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LA OTRA AMÉRICA (Arturo Uslar Pietri)

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Esto que muchos llaman la América Latina es, de modo muy significativo, el mundo al que se le ha arrebatado el nombre. Siempre ha habido una metáfora o un equívoco, o una razonable inconformidad sobre su nombre. Nuevo Mundo, Indias, América fueron otras tantas denominaciones del azar y hasta de ignorancia. Cuando en su mapa Martín Waldseemüller puso en 1507 el auspicioso nombre, lo colocó sobre el borde de la masa continental del sur. La parte del hemisferio norte no vino a llamarse América sino tardíamente.

Desde que en 1776 las antiguas colonias inglesas del norte se proclamaron independientes y a falta de designación propia optaron por la elemental definición política de Estados Unidos de América, que definía someramente su forma de gobierno y su situación geográfica, se planteó el problema del nombre para el sur. Cuando se hizo visible y poderosa la expansión y la fuerza del nuevo país, el nombre de americano vino a serle atribuido de un modo creciente. Para franceses e ingleses del siglo XVIII, Benjamín Franklin era el americano y en cambio un hombre como Francisco de Miranda, que podía encarnar con mejores títulos la realidad del nuevo mundo, era un criollo, un habitante de la Tierra Firme, o un exótico indiano.

El hecho de que el nombre no corresponda exactamente a la cosa no es lo importante. Ningún nombre corresponde exactamente a la cosa que designa. Arbitrarias y caprichosas en su origen fueron igualmente designaciones como Asia, África o Europa para no hablar de Italia o aun de España. El problema ha sido la falta de una identidad suficiente y segura.

Larga, difícil, no concluyente y cuatricentenaria es la busca de identidad de los hijos de la otra América, de ésa que se designa todavía por tantos nombres objetables y casi provisionales como Hispanoamérica, América Latina, Ibero-América y hasta Indo-América. La presencia de ese cambiante complemento revela la necesidad de una no bien determinada diferencia específica con el género próximo.

Poco importaría el nombre viejo o nuevo, ingenioso o llano, si detrás de su planteamiento no se revelara una no resuelta cuestión de definición y de situación.

Ha tenido mucho que ver en todo esto la peculiar actitud del latinoamericano con el lugar y la hora. Ha sido la suya, desde el inicio, una situación para ser cambiada. Más que en ningún otro ámbito histórico se ha pensado allí en términos de porvenir y lejanía. Más que el hoy ha importado el mañana, más que lo visible lo invisible y más que lo cercano lo lejano. La búsqueda de El Dorado es una instancia ejemplar y extrema de esa mentalidad. Poco importaba la ranchería escueta y escasa de riqueza en que se hallaban, ante la idea de que estaban en el camino de El Dorado. Siempre se encontraban frente a una inmensidad por conquistar, ante la cual lo conocido y poseído resultaba desmesuradamente pequeño. Había un más allá en el espacio y el tiempo donde todo sería bueno y abundante.

Desde la llegada de los conquistadores se miró más el futuro que el presente. Venían a hacer «entradas», a conocer tierras nuevas, a buscar tesoros, a fundar para el mañana, con un proyecto en la imaginación.

Influyó en esto el hecho de ser América el primer gran encuentro del hombre moderno con un espacio geográfico totalmente desconocido y en gran parte vacío. Más importante que lo que había era lo que se podía hacer. El hecho mismo de llamarlo Nuevo Mundo revela esa concepción visionaria. No venían a sojuzgar ciudades y países sino a fundar lo que no existía y sin tomar mucho en cuenta lo que existía. Se crearon reinos, gobernaciones y provincias como un arquitecto traza en el papel el edificio por construir. Más que el presente importaba lo que podía ser hecho para el futuro. Se iba a hacer una Nueva España, una Nueva Castilla, una Nueva Toledo, a fundar la Orden de los Caballeros de la Espuela Dorada, o simple y llanamente, la Utopía de Tomás Moro.

La América Latina fue concebida como un proyecto. Todo lo que dicen los documentos oficiales más antiguos se refiere a lo que se puede hacer aquí. Esto va desde las Cartas de Colón hasta los discursos de Bolívar, desde la visión futurista y asombrada del jesuita Acosta en el siglo XVI hasta la descripción de las posibilidades del porvenir de que está llena la obra profética de Humboldt al final del período colonial.

