Contra la fuerza hay siempre la fuerza, y sobre la fuerza está siempre la soberanía de todo ser humano.
No es ese uno de los menos poderosos motivos que me inducen a buscar en
el pacto la base de las naciones. Yo defiendo el pacto, primeramente porque lo
lleva consigo la idea federal, que es mi idea política; luego, porque no
acierto a descubrir otro medio legítimo de relación entre entidades libres y
autónomas; finalmente, porque quiero dar a todas las nacionalidades, en especial
a la española, más seguro y firme asiento. Todo pacto, como enseña el derecho,
obliga a cuantas personas jurídicas lo celebran o lo suscriben; es indiscutible
que no cabe ni rescindido ni modificarlo por la sola voluntad de una de las
partes. Da el pacto federal a las naciones una estabilidad que inútilmente se
pediría a la fuerza.
Es verdaderamente peregrino admitir el pacto como base de las nuevas y no
de las viejas naciones. Si, como acabo de probar, es la única base legítima,
las naciones que en él no descansan adolecen, a no dudarlo, de un vicio de
origen, y se debe corregirlo. Si no es la única, ¿cuál es la otra? La cuestión
viene a quedar siempre encerrada en el mismo dilema: ó la fuerza, ó el pacto.
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