Aquella
misma tarde se celebraron las fingidas bodas de Elena y Octavio. Venus Urania,
la pobre loca, se creía desligada para siempre de Evaristo, su legítimo esposo.
Y así como D. Quijote entendió que para verse armado caballero convenía atender
á las ceremonias que le impuso el ventero, y pasó la noche velando sus armas,
Elena, en el extraño rito que ella inventó, juntando reminiscencias de sus
lecturas clásicas con sugestiones de la fantasía extraviada, dispuso que,
después de vestido Octavio con un blanquísimo jitón de lino, y previo un baño aromático,
ambos pasarían gran parte de la noche solos en el cenador del jardín
contemplando la luna llena y hablando de amor por el estilo platónico. A todo
se avinieron D. Salustio y Ortega, el cual pedía fuerzas al cielo para poder
resistir las graves tentaciones de que esperaba sin falta verse acosado dentro de
poco.
D.
Salustio no hacía más que mirar á Octavio como quien implora compasión y de
camino echa una sonda en el ánimo de aquél á quien depreca; y se rascaba la
punta de la nariz de vez en cuando, signo inconsciente de lo peliagudo que el
caso le parecía.
Llegó
el momento crítico. Disipóse el aparato de la ceremonia fantástica y pagana;
las teorías... de criados se deshicieron; en brazos de Octavio (primer
apuro) pasó el umbral de la casa Elena, y con estos y otros aspavientos
clásicos, llegó, como decía, la boda al punto de quedarse á solas en el jardín
los fingidos esposos.
Antes
de separarse de ellos D. Salustio apretó la mano con fuerza á Octavio.
—En
V. confío... —le dijo,— V. es hombre de honor...
Octavio,
pálido de emoción y un poco de frío, inclinó la cabeza en silencio. Aunque la
tarde había sido todo lo calurosa que suelen ser las de Madrid en esta época
del año, y la noche no entraba con menos fuego. Octavio, no acostumbrado á la ropa
talar, sutil y flotante, temblaba á ratos debajo de su jitón simplicísimo, pues
su traje á la moderna había desaparecido por completo.
Salió
la luna, redonda, roja, y Octavio estornudó tres veces. Elena sonrió, tendió la
mano á su amante esposo y le sentó á su lado en un banco de césped bajo la
bóveda de jazmín fragante y de madreselva.
—¿Tú
no has leído el Código de Manú? —preguntó la esposa.
—Algún
extracto —contestó el esposo, que precisamente pensó que estaba allí como en
calzoncillos, pues la poca ropa de lino que le tapaba las piernas, no equivalía
á unos pantalones.
—Pues
allí se habla, como sabes, de ocho clases de matrimonios, y una de ellas es la
de los músicos celestes. Sean nuestras bodas de esta clase; músicas
celestiales nos arroben, y al calor de nuestras ideas, y al frotar de nuestras
miradas brote el sagrado fuego del amor sin mancha con que sueñan todos los
hombres, y al que renuncian los más, al cabo, por una especie de abdicación del
espíritu á que la carne pone priesa. Dime tú, esposo mío, alma hermana de la
mía, botón del mismo ramo, pétalo de la misma flor, confiésame tus deseo:, más
callados, más escondidos, tus sueños muertos en flor, tus ilusiones casi
olvidadas de puro recónditas y marchitas, ¿No es verdad que en el fondo del amor,
según pudiste gozarle en el mundo, encontraste un desengaño? ¿No es verdad que
después de unirse los cuerpos en ese abrazo íntimo que yo ignoraré toda la
vida, hay una tristeza disimulada, un silencio penoso, un gemido sofocado de
las almas oprimidas, que mientras la carne se estrujaba gozando, se sofocaban llenas
de mortal hastío? ¿No es verdad, mi esposo, que tú, y mil como tú, quisisteis
en vano allí, en sueños, á la mujer completa, á la mujer que fuese compañera
del cuerpo y también del espíritu? Necesitáis compañera para las fatigas
vulgares de la vida; queréis blanda almohada de amor, de ternura y caricias para
descansar de las faenas ordinarias, ¿y no habéis de necesitar una compañera ó
amiga, lecho de rosas del espíritu, cuando volvéis muertos de fatiga y
desaliento de las batallas de la conciencia, de las tremendas derrotas en que
os vence la duda, dispersando y acorralando y aniquilando todos vuestros
miserables ejércitos de ideas disciplinadas? Las lágrimas más dulces y sublimes
que llora el hombre, no las ve la mujer ni las comprende. Cuando lloras de
admiración ante la obra del genio, ó ante una ráfaga de caridad verdadera, ó
ante la tristeza santa de la miseria humana, oscura, resignada, sublimemente resignada
y sola, ó lloras porque la fibra más misteriosa del sentir es herida por brisa
espiritual desconocida, y rezuma la sangre
del
llanto, jamás en estos grandes momentos de la vida te acompaña, pobre mortal,
la mujer que llamas tuya. Iguálame á ti, júntame á ti, esposo mío: abrázame con
el corazón, dignifícame en tu espíritu, úngeme de la esencia de tu persona,
arráncame
á
la soledad que rodea á mi alma, y arráncate de la soledad que rodea á la tuya;
júntense de verdad los corazones... la vida es un desierto: esposo y esposa,
dos pastores que en él se cruzan por azar... ¡y han de pasar uno junto á otro
sin hablarse, sin amarse de veras! No, no; júntense las almas, que no sólo se
mezclen los hatos, sino también los pastores; hagamos de la vida una alegría por
el placer inefable de ser dos... Juntémonos... Mira mi pobre hermana; ella
también busca compañero, pero como está loca, por una triste herencia, quiere
que sea Dios quien la acompañe en el desierto... Dios, es decir, Él, que tiene
por su naturaleza que estar solo. No, no; el amor no es con el uno: el amor es unísono,
el amor es con lo otro, con lo distinto, amar es prestar algo, dar algo,
sacrificarse, y Dios no necesita de nosotros. Mi hermana busca á Dios, y así no
hace más que seguir ahondando en la soledad... yo, con la misma pureza que
ella, con el mismo afán ideal... busco al hombre, al ser finito capaz de amar y
ser amado; á lo divino, sin dejar de ser humano; ¡oh, suprema felicidad, posible
en la tierra!
