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Sus paredes son grises y lisas. Piedras viejas. No hay zarzas ni hierbajos, pero tampoco hay muestras de la mano de un jardinero. Sólo un páramo desolado, estéril. Y el silencio. De cerca, la casa resulta aún más extraña que entrevista desde el tren.
Fue desde el tren cuando la viste por primera vez. Cada jueves y viernes lo coges en Barcelona para ir a Lérida. Absorto en tu trabajo, no notas la monotonía del viaje. No sueles mirar mucho por la ventanilla: prefieres aprovechar las dos horas de trayecto para preparar clases, avanzar artículos, bosquejar algún cuento... Y escuchar la música que te apetece con tus propios auriculares (siempre aceptas los que te dan los empleados de RENFE, pero nunca los utilizas; en tu despacho de la universidad tienes ya una enorme colección). Tampoco prestas atención a las películas que proyectan. Prefieres sumergirte en tu música y en tu ordenador portátil. Así, el tiempo se hace más ligero.
Pero ahora todo ha cambiado.
Descubriste la casa por azar. Tras una hora y media de tranquilo viaje, tu compañero de asiento había conseguido romper tu concentración poniéndose a hablar por el móvil a gritos. Por más que subieras el volumen, su voz se colaba irritante entre las canciones que sonaban en tus auriculares. Estabas a punto de decirle algo, cuando la viste.
La casa se encuentra sobre un pequeño montículo que desciende hasta las vías. Desde el tren sólo pueden verse tres de sus lados. El cuarto queda oculto por la perspectiva. La atmósfera en torno a la casa tiene una quietud misteriosa, de tiempo detenido. Una casa desterrada.
El tren no pasa demasiado rápido por ese lugar. Pero nunca antes tus ojos se habían fijado en la casa. Desde el día en que la contemplaste, nació en ti lo que ha acabado convirtiéndose en una enfermiza obsesión por verla de cerca. Una suma de varios factores ha colaborado: la desolación del lugar, que hace inexplicable la presencia del edificio (para llegar hasta allí el tren atraviesa un pequeño valle, y en la distancia no se adivina ningún lugar habitado), y el hecho de que todas sus puertas y ventanas estén tapiadas. Te inquieta sobremanera que suceda lo mismo con la cuarta pared, la que escapa a tu ángulo de visión.
Calculas que la casa está a una hora y media de trayecto desde Barcelona. Resulta curioso -te dices- medir la distancia en tiempo y no en espacio. En el tren, el tiempo es tu única escala.
En cada avistamiento experimentas el mismo proceso: conforme se acerca el instante de verla, te vas poniendo cada vez más nervioso, temes que se te escape, que el tren pase demasiado rápido y la casa no sea más que un espectro fugaz en ese inmenso páramo.
Te levantas y vas a la plataforma situada entre tu vagón y el siguiente, no quieres que nadie te moleste. Y noventa y cuatro minutos después de salir de Barcelona la casa aparece inevitablemente en su lugar. Desde la plataforma, la observas con los prismáticos que ayer compraste. Y lo que descubres hace que el edificio se vuelva todavía más extraño: la puerta y las ventanas no están tapiadas como creías; en realidad están pintadas sobre las lisas paredes, fingiendo que han sido cegadas con ladrillos. ¿Por qué? ¿Para qué?
Has comparado el trayecto del tren con varios mapas de la zona y crees haber descubierto, por fin, el lugar donde se alza la casa ciega (hace unos días que has empezado a llamarla así). Estudias los itinerarios de los trenes, el tiempo que tardan en recorrerlos, las posibles estaciones... pero ninguno para cerca de allí. Si quieres llegar a la casa, tendrás que pedirle prestado el coche a Marta. Invéntate una buena excusa.
Hoy llueve. Y la casa parece todavía más fantasmal.
En cada viaje, la casa está ahí. Esperándote. Y en cada viaje te parece diferente, nueva. Día tras día no cesas de preguntarte por qué genera en ti esa atracción. Te llama, piensas, y al mismo tiempo te sientes estúpido por dejar que esa idea aflore en tu mente.
