con afectos. Lo debido es lo útil a la nación. El progreso de las colectividades, como el progreso de la serie zoológica, está regido por el severo principio de la utilidad de la raza a la cual las naciones dotadas de instinto político seguro deben sacrificar leyendas queridas, impacientes anhelos de dominio y de gloria y simpatías y antipatías internacionales. Y ante el peligro de un conflicto internacional, los pueblos deben fundar sus esperanzas, no en los heroísmos de la raza ni en los posibles favores de la Providencia o de la Fortuna, sino en el severo cálculo, en el conocimiento ingenuo, sin espejismos patrióticos ni fanfarronerías ridículas, de la verdadera fuerza propia y del positivo poder del adversario.

Pero no es hora ya de filosofar sobre las causas de nuestra caída, sino de levantarnos lo más rápidamente posible. Miremos hacia adelante, alcemos nuestros corazones a la esperanza y consagrémonos a desenvolver nuestras energías, alentados por la fe robusta en la virtud redentora del trabajo y en el porvenir reservado a nuestra raza. Más hondo que nosotros cayeron otros pueblos y hoy resplandecen en el cénit del poder y de la fortuna. Troquemos los desfallecimientos enervadores en viril alegría, en ansia de robustez, de juventud y de renovación. Huyamos del pesimismo como de virus mortal: quien espera morir, acaba por morir; y, al contrario, quien aspira a la vida, crea la vida. Seamos, pues, optimistas, porque sólo la alegría y serenidad se sienten fuertes y trabajan y esperan.

Pero el soñado porvenir no vendrá por sí mismo, ni lo traerá la protección del extranjero o la ciega lotería del azar; la futura renovación será el galardón de nuestro trabajo, de nuestra ciencia, de nuestro conocimiento de la realidad y de nuestro amor a la patria y a la raza.

El dolor mismo nos será útil, porque el dolor es el gran educador de almas y creador de energías. Para los que aman la patria, las desdichas representan un lazo moral más. Como dice elocuentemente Renan, «la patria está formada por los que han sufrido juntos, porque el dolor común une más que la alegría». Sólo de corazones ingratos y de espíritus innobles es abandonar la patria en días de luto y amargura; al contrario, las almas bien nacidas deben medir el amor a los suyos por la grandeza de sus desgracias. Y la patria es tanto el terruño como la historia, tanto los presentes como los venideros, lo mismo nuestras glorias que nuestros dolores. El buen patriota debe llenar su corazón con un sentimiento de sublime paternidad a todos sus conciudadanos, de una inmensa y efusiva caridad que alcance hasta los venideros.

Nada de desalientos, nada de tomar en serio vaticinios nefastos. Mostremos a esas naciones que nos declaran muertos, sin duda porque esperan la hora del reparto de nuestros jirones, que no sólo vivimos, sino que estamos resueltos a afirmar vigorosamente nuestro derecho a la vida. El dolor mismo da fe de existencia; que no está muerto quien se indigna, quien lamenta su desdicha, quien siente hervir en su corazón la sangre con tumultos de indignación por lo pasado: los verdaderos muertos son los que callan, los que aceptan filosóficamente sus desgracias, los que carecen ya hasta de fuerza para sentirlas. Estas almas caducas, a muchas de las cuales toca grave responsabilidad en nuestros desastres, son los verdaderos cadáveres que cada cual debe enterrar en su memoria y borrar de su corazón.

Lo hemos dicho mil veces y hemos de repetirlo hasta la pesadez. El poderío político de España será el fruto de la riqueza y del aumento de su población; resultados para los cuales no hay otro camino para crear, cueste lo que cueste, ciencia, industria y arte originales. Una vez creados, la corriente de exportación se establecerá rápidamente, y con ella vendrá la abundancia, la consideración, el respeto y hasta el cariño del extranjero. ¡Que este objetivo sea ardientemente deseado y claramente sentido por nuestros políticos, científicos, agricultores, capitalistas, industriales, ingenieros y hasta por los obreros más humildes, y nuestra redención será una realidad, y el sol de la gloria acariciará todavía nuestra mustia bandera, no tan escarnecida por los extraños como por nosotros!

