Dentro de sus respectivos intereses he dicho ya que los pueblos, las provincias y las naciones son completa e igualmente autónomas. En el arreglo y ornato de una ciudad nadie manda, por ejemplo, sino la ciudad misma. A ella corresponde exclusivamente abrir calles y plazas, dar la rasante para cada edificio que se construya y dictar en toda clase de obras las reglas que exija la seguridad y la higiene; a ella establecer mercados y lonjas para el comercio, y si acierta a ser marítima, tener puertos en que recoger las naves y muelles que faciliten el desembarque; a ella la traída y el reparto de aguas, las fuentes, los abrevaderos y las acequias para el riego a ella hacer paseos y ordenar las fiestas y los espectáculos; a ella organizar la beneficencia y la justicia y facilitar los medios de enseñanza; a ella crear cuantos servicios reclame la salubridad de los habitantes; a ella procurar la paz por la fuerza pública; a ella determinar sus gastos y recaudar tributos para cubrirlos. ¿A qué ni con qué título puede nadie ingerirse en éstos ni otros muchos actos que constituyen la vida interior de un pueblo? Para llenar todos estos fines necesita la ciudad evidentemente de una administración y de un gobierno: ese gobierno y esa administración son todavía exclusivamente suyos. ¿Cómo no, si son su Estado, su organismo?
Es esto para mí tan obvio, que ni siquiera permite
la duda. Otro tanto sucede con la provincia. En el arreglo de todos los
intereses que exclusivamente le corresponden ¿quién ha de mandar sino la
provincia misma? Se trata, por ejemplo, de caminos y canales que ha costeado o
costea y nacen y mueren en su territorio, de establecimientos de beneficencia o
de enseñanza que ha levantado con sus caudales en pro de sus pueblos, de montes
u otros bienes que forman parte de su patrimonio, de milicias que organiza y
retribuye para que guarden las carreteras y los campos, de tribunales que conocen
en alzada de los negocios entre ciudadanos de diversos municipios, de
bibliotecas, de museos, de exposiciones, de recompensas, de premios que crea
para el fomento de las artes y las letras; de sus presupuestos de gastos e
ingresos y de su administración y su gobierno: es también claro como el día que
ella, y sólo ella, puede en todos estos asuntos poner la mano. No puede en
ellos poner la suya ningún pueblo, porque a ninguno en especial corresponden;
no puede tampoco la nación tocarlos, porque son propios de la provincia.
La nación es a su vez ilimitadamente autónoma dentro
de los intereses que le son propios. Lo son, por ejemplo, los ríos que desde
muy apartadas fuentes corren a precipitarse en el Mediterráneo o el Océano; los
caminos que enlazan los extremos de la Península; los correos y los telégrafos
que se extienden como una red por todo el territorio; los derechos y
propiedades que posee, montes, minas, fortificaciones, fábricas, edificios; el orden
y la paz generales, y por lo tanto el ejército y la marina; la navegación y el
comercio, y como consecuencia, las aduanas; su magistratura, sus universidades y
sus relaciones con los demás pueblos; su hacienda, su administración, su
gobierno. ¿Quién va tampoco en esto a dictarle leyes? ¿Quién ha de poder
imponérselas?
Federal o unitario, ningún lector negará, de seguro,
a la nación esta autonomía absoluta. Se la reconocen sin distinción todos los
partidos y todas las escuelas. Son no obstante muchos los que, concediéndosela a
la nación, la niegan a la provincia y al municipio. ¿Me podrá explicar alguien
el motivo de tan extraña inconsecuencia? El pueblo tiene, como el individuo, una
vida interior y una vida de relación con los demás pueblos. Esa vida de relación
es la que ha dado nacimiento a la provincia. La provincia tiene a su vez una
vida interior y una vida de relación con los demás grupos de su misma clase.
Esa vida de relación ha producido las naciones. La nación tiene también una
vida interior y una vida de relación con las naciones extranjeras. Esa vida de relación
no ha engendrado todavía otra colectividad mayor gobernada por otros poderes;
pero es indudable que la engendrará algún día. Por de pronto la rige, como he
dicho, una especie de poder invisible que se manifiesta por un derecho de
gentes, en parte consuetudinario, en parte escrito. Sí mañana ese poder se
convirtiera en tangible y fuese hijo de la razón, no de la fuerza, es
indisputable que seguiríamos todos afirmando la autonomía absoluta de la nación
dentro de los intereses exclusivamente nacionales. Las condiciones de los tres grupos
son, como se ve, las mismas: ¿es lógico reconocer a la nación autónoma en su
vida interior y no reconocer en su vida interior autónomos al pueblo y la
provincia?
Francisco Pi y Margall
Las nacionalidades (1877)
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