La independencia misma tiene más que ver con un proyecto de futuro que con una realidad de presente. Es esa su mayor característica. Hay que crear para el mañana la más perfecta república que la humanidad haya conocido. No importan las limitaciones y los obstáculos del presente. Cuando en 1811 el Congreso venezolano dicta la primera Constitución hispanoamericana no parece tomar en consideración la situación real del país ni sus instituciones vigentes, ni su organización social o su economía, sino que se lanza, exento y libre de toda atadura con la realidad circundante, a invocar un orden político que requería la transformación de toda la realidad existente para poder funcionar. 


Se iban al más remoto pasado o se lanzaban al más utópico futuro. Todo menos al presente. Por lo demás, el pasado remoto, actualizado o resucitado, de una leyenda dorada ha sido una forma tradicional del pensamiento revolucionario. La revolución, en el fondo es una nostalgia, una tentativa de volver a la olvidada y perdida Edad de Oro.

En los papeles de los creadores de la revolución hispanoamericana surge ese desdén por lo inmediato. En el archivo de Miranda abundan los testimonios de esta actitud mental. Miranda observa y estudia el funcionamiento de las más avanzadas instituciones políticas de la Europa de su tiempo, desde el ejército y los hospitales, hasta los jardines y el Parlamento, para transportarlos en su oportunidad al Nuevo Mundo, pero a la hora de darle un nombre al jefe de ese inmenso Estado nuevo que se iba a extender desde México hasta la Argentina, no encuentra ninguno mejor que el del Inca. Un Inca iba a presidir la vasta república mirandina, estructurada sobre las más modernas formas políticas ensayadas por Inglaterra y por la Revolución Francesa.

El primero que se percata del riesgo de esta posición es Bolívar, que en el Manifiesto de Cartagena y sobre todo, en 1819, en el Discurso de Angostura, señala el reiterado error de no tomar en cuenta la realidad social creada por la historia. No tuvo buen éxito este llamado al orden. El continuo batallar del siglo XIX está expresado en proclamas utópicas que muy poco tienen que ver con la realidad circundante. Se buscaba una perfección política abstracta y se la quería para mañana.

Todo esto que no ha dejado de ser visto caricaturescamente, tiene una innegable grandeza trágica. Tantos años de lucha y de enfrentamiento destructivo en las naciones hispanoamericanas pudieron ser vistos con orgulloso desdén por los Estados Unidos de la época y por las grandes potencias europeas, como una muestra de inferioridad o de incapacidad para la vida civilizada. También vinieron los positivistas con su diagnóstico pesimista a señalar las invencibles fatalidades de clima, raza y momento que nos condenaban a la barbarie o a la impotencia para la vida civilizada. Pero un pueblo que por tanto tiempo y con tanta pasión se da a luchar en busca de promesas de justicia, de libertad y de igualdad, revela una fibra moral extraordinaria. Hubiera sido ciertamente más útil y productivo resignarse a lo posible, trabajar dentro de lo dado y renunciar a buscar las formas superiores de la dignidad humana, pero se escogió tenaz y mayoritariamente el riesgoso y difícil camino de lo absoluto.

Se ha hablado a este respecto del «nominalismo» hispanoamericano. Creer que el nombre es la cosa, que proclamar la república es la república, que decretar la igualdad es la igualdad. Algo de ello hay, pero no es todo. Si hubiera sido todo, los pueblos habrían permanecido quietos o hipnotizados junto a los renovados altares sobre los cuales se habían puesto los nuevos ídolos de los grandes principios liberales. No fue así; cada vez que la promesa o la esperanza no se transformó en realidad tangible, se reencendió la lucha. Lo que provocó las largas guerras que —112→ en el siglo pasado desgarraron a casi todo el mundo hispanoamericano y que tiene sus puntos culminantes en vastos conflictos colectivos como la guerra de las Reformas en México, la cruzada contra Rosas en la Argentina o la Guerra Federal en Venezuela, no era sólo la proclamación de un dogma político sino una sed de justicia que en las formas más variadas y a veces ingenuas alcanzaba a todas las capas sociales.

No merece tanto desdén y burlona conmiseración un mundo que ha sido capaz de luchar tanto y por tan largo tiempo por los más altos ideales humanos.