¡Oh, si yo pudiera transmitir a nuestros políticos, a nuestros capitalistas, a nuestros sabios e ingenieros, a nuestros obreros y estudiantes, una parte del entusiasmo que me anima! Si yo tuviera la seguridad de ser oído, con qué gusto les diría: Políticos que nos habéis traído a esta triste desventura, dad tregua, por Dios, ante las angustias de la patria, a vuestro egoísmo estrecho de partido o de pandilla; preocupaos seriamente de la pureza y de la moralidad en la administración pública, del culto al honor y al heroísmo en el ejército, de la protección seria y eficaz a la instrucción popular y universitaria, de mantener, en fin, en todos los organismos del Estado el sentimiento del deber y la más estrecha responsabilidad. Pensad que, según dijo Carlyle, «todavía el valor es un valor», que todavía la virtud y la disciplina constituyen la fuerza y el prestigio de los pueblos modestos. Renunciad a todo mesianismo ridículo, a toda loca ambición de conquista y proceded sin pérdida de tiempo a la obra de nuestra redención con toda la antigua energía y terquedad de la raza, y en medio de ese recogimiento, de ese silencio solemne con que la Naturaleza opera sus fecundas y grandiosas renovaciones.

A los profesores de todas clases —físicos, químicos, ingenieros, naturalistas, médicos, filósofos, sociólogos, etc.— les diría: trabajad hoy más que nunca por la creación de ciencia original y castizamente española. No bastará para nivelarnos con los países cultos progresar según el ritmo perezoso de siempre; tan rezagados estamos, que será preciso concentrar en breves años la energía productora de dos siglos. Si para la magna y redentora empresa os falta valor, rodeaos de estímulos poderosos, de esos excitantes morales que caldean el cerebro e hipertrofian el corazón: insultos que provoquen al trabajo iracundo, recuerdos que aviven continuamente el amor a la patria; o, en otros términos, junto a la retorta, la balanza o el microscopio, poned la bandera nacional que os recuerde constantemente vuestra condición de guerreros (que función de guerra, y hermosísima y patriótica, es arrancar secretos a la patria), y tened a la vista, escritas en gruesos caracteres para que toda distracción sea imposible, esas amargas frases de desprecio, esas palabras de depresiva conmiseración y esas punzantes ironías con que escritores extranjeros nos han echado mil veces en cara nuestra falta de originalidad y nuestra pretendida incapacidad para la labor científica.

Los que tengáis vocación pedagógica preocupaos seriamente en transformar las cabezas de nuestros hijos, deformadas por la servidumbre mental de cuatro siglos, en cabezas modernas, acomodadas a la realidad; en hombres que sepan mejor las cosas que los libros; antes dispuestos a la acción que a la palabra; capaces, en fin, de abordar briosamente la conquista de la Naturaleza. Inculcadles, sobre todo, los métodos de estudio, el arte de pensar por cuenta propia, las ideas prácticas, los principios fecundos y luminosos a cuya aplicación se deben las invenciones industriales y descubrimientos científicos.

Cread en fin, no eruditos y quietistas, dilettanti del saber, bien hallados con el mero conocimiento de la verdad sino voluntades enérgicas, espíritus reformadores susceptibles de llevar la idea a la realidad y de reaccionar vigorosamente contra todas las fatalidades y deficiencias del suelo, de la raza y de la organización social y política.

Y los que sintáis más altos anhelos, los que os halléis suficientemente armados para concurrir y luchar en el campo internacional de la indagación científica, literaria o artística, redoblad vuestra actividad y vuestro celo. La patria pagará generosamente vuestros esfuerzos, porque España, que jamás escatimó dádivas y aplausos a sabios pretendidos y a inventores frustrados, sólo por la intención sana y patriótica que demostraron, ¡qué no sería capaz de hacer por los promotores de positivos progresos!

Considerad que cada idea nueva, no contrapesada por otra nacida entre nosotros, es un eslabón más de nuestra servidumbre mental, es una contribución que debemos pagar con oro, y que será cobrada perpetuamente en Berlín, París o Londres. Porque toda servidumbre intelectual tiene por salario el oro del rico o la fatiga del pobre, es decir, sangre y vida consumidas sin reparación y endeblez y degeneración irremediable de la raza.

