Si
SE CONTEMPLA la Revolución mexicana desde las ideas esbozadas en este ensayo,
se advierte que consiste en un movimiento tendente a reconquistar nuestro
pasado, asimilarlo y hacerlo vivo en el presente. Y esta voluntad de regreso,
fruto de la soledad y de la desesperación, es una de las fases de esa
dialéctica de soledad y comunión, de reunión y separación que parece presidir
toda nuestra vida histórica. Gracias a la Revolución el mexicano quiere
reconciliarse con su Historia y con su origen. De ahí que nuestro movimiento
tenga un carácter al mismo tiempo desesperado y redentor. Si estas palabras, gastadas
por tantos labios, guardan aún algún significado para nosotros, quieren decir
que el pueblo se rehúsa a toda ayuda exterior, a todo esquema propuesto desde
afuera y sin relación profunda con su ser, y se vuelve sobre sí mismo. La
desesperación, el rehusarse a ser salvado por un proyecto ajeno a su historia,
es un movimiento del ser que se desprende de todo consuelo y se adentra en su
propia intimidad: está solo. Y en ese mismo instante, esa soledad se resuelve
en tentativa de comunión. Nuevamente desesperación y soledad, redención y
comunión, son términos equivalentes.
Es
notable cómo, a través de una búsqueda muy lenta y pródiga en confusiones, la
Revolución cristaliza. No es un esquema que un grupo impone a la realidad sino
que ésta, como querían los románticos alemanes, se manifiesta y empieza a
adquirir forma en varios sitios, encarnando en grupos antagónicos y en horas
diversas. Y sólo hasta ahora es posible ver que forman parte de un mismo
proceso figuras tan opuestas como Emiliano Zapata y Venustiano Carranza, Luis
Cabrera y José Vasconcelos, Francisco Villa y Álvaro Obregón, Francisco I.
Madero y Lázaro Cárdenas, Felipe Ángeles y Antonio Díaz Soto y Gama. Si se
compara a los protagonistas de la Reforma con los de la Revolución se advierte,
amén de la claridad de ideas de los primeros y de la confusión de los segundos,
que la eminencia de los liberales no los redime de cierta sequedad, que los ha
hecho figuras respetables, pero oficiales, héroes de Oficina Pública, en tanto
que la brutalidad y zafiedad de muchos de los caudillos revolucionarios no les
ha impedido convertirse en mitos populares. Villa cabalga todavía en el norte,
en canciones y corridos; Zapata muere en cada feria popular; Madero se asoma a
los balcones agitando la bandera nacional; Carranza y Obregón viajan aún en
aquellos trenes revolucionarios, en un ir y venir por todo el país, alborotando
los gallineros femeninos y arrancando a los jóvenes de la casa paterna. Todos
los siguen: ¿a dónde? Nadie lo sabe. Es la Revolución, la palabra mágica, la
palabra que va a cambiarlo todo y que nos va a dar una alegría inmensa y una
muerte rápida. Por la Revolución el pueblo mexicano se adentra en sí mismo, en
su pasado y en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su
filiación. De ahí su fertilidad, que contrasta con la pobreza de nuestro siglo
XIX. Pues la fertilidad cultural y artística de la Revolución depende de la
profundidad con que sus héroes, sus mitos y sus bandidos marcaron para siempre
la sensibilidad y la imaginación de todos los mexicanos.
La
Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y
entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado. Vuelta a la
tradición, reanudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la
Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la
madre. Y, por eso, también es una fiesta: la fiesta de las balas, para emplear
la expresión de Martín Luis Guzmán. Como las fiestas populares, la Revolución
es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y
desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo
mezclado. Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma
y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma
lograda a fuerza de mutilaciones y mentiras, sino el rostro brutal y
resplandeciente de la fiesta y la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y
el amor, que es rapto y tiroteo. La Revolución apenas si tiene ideas. Es un
estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas
sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y
muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta
sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La
explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano,
borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano.
Octavio Paz
El laberinto de la soledad
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