Tras cinco inacabables días recordándola, soñándola, experimentas una gran serenidad al verla de nuevo. Cuando aparece ante tus ojos, piensas en la Casa Usher. Y no por casualidad: hoy tienes que hablar a tus alumnos de ese cuento: Miré el escenario que tenía delante –la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental... Dejas de releer el cuento. Demasiadas semejanzas.
Al bajar del tren en Lérida no vas a la Universidad, sino que buscas un taxi. No resulta tan difícil como esperabas darle al conductor las indicaciones necesarias (te has pasado toda la noche estudiando varios mapas de la zona), ni él se sorprende demasiado por lo extraño de tu destino. Simplemente deja escapar una breve sonrisa y pone en marcha el automóvil. Después de recorrer varios caminos cada vez más intransitables, llegáis a la casa. Es como esperas. Te acercas, nervioso por ver al fin su cuarta pared. De pronto, una extraña voz se abre paso: próxima estación Lérida. No ha sido más que un sueño. Sigues en el tren. Como siempre.
No les has contado nada a tus compañeros de la Universidad. Podrías preguntar a Jaume o a Julián si conocen la casa (absurdo: viven lejos y ésta no está en ningún pueblo, aunque a lo mejor es famosa... ¿por qué? ¿por estar tapiada?). No quieres que te tomen por un tipo raro.
Hoy te has propuesto no mirar cuando el tren pase junto a la casa. Quieres vencer esa inexplicable obsesión. Te instalas metódicamente en tu asiento, como siempre: colocas tu botella de agua y el periódico en la redecilla que cuelga a modo de bolsillo en el respaldo de delante, sacas el ordenador de la bolsa, lo enciendes, escoges un disco, conectas los auriculares y esperas (deseas) que nadie se siente a tu lado. Como siempre. Los primeros minutos han sido muy fáciles. Pero conforme el reloj se acerca al lugar del encuentro, empiezas a angustiarte. Porque, de pronto, imaginas que la casa, hoy que has decidido apartar tus ojos de su fachada, estará animada, con ventanas de verdad, abiertas, llenas de vida. La tentación te vence y, en el momento adecuado, miras por la ventanilla. Respiras tranquilo: la casa sigue igual.
No le cuentes nada a Marta. Todavía no. La preocuparás inútilmente. Antes debes comprenderlo tú.
Casi sin darte cuenta, inventas una vida a la casa. Buscas la razón de una construcción semejante en un lugar tan apartado. Prefieres fabular que acercarte físicamente al edificio. Pensando en ella, soñándola, te aíslas de tu cuerpo, que queda inerte en el asiento... al menos durante una parte del trayecto. Porque siempre vuelves en ti en el instante en el que la casa se hace visible desde el tren. Ya no tienes que consultar el reloj, pues inconscientemente sabes cuando aparecerá al otro lado de la ventanilla.
Hoy la has tenido muy cerca. El azar ha hecho que el tren se parase por culpa de una avería a pocos metros de la casa. Parece una invitación. Has podido comprobar que no es posible acceder a ella desde las vías (o a la inversa): una alta valla metálica impide el paso. Y la pendiente es demasiado escarpada. Además, es imposible llegar hasta aquí en tren, sabes que no hay ninguna parada en este páramo desolado. La escena desprende melancolía: desde sus ventanas ciegas, la casa contempla la vía, los trenes que pasan y nunca se detienen. Un pensamiento horrible.
El hecho de que algo haya ocurrido no es prueba válida de su existencia (J. G. Ballard).
Hoy llevas encima tu cámara digital para fotografiar la casa. El zoom te permitirá examinar su aspecto con más detalle y mayor tranquilidad: desconfías de lo que tu mirada y tu cerebro pueden procesar en esos escasos segundos en que el edificio se muestra ante tus ojos. Ajeno a la curiosidad que despiertas en tus compañeros de vagón, fotografías la casa sin parar, con la misma excitación que debe sentir el cazador que sabe que tiene una sola oportunidad para abatir a su presa. Cuando el edificio desaparece de tu vista, conectas la cámara al ordenador portátil y dedicas el resto del viaje a examinar las imágenes captadas. Al observar la casa a través de la pantalla sientes una extraña sensación de poder. Ya no dependes de la efímera realidad. Controlas el proceso: amplías, repasas, te mueves por la superficie de la imagen, revisas cualquier mínimo detalle. Frente al portátil, no estás sometido a tus limitados sentidos, a la visión fugaz que te permiten el tren, tus ojos y la posición de la casa. Ahora visitas el lugar tantas veces como quieres, y escoges lo que quieres ver... Constatas que no hay ventanas ni puertas (al menos en las tres paredes que has podido fotografiar) y, algo peor, que nunca las ha habido. Pero la cuarta pared sigue oculta a tu vista.