Los que tengáis vocación por la ingeniería y las ciencias físicas, no olvidéis que cada máquina que dejáis de inventar e importada de países extraños tiene un equivalente de pobreza que se difunde por toda la nación, cerrando el paso a la vida de españoles que no han nacido, pero que tampoco nacerán; mientras que, al contrario, toda invención fecunda nacida entre nosotros representa un fermento de vida española y un manantial de honra y de riqueza colectivas.

También vosotros, obreros y pequeños industriales, podéis contribuir poderosamente a la magna empresa de nuestro engrandecimiento. Trabajad bien, pero instruíos antes, para que vuestra obra alcance la mayor perfección y originalidad posible. Si en vuestro pecho late un corazón patriota, ¿no os avergonzáis al oír cómo los extranjeros os motejan de inhábiles, de toscos y aun de holgazanes?; ¿cómo os suponen desprovistos de ingenio e inventiva?; ¿cómo, en fin, recuerdan, para deprimiros, que hasta los más humildes instrumentos con que trabajáis llevan el marchamo de Londres o de París?

¿Seréis, acaso, incapaces de sacudir vuestra pereza y vuestra rutina?

¡Oh, cuánto ganaría la riqueza nacional si nuestros fabricantes, pequeños industriales y obreros se persuadieran de que el beneficio positivo y duradero brota exclusivamente de la originalidad, de la perfección o de la baratura extrema de la obra, y de que toda industria exclusivamente atendida al mercado interior, gracias a tarifas arancelarias extraordinariamente protectoras, sirve solamente a medias los intereses de la patria y corre continuamente el riesgo de arruinarse ante la primera innovación surgida en el extranjero!

Repitamos una vez más a nuestros fabricantes e industriales que no pierdan nunca de vista el ideal, que consiste en abandonar por depresiva toda tutoría, y en concurrir y vencer en el mercado internacional; y, que los tejidos, máquinas, drogas, objetos de arte, instrumentos de trabajo, fruslerías de la moda, etc., importadas sin suficiente compensación en la balanza de exportación, son oro que se nos quita, vida que se nos escapa, fuerza con que el extranjero forjará quizá las cadenas de la esclavitud del mañana.

Todos deseamos gozar de las ventajas de la civilización, de la que se ha dicho con razón que hermosea y dilata la vida, suprime el tiempo y el espacio, y lleva hasta el hogar del pobre deleites y satisfacciones antes exclusivamente reservados al opulento.

Pero, desde el punto de vista nacional, la civilización puede ser una gran desgracia: motivo de poder y de engrandecimiento para los pueblos que, colaboran en ella, resulta ruinosa, hasta la bancarrota, para las naciones atenidas a los prejuicios y rutinas del pasado, para aquellas de quienes ha podido decirse con gráfica frase que producen a la antigua y gastan a la moderna.

También vosotros, los aristócratas opulentos, los capitalistas y propietarios, cuantos por uno u otro camino, lícito o ilícito, habéis logrado emanciparos de la honrosa servidumbre del trabajo, tenéis una gran misión que cumplir. ¡Qué cosas más grandes podríais, sin grandes sacrificios, realizar si, abandonando un poco la codicia de goces materiales, la afición antipatriótica al sport extranjero, el culto enervador a su majestad la mujer, y la insana y pueril vanidad del palco, del caballo, de la apuesta, del torerismo, etc., pensarais algo en las desgracias de la patria y en sus tristes destinos! La riqueza es poder, es fuerza, pero no debe ser fuerza derrochada en el placer, energía consumida en humo de vanidad. A mayor suma de influencia y de fortuna, debe corresponder mayor responsabilidad y más activa colaboración en la obra civilizadora de la patria. En lo antiguo la riqueza desempeñó un honroso papel: armar soldados, levantar castillos y luchar briosamente en pro del rey y de la religión. Hoy, variadas las costumbres, sin infieles que combatir, sin intolerancias que mantener, el patriotismo de los poderosos tiene todavía un ancho campo en que ejercitarse; fomentar la industria nacional, mejorar la agricultura, crear institutos docentes, subvencionar investigaciones, proteger las ciencias y las artes, poner, en fin, ya que no la espada, el oro y la inteligencia al servicio de la cultura y bienestar de la nación. Sólo así alcanzarán los ricos representación simpática en el ánimo de una sociedad donde vientos de socialismo atizan constantemente el odio entre el capital y el trabajo; sólo de este modo olvidaremos esta triste verdad: «Que la riqueza representa el sobretrabajo del proletario y que el placer del capitalista es la transfiguración del dolor y de las lágrimas del pobre.»