Sin embargo, desde los días de la reina Victoria y de la Tercera República francesa, ha habido una América digna de admiración por su riqueza, sus virtudes y su creciente poderío, que era la constituida por los Estados Unidos y acaso por el Canadá, y la otra América, tierra caliente, pintoresca y primitiva, buena a lo sumo para colonizar y explotar. Tierra de loros, vicuñas, indios emplumados, gauchos y caudillos ignaros. También de algunos exóticos productos coloniales: cacao, café, ron, melaza, tabaco y pieles, y de extraños e impuros poetas.

No era fácil, no lo ha sido nunca, identificar a la América Latina, que presenta tantas y tan contradictorias faces, por dentro y por fuera. Lo que parece su contradicción no es sino una forma de su mezcolanza no conciliada. Está llena de la pugna de las reliquias y de las novedades. Medio siglo después de que Humboldt oía con asombro discutir de las mayores novedades políticas mundiales en el viejo camino empedrado de La Guaira a Caracas, Sarmiento describía la detenida vida del siglo XVII en Mendoza. Y cuando Bolívar llega al Cuzco en 1825 debió de tener la sensación de mirar abierto un profundo corte transversal al través de la historia. Juntos, superpuestos y escasamente mezclados estaban allí gentes, hábitos y piedras de la vida incaica junto a las iglesias castellanas, a los frailes de misión y doctrina, a los doctores en «Utraque» y a un ejército que traía, junto con su gruesa pólvora, ideas de Rousseau y Montesquieu. Pudo tener al mismo tiempo en una mano el pendón de Pizarro y en la otra un proyecto de Constitución democrática. Lo saludaban con las viejas palabras ceremoniales del Inca o del Virrey y él hablaba de ciudadanos y república.

Hubo una edad española que se quedó detenida y retrasada en tierra americana. Lo dice la lengua que evolucionó más lentamente, lo dice el arcaísmo no sólo de voces, sino de usos que pervivió en la vida de los criollos de clase alta. La llegada de los Borbones al trono de España se sintió en América tardía y superficialmente. En lo esencial sobrevivieron el mundo y los valores de la casa de Austria.

Aquel cristiano viejo de Castilla, que era el heredero de una larga historia del encuentro de cristianos, moros y judíos en la península y que llegaba, como lo ha señalado Américo Castro, lleno de inquebrantable casticismo, no sólo vino a hallarse en un medio geográfico y social distinto, sino en presencia de otras razas con otras culturas. No es mucho lo que todavía sabemos del vasto y profundo proceso de mestizaje —113→ cultural que tan dramática, dolorosa y ricamente ocurre en las nuevas tierras. Desde la disposición de la ciudad hasta la arquitectura del templo, desde el lenguaje hasta la condición del trabajo, desde el culto hasta la cocina, desde las formas de cultivar hasta las relaciones de familia y de sociedad, la presencia del indio y del negro se hace sentir con los más variados aportes. Lo que pasa en la América Hispana en esos tres siglos no se parece a nada de lo que ha ocurrido en otros continentes en los encuentros entre europeos y nativos. No pasó en la América del Norte, ni ocurrió tampoco en África o en Asia en los espacios de dominación inglesa o francesa.

No hay el equivalente de un Inca Garcilaso en la América anglosajona. No se creó un barroco africano o asiático como legado del encuentro con los europeos. No surgieron nuevas formas sociales o artísticas, sino que se superpuso lo europeo a lo indígena, la zona de contacto fue estrecha e inerte, la iglesia presbiteriana junto al templo indostano, o la minoría europea aislada de la mayoría autóctona. No se pudo dar un Sarmiento africano ni un Caspicara o un Aleijadinho angloamericanos. No podían darse porque el hecho fundamental del que esos hombres y esas creaciones surgieron, que fue el mestizaje cultural y racial, no se dio en ninguna forma significativa y poderosa ni en el norte de América ni en África ni en Asia. Culturalmente hubo, avant la lettre, un apartheid.

Si los Estados Unidos pudieron apropiarse para sí, frente al mundo, el nombre de América, relegando y obligando a las otras tres cuartas partes del continente a buscarse un apellido u otro nombre, no ha sido por una hábil jugada o por una afortunada promoción publicitaria.

Ha sido fundamentalmente el efecto del inmenso desnivel de desarrollo y poderío entre ellos y el resto de América. Ha tenido inmensas consecuencias de toda índole en la redondez de la Tierra el hecho espectacular de que en menos de dos siglos las trece colonias marginales de Inglaterra en la costa americana del Atlántico Norte se convirtieran en la más grande potencia económica, tecnológica y militar del planeta.

