Siempre me he sentido español hasta las cachas, siguiendo la expresión castiza. Nací en Gijón, de un cruce de castellanos viejos y de descendientes de muchas generaciones de asturianos. Nunca he tenido dudas ni problemas sobre mi nacionalidad. Ni siquiera en los cuarenta años de mi forzado exilio, cuando por mi actividad política antifranquista tenía que protegerme de los agentes del Gobierno de entonces en el extranjero, he sentido la veleidad de cambiar mi nacionalidad de español por otra más acogedora. Al contrario, la mantuve celosamente. Y cuando a mis tres hijos varones, nacidos en París, donde acabaron sus estudios universitarios les llegó la hora de hacer el servicio militar, estuve de acuerdo con ellos y con mi mujer en que vinieran a hacerlo en lo que entonces era el Ejército de Franco. La única razón de esta decisión tan peligrosa, tratándose de tres jóvenes comunistas, hijos del secretario general del PCE clandestino, era que a esa edad de no hacerlo así, se convertirían automáticamente en ciudadanos franceses, perdiendo la nacionalidad de sus padres. Fue ésta una decisión difícil que, para mi sorpresa, no tuvo consecuencias porque el Consulado español terminó declarándoles no aptos para el servicio; por lo visto el Gobierno de entonces pensó que también para él podían ser un problema con cierta resonancia internacional y en este terreno ya tenía bastantes. Por último, nunca acepté condecoraciones extranjeras y por mi cargo podía haber obtenido bastantes. Para mí, mantener incólume mi nacionalidad de español, era ser fiel a mis sentimientos y a mi conducta de hombre público. Con el fin de completar mi currículo diré que también tuve algo que ver con una línea política que se conoció como de la reconciliación y que culminó en la transición democrática.
Precisamente por ello me escandaliza la ola de histeria política desencadenada en torno a la ficción de que la unidad de España esté en peligro. Quizá también por haber sido fiel a mis sentimientos de español encuentro natural que en nuestro Estado haya ciudadanos que se sienten catalanes, vascos o gallegos y consideren los territorios en que nacieron o residen como su nación o nacionalidad. Y no me produce urticaria que en el Proyecto del Estatuto de Cataluña se utilicen esos términos. Sobre todo porque, conociendo a Maragall, sé que no estamos ante un separatista que pretende la independencia de Cataluña. Estoy convencido de que hoy por hoy, él y la mayoría de los catalanes sólo buscan un mejor encaje de Cataluña en el Estado español y su Constitución. Y si digo hoy por hoy es porque pienso que desde la meseta, una política como la que hizo y hace la derecha española tradicionalmente centralista y autoritaria puede contribuir a engrosar copiosamente el hoy minoritario separatismo catalán.
En estos días oigo voces anticatalanistas muy desagradables. Las mismas que oí ya cuando era niño o siendo joven durante la República. Ya entonces se extendía una venenosa maledicencia sobre el egoísmode los catalanes que ni ayer ni hoy ayuda para nada a crear un ambiente de entendimiento y colaboración entre los pueblos de nuestro Estado y que los distancia entre sí. Recuerdo las campañas de un Royo Villanueva contra el Estatuto de Cataluña o las intervenciones de la derecha sobre el mismo tema en las Constituyentes republicanas y los efectos desastrosos que causaban en Cataluña y en el resto de España. Pero entonces era la derecha pura y dura la que proyectaba las ideas de enfrentamiento. La izquierda, en palabras de Azaña, en un mitin celebrado en Barcelona en 1930, se expresaba de otro modo: "Tenía yo, o creía tener, la comprensión del catalanismo. Me habéis dado algo más fecundo: la emoción del catalanismo. Ahora además de comprenderlo, siento el catalanismo... Vosotros os doléis justamente de que se oprimiese a Cataluña, ¿pero no habríamos de indignarnos aún más al ver que para oprimir a vuestra patria se tomaba como pretexto a otra patria? Yo no soy patriota. Este vocablo que hace más de un siglo significaba la revolución y libertad ha venido a corromperse y hoy manoseado por la peor gente incluye la acepción, más relajada de los intereses políticos y expresa la intransigencia, la intolerancia y la cerrazón mental. Yo concibo pues en España a una Cataluña gobernada por las instituciones que quiera darse mediante la manifestación libre de su propia voluntad. Una unión libre de iguales, con el mismo rango para así vivir en paz, dentro del mundo hispánico que nos es común y que no es menospreciable" (Azaña, discurso en Barcelona sobre La libertad de Cataluña y España, el 22 de marzo de 1930).