Y tú, clero ilustrado, que en más de una ocasión has dado pruebas de patriotismo, acuérdate de la religión y del culto, pero no olvides al hombre y a la Naturaleza. Considera que en estos tiempos de la fría razón de Estado nadie hace política de sentimiento, y que en las contiendas internacionales no vence ya la fe, sino la ciencia y la riqueza. Interésate, pues, por la prosperidad material de la patria, pues, en definitiva, de esta prosperidad depende que el catolicismo tenga en España, en vez del flaco y triste Quijote, molido a palos por los yangüenses protestantes o librepensadores, un paladín esforzado y vigoroso, dispuesto a reverdecer los laureles de Lepanto y Pavía.
Abandona para siempre aquellas terribles intolerancias que hicieron el nombre de España odioso en el mundo, y toma ejemplo y enseñanza de la infinita caridad de Dios, que favorece con sus dones a todos los trabajadores de la tierra, sin mirar si éstos le dirigen sus preces desde el templo protestante, desde la basílica católica o desde esa gran iglesia de la Naturaleza que tiene por bóveda el azul del cielo, por lámpara el sol, la tierra por ara y el conocimiento y alabanza de la obra de Dios por ofrenda.

¡Ah, qué empresas más grandes podrías llevar a cabo con el enorme ascendiente que posees sobre los poderosos de la tierra si, además de preocuparte de la pureza de las costumbres y de la paz de las almas, te apasionaras algo de la ciencia y del bienestar material de los pueblos!

¡Cuán grande, simpática y civilizadora sería la misión de la Iglesia si los talentos selectos que vegetan en sus claustros, dando treguas al tenaz empeño de convertir la ciencia en servidora de la religión o de demostrar la posible armonía de entrambas, se propusieran seriamente fabricar ciencia, filosofía y arte originales, rindiendo de esta suerte culto por igual a la palabra y a la obra de Dios!

No intentes, por Dios, clero español renovar guerras sangrientas y fratricidas, y considera que, aunque triunfases, aunque por un milagro de la Providencia no suscitaran tus victorias la intervención extranjera, consumarían la ruina de la patria. Con el triunfo lograrías acaso poblar de españoles el cielo; pero de fijo, y con gran contentamiento de los herejes, quedarían muy pocos españoles en la tierra. No olvides, en fin, que los extranjeros —protestantes, librepensadores y aun católicos— han dicho mil veces que tus intransigencias son la verdadera causa de nuestra pobreza, decadencia política e incapacidad para la producción científica; que, merced a la Inquisición, y al clericalismo, aquel sol que no se ponía nunca en nuestros dominios no fue jamás el sol de la ciencia y de la verdad, sino la hoguera del fanatismo y de la intolerancia religiosa. Ante semejantes imputaciones, sólo hay una respuesta victoriosa: entrar sinceramente en la corriente de la moderna vida y preparar el porvenir, alistándose resueltamente en la causa de la civilización, que, en definitiva, es también la causa de Dios y de la Humanidad.

