Es menester hacer a las enfermedades venéreas la misma guerra que a las viruelas, y voy a arriesgar mis ideas sobre este asunto.
Creo que la primera providencia es el restablecimiento de las mancebías, destruidas precisamente entre nosotros cuando la sanidad pública exigía su conservación y la vigilancia más exacta del Gobierno.
¡Establecer mancebías! ¡qué escándalo..! Pues creed vosotros, hombres timoratos, que es fácil la castidad: que el Gobierno puede y debe reprimir y castigar los individuos de uno y otro sexo que la quebrantan: creed que los impulsos de la naturaleza cederán a su vigilancia: creed que no hay mujeres públicas, y que se puede evitar que las haya. Yo no tengo la fortuna de preferir estas ilusiones de un buen celo a las demostraciones de mi vista y de mi razón.
La una me dice que estos abusos que negáis, existen y pululan, la otra me convence de que mientras un hombre esté sin mujer o una mujer sin hombre, mientras las instituciones sociales impidan esta union pura y legítima, existirán otras que no podréis castigar sin la mayor injusticia. ¡Y cuántos de estos infelices objetos de vuestro rigor atrabiliario le desarmarían si presenciaseis las lágrimas ardientes con que en la soledad de las noches bañan sus solitarios lechos aquellos jóvenes reducidos a un celibato violento; aquellos esposos discordes y condenados por un lazo indisoluble a una horrible viudez. Si vieseis cómo en la lucha de un temperamento indomable, y del oprobio o censura que los espera, acusan alternativamente o la ley o la naturaleza, cómo venciendo esta por fin a todos nuestros convencionales reparos, se indemnizan con el vicio de los placeres puros y honestos a que eran acreedores!.... Permitid pues que se procuren disminuir los riesgos que acompañan a este desorden inevitable, y tal vez os convenceréis de que las precauciones que exige la sanidad pública, redundarán en beneficio de las costumbres mismas.
Claro está que las mancebías sólo serán útiles donde son precisas e indispensables, esto es, en las grandes poblaciones, y que el primer freno puesto a la prostitución en las aldeas, sea la terrible amenaza del destino a la mancebía más inmediata.
Esta mancebía debería igualmente ser sin piedad ni excepción alguna para toda mujer que se prostituyese en los demás barrios, de forma que por el solo hecho de ejercer este infame oficio sin la autorización de la policía, estaría expuesta a una graduación de penas, desde la condenación a la mancebía, que sería la primera, hasta la deportación a las colonias, que sería la mas grave.
La definición de la prostitución no había de ser arbitraria, sino ceñida a su legítimo sentido, esto es, a lo que llamaban los latinos quoestum corporis faceré. Y de ningún modo se habían de confundir con ella ni las fragilidades del amor, ni aun el simple amancebamiento de dos personas, sin queja fundada de las partes agraviadas y legítimas.
Averiguada la prostitución por testigos, quedaba anulado el matrimonio, si la prostituida era casada, independiente ella de cualquiera otra autoridad que la de las leyes, y libre el marido de contraer otro matrimonio, a menos de probarle la complicidad en la prostitución; en cuyo caso incurriría precisamente en la pena de deportación a las colonias.
Estas mancebías, bajo la autoridad del Regidor (suponiendo a este electivo, y no hereditario) o de Alcaldes de Corte especialmente nombrados, debían ser guardadas por un piquete de tropa y con centinelas en las principales calles, y patrullas diarias que mantuviesen el buen orden y evitasen todos los excesos.
Se habían de destinar facultativos de la mayor probidad, y con dotaciones que los hiciesen inaccesibles a toda seducción para visitar diaria y exactamente aquellas mujeres, y bajo la misma pena de deportación habían de avisar sin perder un instante de cualquiera que se hallase contagiada, no tan sólo al Magistrado, sino también al oficial de guardia, para que inmediatamente consignase con una centinela la puerta de la casa inficionada, hasta que se condujese la enferma al hospital destinado para este objeto.
Asimismo habían estos facultativos de dictar las reglas de limpieza y de sanidad que disminuyesen los riesgos del contagio.
Para que en los paseos y teatros estas mujeres fuesen conocidas, se había de señalarlas un distintivo, como v. g. una pluma amarilla en la cabeza, sin la qual no pudiesen salir, y que serviría al propio tiempo a su resguardo, como si ejerciesen su oficio en su mismo barrio en el discurso del día, no permitiéndolas trasnochar fuera de él.
Ademas del número de la manzana, todas las casas debían tener un rotulo que expresase los nombres, edades y patria de los inquilinos para favorecer las reclamaciones y comprobación de todo desorden.
Francisco Cabarrús
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