Has necesitado tiempo para decidirte. La noche anterior a tu viaje no puedes dormir y la pasas revisando obsesivamente el trayecto que, tras dejar la autovía A2 y recorrer diferentes carreteras comarcales, te llevará hasta la casa. O al menos eso es lo que esperas. Inventas una buena excusa para que Marta te deje utilizar hoy el coche (una reunión urgente a hora muy temprana), pues sabes que le disgusta mucho coger el tren para ir a trabajar.
Cruzas tierras secas, baldías, hasta que ves la casa a lo lejos, sobre la pequeña colina que tantas veces has contemplado -desde otra perspectiva- sentado en tu asiento del tren. Se recorta sobre un cielo sereno, impenetrable. Casi irreal, dices en voz alta sin saber muy bien por qué. Ese marco hace que la casa parezca amenazadora y desafiante. Sientes un extraño malestar al verte, por fin, tan cerca. El silencio en torno a la casa resulta asfixiante. Hasta el aire parece detenido. Sin poderlo remediar, la comparas con una tumba. Un escalofrío recorre tu piel mientras te acercas y ves esas paredes lisas decoradas con trampantojos que -la idea sigue inquietándote- imitan ventanas tapiadas (tanto las de los dos pisos como la de lo que parece una buhardilla o desván). Como temías, la cuarta pared es como las demás: lisa y con dos ventanas pintadas. Sin puerta. Piensas de nuevo en el cuento de Poe.
En ese mismo instante, el ruido de un tren rompe el silencio y miras hacia la vía que discurre al fondo del terraplén. Es el mismo que tomas dos días a la semana para ir a trabajar. Sabes que deberías estar ahí, cómodamente sentado en tu asiento, trabajando en tu ordenador, aislado en tus auriculares. En una de las ventanillas hay una cara que mira hacia la casa. Hacia ti. No está demasiado lejos y puedes ver su gesto de desesperación.
Te descubres pensando en la casa mientras das clase, cuando haces la compra en el súper, tomando copas con los amigos. Cada noche invade tus sueños.
Cinco días a la semana sin ver la casa son demasiados. Aunque hoy es lunes, coges el tren a Lérida. Ya no puedes esperar al jueves. Pero verla desde tu asiento ya no funciona como bálsamo para la angustia. ¿Qué hacer?
En esta ocasión te ha tocado en la fila de asientos de la ventanilla contraria y viajas inquieto. Y aunque intentas concentrarte en el trabajo (sabiendo que tienes noventa largos minutos por delante), tu atención está muy lejos de la pantalla del ordenador. Evitas mirar continuamente hacia los asientos de la ventanilla contraria, ocupados por una monja y una chica rubia que no hacen más que discutir. No quieres pasar por un maleducado.
Vuelves a soñar. Estás en un largo y profundo delirio. Tras un viaje que sientes haber hecho antes, llegas por fin ante la casa. Esta vez, la cuarta pared tiene puerta. Pero todo parece de cartón piedra. Hay algo antinatural en su aspecto que no logras explicarte. ¿Un problema de dimensiones? De cerca parece un edificio corriente, pero, para tu desesperación, sabes que no lo es. La casa está en silencio, aunque algo te hace sospechar que dentro hay actividad. Llamas y nadie responde. No te asombras de que la puerta se abra cuando giras el picaporte. Gritas para llamar la atención. Pero allí sólo te esperan la oscuridad y el vacío.
Despiertas en el tren. Y comprendes que nunca te atreverás a visitar la casa ciega. Prefieres quedarte al otro lado de la ventanilla, observarla de lejos. Aislado en el espacio de tu asiento, asumes tu fracaso. Vuelves a tu ordenador, seleccionas un disco y te sumerges, una vez más, en ti mismo.