Estas palabras de Azaña -que era sin duda y según su propia expresión un español por los cuatro costados- reflejaban entonces la posición de la izquierda española y fueron mucho más eficaces para el entendimiento de catalanes y españoles y la superación del separatismo que las apelaciones de la derecha a la "unidad de la Patria". Lamentablemente parece como si una parte de la izquierda las hubiera olvidado y hubiese sufrido en los cuarenta años de dictadura el contagio del centralismo españolista.
Tienen razón los que demandan un debate sereno sobre el actual proyecto de Estatuto de Cataluña. Es cierto que ese debate debe servir para hacer las correcciones que sean menester teniendo en cuenta los valores democráticos y constitucionales. Pero esto habrá que hacerlo sabiendo que la Constitución no es las "Tablas de la Ley", puede interpretarse diversamente y no de forma escolástica.
La Constitución fue sin duda el fruto del más amplio consenso conocido en nuestra historia moderna. Pero dentro de ese consenso había contradicciones que se traslucen en su mismo texto: ciertamente en ella se afirma que "la nación española es la patria común e indivisible de todos los españoles", pero a renglón seguido se añade "y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones y la solidaridad entre todas ellas".
En el párrafo 2 del Artículo 1° se declara: "La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan todos los poderes del Estado", mientras que en el preámbulo se estipula la voluntad de "Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones".
Si se leen serenamente estos textos no es difícil advertir conceptos que en rigor pueden considerarse contradictorios. ¿Existe un solo pueblo español o varios? La afirmación la nación española como patria única¿no se contradice con el reconocimiento de nacionalidades? ¿No sería más lógico hablar de un único Estado?
Si se acepta liberalmente esta redacción, el término nación aplicado a Cataluña, Euskadi y Galicia no debería asustar a nadie con la sospecha que tras ese término subyace la voluntad de crear otro Estado. Porque las mismas razones existen para abrigar esa sospecha con el términonacionalidad, ya que nacionalidad se diferencia de nación en que esta acepción suele aplicarse a las naciones que son a la vez Estado. Precisamente la extrema derecha en las Constituyentes se opuso duramente a introducir este término alegando que era el prólogo a la separación y a la división de España. Sin embargo, la redacción del texto tal como quedó se adoptó después de discusiones y gestiones diversas, gracias en buena parte a la comprensión de Adolfo Suárez y de uno de los ponentes de UCD, Miguel Herrero de Miñón. Y UCD finalizó votándola. No lo hizo así Alianza Popular, primera versión de lo que es el actual Partido Popular.
Han transcurrido largos años y nadie ha planteado la separación del Estado español. Ni siquiera los que se declaran independentistas en Cataluña, consideran actual esta reivindicación. Tampoco el proyecto soberanista de Ibarretxe llegó a plantear nunca la ruptura de Euskadi con el Estado español.
Sí, hubo consenso, pero con sus tiras y aflojas. De hecho, la Constitución reconoce que hay diversas nacionalidades lo que equivale a reconocer que al lado de la mayoritaria nación española, existen otras minoritarias que a lo largo de la historia se integraron en el Estado español, en vez de hacer lo que Portugal que también formó parte de España hasta que decidió constituirse en Estado independiente, tras una guerra. El proceso por el que se produjo aquella integración no siempre fue pacífico y menos aún democrático, lo decidió en ciertos casos la fuerza.
Pero el resultado es el que es. Como dice la Constitución hoy "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político".
Mirando el texto de la Constitución en este punto con espíritu abierto, tratando de sobrevolar lo que una mirada severamente rigurosa podría considerar contradicciones, la metáfora "España nación de naciones" que han utilizado últimamente Zapatero y Maragall -y que antes habíamos utilizado ya otros- puede servir para comprender el complejo entramado que encierra en sí el Estado español. El político puede permitirse licencias vedadas al leguleyo. Es la forma de expresar sencillamente un diseño complicado.
En el momento en que el mundo se internacionaliza, se globaliza y se afirma la tendencia a una ciudadanía europea -y quizá mañana del mundo- no parece serio alarmarse y poner el grito en el cielo por miedo a una ruptura que no llegó a producirse en situaciones internacionales más propicias.
En efecto, tenemos que serenarnos todos al examinar el Estatuto, tanto en Cataluña como en el resto de España. Los catalanes han respetado las reglas constitucionales al presentar su proyecto. Ahora el Parlamento va a discutirlo. Nos interesa a todos llegar a un acuerdo sobre el texto y sobre sus posibles correcciones. Porque no nos engañemos, sin ignorar la autoridad de las Cortes españolas, la ausencia de acuerdo y la existencia de una mayoría del pueblo catalán y sus instituciones contra el texto salido de dichas Cortes, sí representaría un conflicto grave para la unidad de España. Dada mi posición de retirado de la política activa, sin ningún interés personal de por medio, estimo mi deber de español demandar serenidad y alteza de miras para conseguir que esa situación no se produzca.
Santiago Carrillo
25 octubre, 2005
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