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LA LENGUA DEL IMPERIO (Henry Kamen)

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Es una lástima que el triunfo de Francisco Umbral en la ceremonia del Premio Cervantes se viera empañado en cierta medida por una controversia sobre la imposición o no imposición de la lengua castellana. Todas las lenguas por su naturaleza son impuestas. En mi caso mi madre me impuso el inglés, de lo cual no la culpo, aunque a posteriori creo que hubiera preferido hablar el francés, que encuentro más bello y más culto. La cuestión de la imposición de una lengua, por supuesto, tiene ramificaciones políticas e históricas, pero no tengo la intención aquí de hablar sobre esta materia. Es un asunto del que casi nada nuevo queda por decir.

En cambio, la polémica en torno a la lengua daba paso a otro tema, sobre el cual nadie parece haber hecho observaciones. Quizá Umbral se refiera a ello cuando sea recibido -lo cual esperamos ocurra pronto- en la Real Academia de la Lengua. El día de la entrega del Premio Cervantes no pudimos evitar oír cómo muchos eruditos y personas importantes mantenían una vez más en sus discursos que la lengua de Cervantes era una lengua «universal».

En Inglaterra preferimos reivindicar lo menos posible el status de nuestra lengua, y nos sentimos bastante satisfechos de que tanta gente, incluyendo a los ciudadanos de las antiguas colonias de América del Norte, la hable. Sin embargo, jamás he oído a personas eruditas de Inglaterra exclamar que la lengua de Shakespeare era una lengua universal, aunque es verdad que a menudo se puede oír retumbar la lengua en medio de las estrellas cuando la hablan dentro de los satélites en órbita.

De todas formas la palabra universal tiene resonancias chovinistas, lo cual hace que su empleo sea poco deseable y ciertamente absurdo. Muchos de nosotros recordamos a los primeros cosmonautas soviéticos que hablaban ruso en la luna: ¿Eso convierte el ruso en una lengua cósmica?

Pero, veamos, ¿en qué sentido era la lengua de Cervantes universal? He estado meditando sobre esta cuestión, y a pesar de la gran erudición de los miembros de la Real Academia que continúan reivindicando que son muchos los millones de personas en todos los continentes que la aceptan libre y orgullosamente, tengo mis dudas de si alguna vez la lengua de Cervantes ha llegado a ser hablada más extensamente que ninguna otra, como el holandés o el japonés. Es posible, en efecto, que en la etapa culminante del imperio español, cuando Cervantes viajaba alrededor del Mediterráneo y recogía el material y las experiencias para el trabajo que haría inmortal su nombre, el castellano fuera hablado por tanta gente y en tantos continentes del universo como lo era el chino, el japonés, el portugués o el holandés, que eran también lenguas internacionales.

Hay tópicos que de tanto repetirse tienden a convertirse en verdad, especialmente si los que hablan de ellos son personas bien educadas y de gran reputación. Los tópicos se imprimen en los libros, que son los encargados de darles el status de verdaderos, después se enseñan en las escuelas, de manera que las generaciones crecen creyendo que lo que han aprendido es la verdad, o que al menos lo parece ser.

Son muy pocos los temas capaces de provocar tanta pasión como la cuestión de la lengua. El lenguaje es el medio por el cual nos identificamos los unos con los otros. La lengua, en realidad, equivale a identidad, y si nos la arrebatan perdemos nuestra identidad. Pero una cosa es sentirnos orgullosos de nuestra lengua e identidad, y otra reivindicar que nuestra lengua es, o era, o ha de ser, universal.

Son muchas las afirmaciones dudosas hechas por hombres de relieve, pero pocas lo son tanto como aquella del humanista Nebrija cuando afirmaba en 1492 que «siempre la lengua fue compañera del Imperio». En primer lugar, la frase no era original suya. Nebrija la copió del humanista italiano Lorenzo Valla. En segundo lugar, la declaración no era cierta. La lengua rara vez acompañaba al imperio, y si dejaba rastros, éstos muy pronto eran borrados. Los griegos ocuparon zonas de Asia occidental, pero nadie allí absorbió la cultura griega; los romanos ocuparon Inglaterra y Alemania, pero nadie allí aprendió el latín. Uno de los mayores fallos de los imperios, en realidad, fue que la lengua pocas veces se convirtió en «compañera del imperio». El imperio español no fue una excepción.