Sus paredes son grises y lisas. Piedras viejas. No hay zarzas ni hierbajos, pero tampoco hay muestras de la mano de un jardinero. Sólo un páramo desolado, estéril. Y el silencio. De cerca, la casa resulta aún más extraña que entrevista desde el tren.
Fue desde el tren cuando la viste por primera vez. Cada jueves y viernes lo coges en Barcelona para ir a Lérida. Absorto en tu trabajo, no notas la monotonía del viaje. No sueles mirar mucho por la ventanilla: prefieres aprovechar las dos horas de trayecto para preparar clases, avanzar artículos, bosquejar algún cuento... Y escuchar la música que te apetece con tus propios auriculares (siempre aceptas los que te dan los empleados de RENFE, pero nunca los utilizas; en tu despacho de la universidad tienes ya una enorme colección). Tampoco prestas atención a las películas que proyectan. Prefieres sumergirte en tu música y en tu ordenador portátil. Así, el tiempo se hace más ligero.
Pero ahora todo ha cambiado.
Descubriste la casa por azar. Tras una hora y media de tranquilo viaje, tu compañero de asiento había conseguido romper tu concentración poniéndose a hablar por el móvil a gritos. Por más que subieras el volumen, su voz se colaba irritante entre las canciones que sonaban en tus auriculares. Estabas a punto de decirle algo, cuando la viste.
La casa se encuentra sobre un pequeño montículo que desciende hasta las vías. Desde el tren sólo pueden verse tres de sus lados. El cuarto queda oculto por la perspectiva. La atmósfera en torno a la casa tiene una quietud misteriosa, de tiempo detenido. Una casa desterrada.
El tren no pasa demasiado rápido por ese lugar. Pero nunca antes tus ojos se habían fijado en la casa. Desde el día en que la contemplaste, nació en ti lo que ha acabado convirtiéndose en una enfermiza obsesión por verla de cerca. Una suma de varios factores ha colaborado: la desolación del lugar, que hace inexplicable la presencia del edificio (para llegar hasta allí el tren atraviesa un pequeño valle, y en la distancia no se adivina ningún lugar habitado), y el hecho de que todas sus puertas y ventanas estén tapiadas. Te inquieta sobremanera que suceda lo mismo con la cuarta pared, la que escapa a tu ángulo de visión.
Calculas que la casa está a una hora y media de trayecto desde Barcelona. Resulta curioso -te dices- medir la distancia en tiempo y no en espacio. En el tren, el tiempo es tu única escala.
En cada avistamiento experimentas el mismo proceso: conforme se acerca el instante de verla, te vas poniendo cada vez más nervioso, temes que se te escape, que el tren pase demasiado rápido y la casa no sea más que un espectro fugaz en ese inmenso páramo.
Te levantas y vas a la plataforma situada entre tu vagón y el siguiente, no quieres que nadie te moleste. Y noventa y cuatro minutos después de salir de Barcelona la casa aparece inevitablemente en su lugar. Desde la plataforma, la observas con los prismáticos que ayer compraste. Y lo que descubres hace que el edificio se vuelva todavía más extraño: la puerta y las ventanas no están tapiadas como creías; en realidad están pintadas sobre las lisas paredes, fingiendo que han sido cegadas con ladrillos. ¿Por qué? ¿Para qué?
Has comparado el trayecto del tren con varios mapas de la zona y crees haber descubierto, por fin, el lugar donde se alza la casa ciega (hace unos días que has empezado a llamarla así). Estudias los itinerarios de los trenes, el tiempo que tardan en recorrerlos, las posibles estaciones... pero ninguno para cerca de allí. Si quieres llegar a la casa, tendrás que pedirle prestado el coche a Marta. Invéntate una buena excusa.
Hoy llueve. Y la casa parece todavía más fantasmal.
En cada viaje, la casa está ahí. Esperándote. Y en cada viaje te parece diferente, nueva. Día tras día no cesas de preguntarte por qué genera en ti esa atracción. Te llama, piensas, y al mismo tiempo te sientes estúpido por dejar que esa idea aflore en tu mente.