Juntó
las manos Elena, alzólas al cielo, miró á la luna estática.... y después,
temblando toda, encogió los hombros, estrechó entre ellos la garganta, inclinó
la cabeza, cruzó los brazos y se acercó á Octavio más, como buscando un nido en
su regazo, un apoyo en su pecho.
Ortega,
que hacía rato daba diente con diente, porque, a pesar de todo, se moría de
frío en aquel traje, y tenía ya el terror pánico de la pulmonía; Ortega, digo,
no pudo resistir á la tentación de dejar que Elena se le arrimase. No fue la
voluptuosidad quien le venció, sino el frío. Aquel calor humano, suave,
aromático, era irresistible; el honrado joven no tuvo valor para resistir aquel
abrigo que se le arrimaba amorosamente.
Elena
quedó como embelesada. Reinó el silencio, en que resaltaba el rumor tenue de la
brisa jugando con las hojas de los árboles. La luna se escondía, ya pálida, en
el cielo límpido por una escala de nubecillas largas y tenues de un gris
indefinible orlado de plata. A lo lejos sonó de repente un piano de la
vecindad, tocado por mano experta.
Aquel
piano hizo á Octavio pensar en la realidad. «Aquí todos estamos ya locos, se
dijo, y un loco no es responsable, y yo voy á hacer una barbaridad...»
—¿Me
quieres? —le preguntó una voz dulcísima y apasionada que sonó junto á su pecho.
—Sí,
Sí, sí... te adoro... eres mía, Elena, mía...—y levantó entre sus manos la
cabeza de la loca, que se apoyaba sobre el corazón del novelista.
Los
ojos de la virgen estaban llenos de lágrimas, su expresión era la del amor más
acendrado... pero loca, sí, loca; faltaba allí un testigo, la razón... Aquella
soledad en que se vio con el cuerpo de una mujer hermosísima, aterró á Octavio
al mismo tiempo que le excitaba al crimen. Besar aquella boca, gozar de aquella
criatura inocente... era una especie de pecado peor que el abuso más asqueroso
de la infancia, era peor que la más infame de las abominaciones... y con todo,
¡qué sabor fuerte, salvaje, irresistible, original y terriblemente corruptor
tenía aquella voluptuosidad que se le ofrecía tan cerca!...
—Elena,
Elena; ¿me quieres tú á mí, eres mía?
—Sí,
sí, sí... te adoro —dijo la loca.
De
pronto Octavio todo lo vio rojo; mejor, no vio nada... su cabeza se inclinó
sobre aquélla de ángel sin razón, que tenía debajo... y en aquel momento un
rumor de las hojas, más fuerte que el de la brisa, le hizo volverse y mirar á
su lado.
A
pocos pasos, entre el seto de rosales apareció Carmela, toda blanca, con los
ojos levantados al cielo, las manos cruzadas. Andaba como una sonámbula. Nada
veía de cuanto la rodeaba.
—Es
mi hermana, la pobre loca —advirtió Elena poniéndose en pie de un salto.—Ven,
escondámonos, observémosla; verás cómo se le aparece Jesús.
Sin
salir de la glorieta, se escondieron Octavio y Elena en un rincón oscuro, entre
la hojarasca del jazmín y la madreselva. Elena oprimía su cuerpo contra el de
Ortega con todo el descuido de la absoluta inocencia, procurando así hacer
menos bulto. Y metiéndole los labios por el oído, y quemándole con su aliento,
le decía:
—Mira;
la infeliz ha heredado el espíritu loco de una ascendiente nuestra. Existe en
los anales de la historia de los míos, que mi padre conserva, como buen
psicólogo moderno, la herencia de la triste enfermedad de mi hermana. Uno de
nuestros abuelos, los de mi padre, tuvo una hija, loca también y mística... y así...
en esta familia de mi padre, por parte de su madre y siempre de mujer en mujer,
jamás en los hombres, se ha repetido con frecuencia el terrible misticismo
loco. El de mi hermana se exaspera con la ausencia de Jesús... pero en cuanto
el Amado llega, se calma. Mira, mira...