Con sorprendente rapidez y eficacia lograron tomar posesión útil de la inmensa masa continental que iba de océano a océano y establecer un sistema económico y un sistema de simples y efectivas libertades públicas.

Muchas han sido las causas y las explicaciones que se han dado para tan grande diferencia de crecimiento en las que entran desde el clima y la calidad de la tierra, hasta la ética protestante y la libertad económica.

Es la reaparición en territorio americano, en forma tajante y dramática, de la división de destino y mentalidad que la reforma protestante ocasionó en Europa, entre el Norte que creó el capitalismo, el racionalismo y el régimen parlamentario y el sur que se mantuvo fiel a la herencia medieval del absolutismo, de la economía señorial y servil, y del predominio del dogma religioso.

El rumbo de la otra América no lo decidió ella sino que en gran parte fue la consecuencia de decisiones que coincidieron casi con su nacimiento. Por los resultados de la jornada de Villalar, tan remota en el tiempo y en el espacio, no tuvo gobierno representativo; por la dieta de Worms y por la política de la Casa de Austria en el siglo XVII no participó en el nacimiento del capitalismo industrial, en el desarrollo de la investigación científica y en la formulación del pensamiento racionalista.

En gran parte las dificultades de su historia han derivado de la necesidad de nadar contra la corriente, frente a la gravitación de esos hechos decisivos que le fueron legados, en busca de una posibilidad desesperada de incorporarse a otra historia y a otro tiempo.

La antinomia entre el alma heredada y la necesidad vital de estar al día con el mundo del progreso, explica muchas de sus contradicciones. Mientras Carlos II montaba un anacrónico Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid para celebrar sus bodas con el pasado, se escribía en La Haya el Discurso del método, se fundaban la Royal Society y el Banco de Inglaterra en Londres y se formulaba la física de Newton.

Desde entonces la brecha no ha disminuido y es de ese angustioso tamaño el salto contra el tiempo que los pueblos de herencia hispánica tienen que intentar. O el tiempo cambia o cambiamos nosotros.

Intentar dar ese salto por sobre la mentalidad heredada ha sido el fermento de la inquietud revolucionaria del mundo hispanoamericano, por lo menos desde el siglo XVIII. Los criollos descubrieron pronto el racionalismo, el progreso científico y el brillo de «las luces». Al través del ejemplo de la América Inglesa, de los viajes y de los libros que llegaban junto con el contrabando desde las islas herejes se abrió un ansia de ponerse al día y de repudiar el pasado. Voces nuevas, ideas nuevas, nuevas utopías para reemplazar las ya olvidadas comienzan a aparecer. Fueron precisamente los hijos y herederos de los privilegios de la conquista los que más activamente se lanzaron por la vía de la revolución. José Domingo Díaz, un monárquico venezolano, contemporáneo de la independencia, pudo escribir con asombro en su libro Recuerdos sobre la rebelión de Caracas: «Allí por la primera vez se vio una revolución tramada y ejecutada por las personas que más tenían que perder».

Ahora, con su nombre equívoco, con sus contradicciones no resueltas, con su ansia de futuro y de absoluto, con su carga de irracionalidad desafiante, la otra América ha entrado a la más inesperada y exigente edad que el planeta haya conocido.

En medio de la más grande y veloz transformación de todas las relaciones de valor y de cambio, en un confuso panorama de nuevas y crecientes posibilidades de utopía y de riesgo, la vieja tierra de utopía y de riesgo tiene que repensar su destino y prepararse para un futuro que resulte conciliable con sus visiones.

Se forman nuevos y grandes centros de poder en una dimensión y con unas consecuencias que el pasado nunca conoció. Ya no son los acorazados y los batallones de las viejas potencias coloniales. Estamos viviendo en la bipolaridad nuclear, en la Guerra Fría, en las nuevas formas de poder representadas por el monopolio tecnológico y por las inabarcables empresas transnacionales. Ahora vemos surgir la posibilidad de nuevas concentraciones de poderío. Ya no son sólo los Estados Unidos y la Unión Soviética con sus respectivos aledaños de predominio, sino que se mira claramente resurgir la suma de poder de una Europa unificada, el Japón aparece como el mayor centro de poder tecnológico e industrial de Asia y no puede descartarse la posibilidad de una alianza de naciones de cultura anglosajona que podría comprender los Estados Unidos, el Canadá, África del Sur, Australia y Nueva Zelanda, a la que en alguna forma tendría que pertenecer la Gran Bretaña. Algún día encontrará formas de unidad el África Negra y el destino de China e India se formalizará ante el Japón. En ese mundo que viene de la creciente concentración y avance desigual del poderío tecnológico y económico, ¿qué papel va a desempeñar la América Latina?