Tras cinco inacabables días recordándola, soñándola, experimentas una gran serenidad al verla de nuevo. Cuando aparece ante tus ojos, piensas en la Casa Usher. Y no por casualidad: hoy tienes que hablar a tus alumnos de ese cuento: Miré el escenario que tenía delante –la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental... Dejas de releer el cuento. Demasiadas semejanzas.
Al bajar del tren en Lérida no vas a la Universidad, sino que buscas un taxi. No resulta tan difícil como esperabas darle al conductor las indicaciones necesarias (te has pasado toda la noche estudiando varios mapas de la zona), ni él se sorprende demasiado por lo extraño de tu destino. Simplemente deja escapar una breve sonrisa y pone en marcha el automóvil. Después de recorrer varios caminos cada vez más intransitables, llegáis a la casa. Es como esperas. Te acercas, nervioso por ver al fin su cuarta pared. De pronto, una extraña voz se abre paso: próxima estación Lérida. No ha sido más que un sueño. Sigues en el tren. Como siempre.
No les has contado nada a tus compañeros de la Universidad. Podrías preguntar a Jaume o a Julián si conocen la casa (absurdo: viven lejos y ésta no está en ningún pueblo, aunque a lo mejor es famosa... ¿por qué? ¿por estar tapiada?). No quieres que te tomen por un tipo raro.
Hoy te has propuesto no mirar cuando el tren pase junto a la casa. Quieres vencer esa inexplicable obsesión. Te instalas metódicamente en tu asiento, como siempre: colocas tu botella de agua y el periódico en la redecilla que cuelga a modo de bolsillo en el respaldo de delante, sacas el ordenador de la bolsa, lo enciendes, escoges un disco, conectas los auriculares y esperas (deseas) que nadie se siente a tu lado. Como siempre. Los primeros minutos han sido muy fáciles. Pero conforme el reloj se acerca al lugar del encuentro, empiezas a angustiarte. Porque, de pronto, imaginas que la casa, hoy que has decidido apartar tus ojos de su fachada, estará animada, con ventanas de verdad, abiertas, llenas de vida. La tentación te vence y, en el momento adecuado, miras por la ventanilla. Respiras tranquilo: la casa sigue igual.
No le cuentes nada a Marta. Todavía no. La preocuparás inútilmente. Antes debes comprenderlo tú.
Casi sin darte cuenta, inventas una vida a la casa. Buscas la razón de una construcción semejante en un lugar tan apartado. Prefieres fabular que acercarte físicamente al edificio. Pensando en ella, soñándola, te aíslas de tu cuerpo, que queda inerte en el asiento... al menos durante una parte del trayecto. Porque siempre vuelves en ti en el instante en el que la casa se hace visible desde el tren. Ya no tienes que consultar el reloj, pues inconscientemente sabes cuando aparecerá al otro lado de la ventanilla.
Hoy la has tenido muy cerca. El azar ha hecho que el tren se parase por culpa de una avería a pocos metros de la casa. Parece una invitación. Has podido comprobar que no es posible acceder a ella desde las vías (o a la inversa): una alta valla metálica impide el paso. Y la pendiente es demasiado escarpada. Además, es imposible llegar hasta aquí en tren, sabes que no hay ninguna parada en este páramo desolado. La escena desprende melancolía: desde sus ventanas ciegas, la casa contempla la vía, los trenes que pasan y nunca se detienen. Un pensamiento horrible.
El hecho de que algo haya ocurrido no es prueba válida de su existencia (J. G. Ballard).
Hoy llevas encima tu cámara digital para fotografiar la casa. El zoom te permitirá examinar su aspecto con más detalle y mayor tranquilidad: desconfías de lo que tu mirada y tu cerebro pueden procesar en esos escasos segundos en que el edificio se muestra ante tus ojos. Ajeno a la curiosidad que despiertas en tus compañeros de vagón, fotografías la casa sin parar, con la misma excitación que debe sentir el cazador que sabe que tiene una sola oportunidad para abatir a su presa. Cuando el edificio desaparece de tu vista, conectas la cámara al ordenador portátil y dedicas el resto del viaje a examinar las imágenes captadas. Al observar la casa a través de la pantalla sientes una extraña sensación de poder. Ya no dependes de la efímera realidad. Controlas el proceso: amplías, repasas, te mueves por la superficie de la imagen, revisas cualquier mínimo detalle. Frente al portátil, no estás sometido a tus limitados sentidos, a la visión fugaz que te permiten el tren, tus ojos y la posición de la casa. Ahora visitas el lugar tantas veces como quieres, y escoges lo que quieres ver... Constatas que no hay ventanas ni puertas (al menos en las tres paredes que has podido fotografiar) y, algo peor, que nunca las ha habido. Pero la cuarta pared sigue oculta a tu vista.