El castellano lo hablaba, estudiaba y escribía bastante menos gente de lo que se ha venido creyendo. En la época de Cervantes, y hasta la liberación de las colonias americanas, los castellanohablantes del Nuevo Mundo constituían sólo una pequeña proporción de la población de Norteamérica y de Suramérica, donde la inmensa mayoría de la gente en ambas mitades del continente continuaba manteniendo su propia sociedad, cultura y lengua, y la mayor parte de ellos no tenía ningún contacto regular con los españoles y con toda seguridad no hablaban el castellano, el cual rechazaban.

No hubo nunca un periodo en la historia del Nuevo Mundo colonial en que el castellano lo hablara como lengua principal más de -digamos- una décima parte de la población visible. Incluso los esclavos negros preferían conservar sus propias lenguas africanas antes que hablar la lengua ajena de sus amos. El cuadro se repetía en aquellas tierras de Asia donde los españoles vivían. A lo largo y ancho de Asia, la única lengua franca aceptada en la época de Cervantes era la portuguesa. Incluso los comerciantes asiáticos la empleaban para hablar entre ellos y los españoles se vieron forzados a aceptarla si deseaban comunicarse con los asiáticos. El jesuita vasco Francisco Javier empleaba el portugués como su principal medio de comunicación en Asia. En las Filipinas, que teóricamente estaban bajo el control de los españoles y donde era de esperar que la lengua española había de tener algún éxito, los castellanos tuvieron que luchar contra el predominio de la cultura china, y los primeros libros que los españoles imprimieron en Filipinas estaban en chino, no en castellano. De cualquier modo, la mayoría de la gente en las Filipinas continuaba hablando tagalo y no castellano.

Por lo tanto, la reivindicación de Nebrija nunca dio fruto. Los españoles hablaban el castellano por doquiera que iban, e incluso lo usaban los vascos en el norte de México como una lengua franca, aunque muchos por supuesto continuaban hablando en su lengua materna. En los tiempos coloniales, el castellano no alcanzó la posición de lengua universal, excepto en temas de administración. Solamente en este sentido era el castellano la lengua del imperio. Pero en cualquier otro aspecto, dentro del imperio durante el periodo del dominio español, en las Filipinas había más gente hablando el chino que no el castellano, en Suramérica había más gente que hablaba quechua (y las lenguas asociadas) que castellano, y en Europa las culturas dominantes eran el italiano y el francés, y no el castellano.

Sorprende, por supuesto, que en Europa el idioma de Cervantes no fuera el idioma dominante y nunca llegó a serlo. En el famoso gesto del emperador Carlos V en 1536, cuando hablaba ante el Papa y dirigía su enojo y desafío contra el rey de Francia, rehusó hablar en francés y declaró: «No espere de mí otras palabras que de la lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana». Era un extraordinario discurso que escandalizó a los oyentes y regocijó los corazones de los nobles castellanos que lo oyeron. Pero, de nuevo, no era cierto que Carlos intentase reivindicar el castellano. Inmediatamente después, y aún negándose a hablar en francés, se dirigió en italiano al embajador de Francia.

Casi todos los discursos que el rey hizo fuera de la Península eran pronunciados en francés, su lengua de origen. En Europa la única lengua con alguna pretensión de universalidad cultural era el italiano, pero a partir del siglo XVII el francés tomaría el relevo. Cuando en 1630, el artista Rubens fue a Londres en una misión diplomática para España, la lengua que habló fue el italiano. El italiano era, después del latín, la lengua que los diplomáticos del Renacimiento europeo empleaban con más frecuencia.

Quizá se pueda completar este cuadro con lo que sabemos de la España cervantina. En el Siglo de Oro, aproximadamente sólo uno de cada cuatro españoles hablaba habitualmente el idioma de Cervantes: preferían hablar catalán, árabe, euskara o gallego. Y así siguieron haciéndolo. Tan tarde como en 1686, casi un siglo después de la muerte de Cervantes, las reglas de navegación en Guipúzcoa estipulaban que los barcos debían llevar a un sacerdote que hablase el euskara, ya que entre los marineros «los más no entienden la lengua castellana». Estas pocas aclaraciones sirven tan sólo para mostrar que no existe ninguna razón por un chovinismo nacionalista en el tema de la lengua y la cultura.


Henry Kamen
El Mundo, mayo 2001

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