La sociedad debe en primer lugar a sus conciudadanos la más libre comunicación de sus luces, y en segundo los auxilios que deben prometerse de su formación.
¡La libertad de las luces! Jamás, lo confieso, he podido comprender las dificultades de que se ha erizado este punto, tal vez demasiado sencillo a mis ojos. ¿Qué límites debe tener en la sociedad la libertad de las opiniones, de la palabra y de la escritura que la reproducen? El mismo que las acciones; esto es, el interés de la sociedad. Mi libertad cesa, cuando ofendo, o al pacto que me la asegura, o a los demás garantes de ella.
Ahora, pues, si no me es lícito insultar a un hombre, ¿me sería lícito calumniarle, denigrarle por escrito y con más publicidad y trascendencia? No me es lícito apedrear la casa municipal, interrumpir las deliberaciones comunes, alterar el orden y tranquilidad pública, ¿y me lo sería cometer por medio de la imprenta un atentado equivalente? Mi propia seguridad me prohíbe andar disfrazado en las calles, por el abuso que pueden hacer los malvados de este disfraz, ¿y me sería lícito ocultar o fingir mi nombre en un escrito, de lo cual pueden resultar iguales daños? Vea vmd. dimanar de estas proposiciones sencillas toda la teoría de la libre circulación de las ideas. Póngase precisamente en todas las obras el nombre del autor y el del impresor: firmen uno y otro el manuscrito, y ambos sean responsables a las quejas que dieren los agraviados, o la parte pública si la ofensa fuese a la sociedad. Ni alcanzo más, ni concibo la posibilidad de un solo caso que no esté comprendido dentro de estos dos límites.
Francisco Cabarrús
Cartas del Conde Cabarrús
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