Carmela,
de rodillas sobre la arena del camino, expresaba terrible angustia en su
hermoso rostro pálido, un murmullo gutural que fue creciendo hasta ser grito
desgarrador, salió de su boca entreabierta...
—¡Jesús,
Jesús, ven; ven Amado!... —pudo decir á grandes voces...
Y
a la luz de la luna, entre unos árboles de espesas ramas, apareció Jesús, con
larga túnica morada, la cabeza, de melena abundante, ceñida por corona de
espinas, los pies descalzos, un brazo tendido á lo largo del cuerpo, el otro
hacia Carmela.
La
mujer se postró hasta besar la tierra; la aparición se acercó á ella con paso
grave, la colocó una mano sobre la cabeza escondida, y después de inclinarse,
le habló cerca del oído palabras reposadas que no llegaban á Octavio.
El
cual sintió escalofríos. Elena, nerviosa, sin darse cuenta de lo que hacía, se
ceñía al cuerpo del pobre esposo.
—¿Ves
cómo la engañan? A mí no; tú eres mi amor verdadero, no una sombra; eres mi
esposo, el esposo de mi alma; —y se le colgó al cuello, extasiada.
Octavio,
embriagado por aquel ambiente de mujer hermosa y virgen, ya no tenía
conciencia... pero un terror supersticioso le contenía... ¡Aquella
aparición!... ¿Qué Jesús era aquel?
Pronto
lo supo.
Elena,
como inspirada, le dijo al oído: —Sigúeme.—Y de la mano, le llevó tras sí.
Atravesaron el sendero donde Carmela continuaba postrada á los pies de Jesús,
que la hablaba al oído.
Al
pasar, de puntillas, los esposos cerca del grupo místico, Jesús levantó la
cabeza, miró á Octavio, le sonrió dulcemente, y poniendo un dedo sobre los
labios, hizo un gesto de suprema elocuencia, en que Ortega tuvo que leer esto:
«En tus manos encomiendo mi honor; yo, Jesús... y padre, respondo de la
pureza de mi Carmela; tú, hombre... y falso esposo, respóndeme de la pureza de
mi Cristina.»
Sí,
sí, seré un santo, pensó Octavio ruborizado, al ver aquel padre amoroso
disfrazado de Nazareno ante su hija loca.
El
piano á lo lejos tocaba el tercer acto del Fausto, el final.
Elena
llegó á la puerta de la casa. —Ahora adiós... voy á hablarte desde esa
ventana... por dentro.—Y echando los brazos al cuello de Octavio le dijo: —El
amor sólo llega hasta aquí.— Y desapareció.
Un
minuto después se presentó en la ventana, sin más ropa que el jitón vaporoso. —Acércate,
esposo mío, dijo su voz armoniosa, cual rumor de muchas aguas.
La
luna se reflejaba en los vidrios de la ventana. Octavio, sin saber lo que
hacía; apoyó la cabeza en la pared y echó á llorar... Estaba enamorado de una
loca, si, estaba seguro.
El
piano hablaba del Fausto, de la escena del jardín... como la realidad.
Margarita, en la ventana; él. el seductor, allí debajo... ¿qué hacer?
Elena
le decía:
—Ven,
ven, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras? Llora en mis brazos; ven...
—No,
no, alma mía... cierra... hasta mañana... cierra...
—Ven,
ven, hablemos de nuestro amor puro...
—No,
no... cierra...
Elena,
irritada, cerró de repente.
—¡Oh!
Espera —gritó Octavio furioso. Y se arrojó hacia la ventana, que rechazó sus
ímpetus. Mil deseos ardientes despertaron en su pecho como víboras... «¡Oh! Fausto,
Fausto, soy Fausto... pero idiota... he perdido el paraíso del amor... ella es
mi esposa, ella lo dice...» y golpeaba la madera como un demente...
En
aquel instante se separaban Jesús y Carmela, allá á lo lejos, envueltos por la
claridad de la luna...
Carmela,
con los ojos humillados, volvió, ya tranquila, á su aposento.
Jesús...
se quedó sólo paseando por el jardín. Su silueta sagrada, mística, santa cruz
en la sombra de la nada, en la falsedad y el engaño, difundía, un aroma de
piedad en la noche clara de luna llena... —Sí—se dijo Octavio,—es la escena del
jardín de Fausto... pero, en último término, no está Mefistóteles que se burla,
sino Jesús... que me agradece lo que hago. —La sombra del Nazareno suavizaba el
espíritu de Octavio. Las malas pasiones huían ante aquel perfil de Cristo.
—No
es Jesús... pero es su padre —pensó Octavio.
Y
tras una pausa, golpeándose la frente, añadió:
—Sí,
sí. venció hoy el deber: pero ¿y mañana?
CLARÍN
(Se
continuará.)
Madrid
Cómico,
17 de julio de 1876 AñoVI núm.
178
(págs. 3 y 6)
Impresionante la descripción del matrimonio de músicas celestes...
ResponderEliminarÁngel