Y tú, juventud estudiosa, esperanza de nuestra renovación, que te consagras al trabajo en estos luctuosos días de nuestra decadencia no te desalientes. Contempla en nuestra caída la obra de la ignorancia o de la media ciencia, el fruto de una educación académica y social funestísimas, que ha consistido siempre en volver la espalda a la realidad, sumergiendo el espíritu nacional, a la manera del morfinómano, en un mundo imaginario lleno de fingidos deleites y de peligrosas ilusiones. So color de excitar la adhesión a la patria, o acaso por vanidad mal entendida, hemos ocultado siempre a la juventud, en el orden histórico, los defectos de nuestra raza y virtud y valor del extranjero; en el orden geográfico y físico, la pobreza de nuestro suelo —inmensa meseta central estéril, salpicada de algunos oasis y bordeada de una faja de tierra fértil— y la inclemencia de un cielo casi africano; en la esfera social y política, la indisciplina, el particularismo y el atavismo del caudillaje, es decir, el oculto fetichismo al sable, que resurge de continuo como planta parásita en el terreno, al parecer firme, de nuestro régimen constitucional y democrático; en lo científico, filosófico, industrial y literario, nuestra falta de originalidad y nuestro vicio de la hipérbole, que nos lleva a honrar como a genios a meros traductores o arregladores de ideas viejas o exóticas.

El cuadro trazado es algo sombrío; pero no lo presento a tu examen por el mero capricho de entristecerte, sino porque juzgo que es deber inexcusable tuyo conocer toda la extensión y profundidad del mal, al objeto de procurar el remedio, proporcionando la cuantía del esfuerzo a la magnitud del obstáculo.

Hay placeres materiales y deleites intelectuales: las naciones decadentes cultivan los primeros; los segundos han labrado la grandeza y gloria de las más adelantadas y fuertes. Busca, pues tú, juventud estudiosa, el placer, no en los groseros deleites de la carne, sino en la soberana fruición del deber cumplido, en la sublime satisfacción de haber ensanchado el horizonte del saber, de haber honrado y enaltecido la raza y de haber mejorado en algo la existencia de tus compatriotas.

¡Que cada libro extranjero en que no veas citados nombres de españoles, sea un aguijón que penetre en tu alma y excite tu ansia de saber y de originalidad!

Sé como Temístocles, a quien no dejaba dormir la gloria de Milcíades. Considera todo descubrimiento importante traído de fuera como una recriminación a tu negligencia y a tu poquedad de ánimo.

Es preciso que adivines, a través de la descripción del hecho nuevo, estas palabras molestas que te dirige su autor: «Yo he creado esto porque he sabido pensar y trabajar más y mejor que tú; en adelante tu oficio será ensalzarme y envidiarme, porque con mi descubrimiento te he arrebatado para siempre una honra que anhelabas y he limitado el campo de tus posibles triunfos.»

Lejos, empero, de conducirte al desaliento estas consideraciones, deben aumentar tu ardor y tu ansia de combate. Todo descubrimiento es el germen de un árbol cuyos frutos recolectan los émulos del autor y la posteridad estudiosa. Procura, pues, aplicarte al conocimiento de la nueva conquista; no cejes hasta ampliarla y superarla. De este modo, cuando el éxito te sonría, podrás contestar al extranjero: «Tú has creado una verdad pero yo he sabido hallar otras verdades que se ocultaron a tu penetración; yo he logrado transformar el hecho nuevo y estéril en hecho útil y fecundo.»

Marcha, pues, sin detenerte a la conquista de la honra de la patria. Los hombres de hoy sólo podemos mostrarte el camino. Tú debes recoger el fruto de esta enseñanza y preparar una España del porvenir que nos vengue de la España del presente.

La patria angustiada confía en ti. ¡Qué sería de ella si tú no respondieses a su tierna solicitud, si te mostrases indiferente a sus anhelos y esperanzas!

Contestarás, acaso, que tus hombros son demasiado débiles para la inmensa pesadumbre de la carga, que la labor será ruda, porfiada, febril. También la tarea es ardua para el extranjero y el extranjero la acomete con brío, y triunfa y domina. Tú no tendrás menos ardimiento que él. Déjame el consuelo de suponerte capaz del honroso heroísmo del trabajo, de pensar que, en espera del mañana reparador, tú sabrás palidecer ante el libro, la retorta y el microscopio; que no darás paz a la mano ni tregua al pensamiento hasta que la ciencia se enriquezca con nuevas verdades y la bandera patria se ilustre con nuevos blasones.



Santiago Ramón y Cajal
Post-scriptum
de Reglas y consejos sobre investigación científica,
Los tónicos de la voluntad, 1897



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