En el momento en que el viejo
salía, parábase a la entrada del sendero un coche que parecía haber hecho un
largo viaje: estaba cubierto de polvo y los caballos sudaban.
Ibarra descendió seguido de un
viejo criado. Despachó el coche con un gesto y se dirigió al cementerio.
―Capitán Tiago dijo que se
cuidaría de levantar un nicho. Yo planté flores y una cruz labrada por mí.
―¡Allí, detrás de esa cruz grande, señor! ―continuó
el criado señalando hacia un rincón cuando hubieron franqueado la puerta.
El joven iba tan preocupado,
que no notó el movimiento de asombro de algunas personas al reconocerle, las
cuales suspendieron el rezo y le siguieron con la vista llena de curiosidad.
Detúvose al llegar al otro lado
de la cruz grande y miró a todas partes. Su acompañante se quedó confuso y
cortado. En ninguna parte se veía la cruz que él había colocado.
Dirigiéronse al sepulturero que
les observaba con curiosidad. Éste les saludó quitándose el salakot.
―Dinos cual es la fosa y dónde
está la cruz. El sepulturero se rascó la oreja y contestó bostezando.
Ibarra se pasó la mano por la frente.
―Hace ya muchos meses que los
desenterré. El cura grande me lo mandó, para llevarlo al cementerio de los
chinos. Pero como era pesado y aquella noche llovía...
El hombre no pudo seguir;
retrocedió espantado al ver la actitud de Crisóstomo, que se abalanzó sobre él
cogiéndole del brazo y sacudiéndole.
―No se enfade usted, señor ―contestó
temblando―; no le enterré entre los chinos. ¡Más vale ahogarse que estar entre
chinos, dije para mí, y arrojé el muerto al agua!
―¡Tú no tienes la culpa! ―dijo,
y salió precipitadamente pisando fosas, huesos y cruces como un loco.
José Rizal
Nole mi tangere
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