Para apreciar esa posibilidad habría que considerarla en conjunto como una inmensa suma de espacio geográfico, de recursos naturales de todas clases, de climas y bosques y aguas y de humanidad. Una de las más grandes masas geográficas del planeta, una suma extraordinariamente homogénea de unidad cultural, que podría constituir una de las más unificadas concentraciones humanas del mundo por venir.

Hoy es el español el habla materna de más de doscientos millones de seres, numéricamente es la tercera lengua del mundo después del chino y del inglés. Si sumamos los pueblos de lengua castellana y portuguesa, cuya barrera lingüística es muy tenue, representaría más de trescientos millones, lo que los convertiría en la segunda comunidad lingüística del mundo actual.

Hay ciertamente la posibilidad de una gran suma potencial de poder en el mundo hispánico. La orgánica complementación de sus recursos humanos y naturales, facilitada por su comunidad cultural y lingüística, podría crear las bases para uno de los centros importantes de poderío mundial en el mundo de mañana.

El mundo hispánico ha experimentado grandes momentos de toma de conciencia, en los que ha parecido sentir algún oscuro y poderoso llamado del destino.

La formación del Nuevo Mundo fue una de esas horas. Todavía no hemos valorado debidamente todo lo que significó la extensión cuantitativa del espacio político, económico y cultural, ni menos aún las alteraciones cualitativas que el hecho introdujo en los valores y en las concepciones.

Lo fue también la Guerra de la Independencia. La de la Independencia española y la hispanoamericana, que son dos manifestaciones de un mismo fenómeno. Se había roto el final vestigio del mito patrimonial de la Corona española, se había detenido el flujo inerte de la tradición y los pueblos tuvieron que enfrentarse a nuevas circunstancias. Hay todo un parentesco espiritual y una coincidencia de sentido en la actualidad y en los propósitos coetáneos y conformes que animaron sucesivamente a Aranda, Miranda, Jovellanos, Bolívar y Riego. Una hora de la historia de occidente exigía respuesta adecuada y pronta del mundo hispánico. El vasto y múltiple fenómeno que a fines del siglo XIX provoca toda una angustiada y profunda revaluación del pasado y una búsqueda del porvenir en el pensamiento y en las letras de lengua castellana y que representan hombres tan separados en el espacio, pero no en el sentido y en el sentimiento, como Martí, Ganivet, Unamuno, Darío y Rodó es otra de esas horas. Lo que en España se llama la generación del 98 y lo que en América se conoce como el movimiento modernista constituyen reacciones espontáneas y análogas frente a una circunstancia común.

No se ha evaluado todavía todo lo que significó en participación moral y en angustia espiritual la guerra civil española en toda Hispanoamérica. Era sentida como un nuevo episodio trágico de la vieja herencia y de la vieja vocación común.

Estamos ahora en otro tiempo similar. Se forman grandes concentraciones de poder mundial. El poderío científico y tecnológico, que es a la vez la base en nuestros días del predominio económico, militar y político, con todas sus implicaciones, se va concentrando en los países anglosajones, en la Unión Soviética y su familia de satélites y en el Japón. ¿Qué va a hacer el mundo hispánico? Girar pasiva y estérilmente en alguna órbita de poder ajeno o reunir sus recursos y sus fuerzas en una suma eficaz para entrar a dialogar a parte entera en el drama de la creación del futuro de la humanidad.

Decir como en la trágica «boutade» de Unamuno: «que inventen ellos», o ponernos a inventar nosotros.

No es tiempo para optimismos ni tampoco para pesimismos, sino para un realismo frío y ponderado que inventaríe recursos y defina posibilidades prácticas.

La otra América, que no es sólo otra por ser distinta a la anglosajona, sino por la necesidad de renovar y redefinir su presente y por su voluntad de futuro y la otra España, que ha de surgir, no tienen posibilidad mayor que la de unir y sumar conscientemente para el futuro lo que hasta ahora no es sino tácito rezago y herencia yacente del pasado común. El tiempo nos llama.







Arturo Uslar Pietri
La otra América, 1974




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