Has necesitado tiempo para decidirte. La noche anterior a tu viaje no puedes dormir y la pasas revisando obsesivamente el trayecto que, tras dejar la autovía A2 y recorrer diferentes carreteras comarcales, te llevará hasta la casa. O al menos eso es lo que esperas. Inventas una buena excusa para que Marta te deje utilizar hoy el coche (una reunión urgente a hora muy temprana), pues sabes que le disgusta mucho coger el tren para ir a trabajar.
Cruzas tierras secas, baldías, hasta que ves la casa a lo lejos, sobre la pequeña colina que tantas veces has contemplado -desde otra perspectiva- sentado en tu asiento del tren. Se recorta sobre un cielo sereno, impenetrable. Casi irreal, dices en voz alta sin saber muy bien por qué. Ese marco hace que la casa parezca amenazadora y desafiante. Sientes un extraño malestar al verte, por fin, tan cerca. El silencio en torno a la casa resulta asfixiante. Hasta el aire parece detenido. Sin poderlo remediar, la comparas con una tumba. Un escalofrío recorre tu piel mientras te acercas y ves esas paredes lisas decoradas con trampantojos que -la idea sigue inquietándote- imitan ventanas tapiadas (tanto las de los dos pisos como la de lo que parece una buhardilla o desván). Como temías, la cuarta pared es como las demás: lisa y con dos ventanas pintadas. Sin puerta. Piensas de nuevo en el cuento de Poe.
En ese mismo instante, el ruido de un tren rompe el silencio y miras hacia la vía que discurre al fondo del terraplén. Es el mismo que tomas dos días a la semana para ir a trabajar. Sabes que deberías estar ahí, cómodamente sentado en tu asiento, trabajando en tu ordenador, aislado en tus auriculares. En una de las ventanillas hay una cara que mira hacia la casa. Hacia ti. No está demasiado lejos y puedes ver su gesto de desesperación.
Te descubres pensando en la casa mientras das clase, cuando haces la compra en el súper, tomando copas con los amigos. Cada noche invade tus sueños.
Cinco días a la semana sin ver la casa son demasiados. Aunque hoy es lunes, coges el tren a Lérida. Ya no puedes esperar al jueves. Pero verla desde tu asiento ya no funciona como bálsamo para la angustia. ¿Qué hacer?
En esta ocasión te ha tocado en la fila de asientos de la ventanilla contraria y viajas inquieto. Y aunque intentas concentrarte en el trabajo (sabiendo que tienes noventa largos minutos por delante), tu atención está muy lejos de la pantalla del ordenador. Evitas mirar continuamente hacia los asientos de la ventanilla contraria, ocupados por una monja y una chica rubia que no hacen más que discutir. No quieres pasar por un maleducado.
Vuelves a soñar. Estás en un largo y profundo delirio. Tras un viaje que sientes haber hecho antes, llegas por fin ante la casa. Esta vez, la cuarta pared tiene puerta. Pero todo parece de cartón piedra. Hay algo antinatural en su aspecto que no logras explicarte. ¿Un problema de dimensiones? De cerca parece un edificio corriente, pero, para tu desesperación, sabes que no lo es. La casa está en silencio, aunque algo te hace sospechar que dentro hay actividad. Llamas y nadie responde. No te asombras de que la puerta se abra cuando giras el picaporte. Gritas para llamar la atención. Pero allí sólo te esperan la oscuridad y el vacío.
Despiertas en el tren. Y comprendes que nunca te atreverás a visitar la casa ciega. Prefieres quedarte al otro lado de la ventanilla, observarla de lejos. Aislado en el espacio de tu asiento, asumes tu fracaso. Vuelves a tu ordenador, seleccionas un disco y te sumerges, una vez más, en ti mismo.
Davis Roas
Distorsiones, 2011
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